–No sé qué es lo que me tienes que decir, pero hazlo en privado –le dijo él en voz baja, mirando a su alrededor para comprobar que no los oía nadie–. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
Salieron por la puerta y subieron unas escaleras. Había empleados por todas partes y las habitaciones de la casa se iban a utilizar para hacer entrevistas a las numerosas estrellas que iban a asistir a la fiesta.
–No eres difícil de encontrar –respondió ella, que parecía tensa.
–Es cierto –respondió él–. Supongo que sabrás que esta es la regata más grande que hemos organizado nunca. Y mi madre sigue en África, así que este año estoy yo solo.
Recorrieron un pasillo y se dirigieron hacia una habitación que estaba justo encima de la terraza en la que David estaría entreteniendo a Augusto y a su esposa.
–Aquí.
Abrió la puerta y entraron en un dormitorio. Entonces, Pedro se giró hacia ella y le preguntó:
–¿Qué tal tu rodilla?
Ella cerró los ojos y él recordó aquella maravillosa noche.
–Bien. Me han dado el alta. Estoy bailando otra vez. Por ahora.
–Bien… Eso está muy bien.
Ella sonrió un instante, pero pronto volvió a ponerse seria.
–Tienes buen aspecto. Ese vestido te sienta muy bien.
–Es el único que tengo. Me lo he puesto para que me dejasen entrar en tu fiesta.
–Podías haberme avisado y…
–Estoy embarazada –espetó ella.
–¿Qué?
De repente, a Pedro le vino a la cabeza la imagen de Paula embarazada. Con el vientre redondo, lleno de vida. Pero no podía ser un hijo suyo. No podía ser, pero allí estaba ella. Había ido hasta Francia a hablar con él.
–Es tuyo.
–No… –murmuró, sacudiendo la cabeza–. No puede ser. ¿Estás segura?
Pedro se dejó caer en un sillón, enterró los dedos en su pelo. Después se puso en pie y empezó a ir de un lado a otro. Ella se quedó inmóvil, con la mirada clavada en un punto, con gesto inexpresivo.
–¿Cómo es posible? –le preguntó entonces él, acercándose–. Si… ¿Cuándo te has enterado?
Volvió a moverse por la habitación, fue hacia el baño. Entró y abrió el grifo, se llenó las manos de agua fría y se lavó la cara. Se miró en el espejo. Iba a ser padre. No era posible. ¡No tenía cara de padre! No estaba hecho para ser padre. Ni siquiera sabía qué iba a hacer con su vida, todavía no había conseguido salvar el banco, cómo iba a formar una familia. No podía ser padre. Volvió a salir. Ella seguía allí, en el mismo lugar en el que la había dejado. Tenía los hombros rectos, la piel satinada, los brazos cruzados a la altura de la cintura, sobre el vientre. Y él pensó que aquella mujer con la que había pasado una sola noche estaría unida a él durante el resto de sus vidas. La de él acababa de dar un giro inesperado. ¿Qué había hecho? Pensó en el castillo, en los invitados, en que Augusto Arturo y su esposa lo estaban esperando. Pensó en su madre, en la sonrisa de su padre, en que tenía la oportunidad de devolver al banco el lugar que debía ocupar. Y pensó también en aquella mujer, en aquella bella criatura que estaba allí, delante de él, embarazada de él. ¿Por qué no había tenido más cuidado? Pero en esos momentos tenía que bajar con Augusto, tenía que tranquilizarse y salvar la situación. Tenía que alejar al barco de las rocas.
–¿A quién se lo has contado? –le preguntó a Paula–. ¿Lo sabe alguien? Necesito saber a qué me enfrento. ¿Cuándo lo publicarán los medios?
Se acercó más a ella, a la perfección de su cuerpo, a la suavidad de su pelo, pero Paula se apartó.
–¿La prensa? ¿Es eso lo único que te preocupa?
–Por supuesto que no, pero me preocupa. Si se enteran, lo aprovecharán almáximo.
–Antes o después se enterarán, y si tú no cumples con tus responsabilidades…
–Por supuesto que cumpliré con ellas. De eso no cabe la menor duda.
Pero en esos momentos tenía otras responsabilidades que atender. Tenía que volver con Augusto. Tenía que reflexionar acerca de aquello.
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