Le hizo un cumplido y le preguntó por Cannes. Y escuchó su respuesta mientras se preparaban para más fotografías. Entonces David le avisó de la llegada de Arturo y Rosario. Pedro se sintió decidido y pensó que no había motivo para estar nervioso, sino para sentirse seguro. Aquel era el primer paso hacia la fusión. Augusto Arturo no habría ido allí si no estuviese dispuesto, pero le gustaba hacerlo a la manera antigua. Le gustaba que se viesen a solas para ir construyendo una relación, y después daría el visto bueno a sus abogados para que se cerrase el trato. Vió a Augusto salir del coche, vió la atención que este prestaba a su esposa, cómo esperaba a que esta se alisase el vestido, cómo le ofrecía el brazo para ir juntos hasta donde estaba él. Y entonces, por el rabillo del ojo, vió algo de color rojo que llamó su atención. Se le aceleró el corazón. Sintió presión en la bragueta del pantalón. Augusto y Rosario estaban subiendo las escaleras. Él giró la cabeza hacia la izquierda y vio a David, que, de repente, tenía el ceño fruncido. Vió los flashes de las cámaras en dirección a la figura de rojo. Así que se giró hacia ella y miró. Y, allí, entre dos guardias de seguridad, con el mismo vestido rojo, estaba Paula. Se quedó paralizado un segundo, rodeado de invitados y cámaras, en el momento más importante de su vida profesional. Sintió que el corazón se le salía por la garganta. ¿No podría haber aparecido otra mujer? Pero era ella, sin duda, y Pedro tardó un momento en analizar la situación. Los dos guardias de seguridad estaban haciendo su trabajo, comprobando si podía entrar o no, pero impresionados por su belleza y elegancia. Como si el resto del mundo hubiese desaparecido, se dió cuenta de que Paula lo miraba fijamente, implorante, y él supo que ocurría algo. Algo importante. Un segundo después David estaba a su lado.
–¿Quieres que me ocupe de esto? –le susurró su asistente.
Pedro lo agarró del brazo. Augusto lo observaba todo mientras le tendía el brazo a su esposa, que estaba subiendo el último escalón. Pedro volvió a mirar a Paula, después miró a Augusto, que se acercaba más. Estaban solo a un metro de distancia. Aquel era su momento. El saludo tenía que ser el correcto. No podía cometer ningún error. A su alrededor, los invitados sintieron la tensión y empezaron a rodearlo. David se quedó allí también, expectante. Quisiera lo que quisiera Paula, tendría que esperar a que estuviesen alejados de las cámaras. Se acercó a la pareja con los brazos extendidos.
–Qué alegría me da verlos a los dos. Estoy encantado de que hayan podido venir.
Y vió con el rabillo del ojo que la figura vestida de rojo se acercaba.
–¿Puedo hablar contigo, Pedro? –le preguntó esta en voz alta y clara.
Él se quedó inmóvil un instante. Todo el mundo estaba allí, observándolos, esperando.
–Cariño, Paula. ¡Si estás aquí! –le dijo él, odiándose a sí mismo.
Todos se giraron a mirarla. Rosario sentía curiosidad, pero a Augusto era difícil engañarlo. Pedro tenía el corazón acelerado. David, las cejas arqueadas. Y allí estaba Paula, deseando contarle algo que él no quería escuchar delante del otro hombre. Porque eso sería su fin. Con una sola frase se podrían estropear meses de trabajo. Otra mujer de poco fiar… Otro desastre. Le dió un beso a Rosario en la mejilla e inclinó la cabeza respetuosamente.
–Si me disculpan un instante. David los acompañará a la terraza. No tardaré.
Se giró y entonces oyó que Augusto decía:
–Invita a tu amiga a venir, por favor. A la señorita de rojo. ¿No es la bailarina con la que te fotografiaron el mes pasado en Londres? Me encantaría conocerla. ¿Verdad que a tí también, querida?
Rosario sonrió.
–Maravillosa idea –respondió Pedro, acercándose a Paula de dos zancadas y tomando su mano.
No se detuvo a mirarla, ni a ella ni a nadie, y echaron a andar juntos. Se alejaron de donde estaban los demás invitados, bajaron unas escaleras y atravesaron unas puertas de cristal que conducían a un salón en el que solo había muebles antiguos y unos enormes ventanales que no les permitían ninguna privacidad.
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