martes, 30 de agosto de 2022

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 2

 —¿Y tú?


—Todavía no lo tengo claro pero, ¿Cuántas personas, conscientes de su inminente final, se tomarían la molestia de disponer un funeral a lo grande para alegría de los amigos y escándalo de la familia? Como te digo, un suceso que dará que hablar durante años.


—A mí me parece muy bien.


—Tío Alberto dejó instrucciones para que todo el mundo se divirtiera.


En el velatorio no se sirvió más que excelente champán, salmón ahumado y caviar. Unas instrucciones que sus amigos se están tomando muy a pecho.


—¿Y por qué tú no? Eso es maravilloso.


—Quizá porque llevo luto por mi propia vida —comentó. Ella esperó. Era la perfecta interlocutora, consciente de su necesidad de hablar, aunque fuera con una desconocida como ella—. Verás, metafóricamente hablando, me han encargado poner todo en orden cuando se acabe la fiesta.


—¿De veras? ¿Eres abogado?


—No, banquero.


—Han hecho una elección acertada.


—No, si uno es el banquero en cuestión.


Ella hizo una mueca.


—Evidentemente se trata de algo más que pagar unas cuantas cajas de champán.


—Me temo que sí. Pero tienes razón, es de mala educación traer mis problemas a una boda. A decir verdad, mis intenciones eran hacer acto de presencia y brindar con la feliz pareja. Y como eso ya está hecho, debería llamar un taxi.


Pero no se movió.


—¿Crees que un whisky podría contribuir a aplacar tus fantasmas?


En ese momento, Pedro concluyó qué no había nada pardusco en sus ojos. Eran de un raro color, más ámbar que marrones, bordeados de espesas pestañas, y su boca era amplia, de labios abultados.


—Podría ser, sólo si bebes tú también —dijo al tiempo que miraba hacia el sector entoldado, y de inmediato deseó haberse callado la boca. Lo último que deseaba era abrirse paso entre los alegres invitados para llegar al bar. 


—No hace falta que libres una batalla entre la horda de bailarines. Cruzando ese ventanal encontrarás un frasco en la mesa junto al sofá — dijo mientras señalaba hacia la casa.


—¿No sería abusar de la hospitalidad de nuestro anfitrión? —preguntó mirándola con más detenimiento, y se sintió vagamente sorprendido al ver que ella sonreía.


—No pondrá objeciones. En este caso, la hospitalidad corre por mi cuenta. Vivo ahí, en el apartamento del jardín —dijo al tiempo que le tendía la mano—. Soy Paula Chaves, prima de la novia y su madrina de boda.


—Pedro Alfonso—saludó al tiempo que le estrechaba la mano que, aunque pequeña, respondió con firmeza.


—¿El pez gordo de la banca de Nueva York? Me preguntaba cómo serías cuando escribí las invitaciones.


—¿Tú las hiciste? —preguntó en tanto recordaba la exquisita escritura en letra caligrafiada que adornaba la tarjeta de invitación a la boda de Daniela y Gustavo Dymoke y la recepción que celebrarían en el jardín de la casa—. ¿No es tarea de la novia escribir las invitaciones?


—No tengo ni idea, pero la novia estaba muy atareada en esos días sufriendo todas las molestias de un parto.


—Ésa sí que es una excusa legítima. Hiciste un hermoso trabajo. Espero que te lo haya agradecido debidamente.


—La gratitud no cuenta aquí. ¿Eres amigo de Gustavo? ¿O ésta es una visita obligada para paliar un pésimo día?


—Nunca he dicho que sea una visita obligada. Dije que no era mi intención quedarme demasiado tiempo. Y en cuanto a la primera pregunta, somos amigos desde los tiempos de la universidad en que compartimos nuestro mutuo interés por la cerveza y las mujeres —afirmó, y de inmediato decidió no seguir por ahí—. Pero no nos veíamos desde hace años. Yo vivo en Nueva York, y Gustavo nunca permanecía estable en un lugar el tiempo suficiente como para alcanzar a saludarlo.


—Te aseguro que últimamente está muy hogareño.


—Basta mirar a su mujer para comprender la razón.


—Cuando escribí tu invitación le pregunté a Gustavo cómo eras y ni siquiera supo decirme cuál era el color de tus ojos. 

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