jueves, 11 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 29

Todavía tenía una tarjeta de Banca Casa di Alfonso y el vestido que Paula había pensado que no volvería a ponerse jamás. Así que lo había sacado de una bolsa del fondo del armario, lo había lavado y había sacado un par de centímetros de la cintura para que le cerrase la cremallera. Se había comprado un sujetador sin tirantes, se había maquillado y, sin más equipaje que el pasaporte y el bolso, con el estómago hecho un manojo de nervios, había subido a un avión con destino a Niza. Había cámaras por todas partes, así que era el mejor lugar para hacerlo. Pedro no podría hacer ni decir nada malo con todo el mundo de testigo. Al bajar del avión había tomado un taxi que la había llevado hasta el castillo, allí había enseñado su identificación y había avanzado entre la multitud por el jardín y había subido las escaleras de mármol entre ricos y famosos. Y el corazón le había dado un vuelco al verlo. Tan alto y fuerte, tan seguro de sí mismo. Vestido con un traje oscuro y camisa azul clara, sin corbata. Todavía más guapo de como lo recordaba. Había seguido andando sin apartar la mirada de él, dispuesta a darle la noticia nada más verlo, allí mismo, pero él se había girado y, al verla, su gesto había sido de sorpresa, le había advertido con la mirada que esperase. Y ella había decidido hacerle caso. Pero después, en cuanto se había enterado de que iba a ser padre, había querido volver a la fiesta. Era evidente que aquel trato que quería cerrar era más importante para él que la noticia de que iba a ser padre. Paula se preguntó qué había esperado de él. En cualquier caso, había perdido la oportunidad de avergonzarlo delante del mundo entero. Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. La pareja mayor ya estaba en el coche y se alejaba del castillo. Vió a Pedro levantar una mano para despedirse de ellos.


–Es tu padre –murmuró ella al bebé que crecía en su interior–. Es tu padre y casi no lo conozco. Lo siento, lo siento mucho, cariño mío. No quería que ocurriese esto, pero haré siempre lo que sea mejor para tí, y me aseguraré de que no te abandone jamás.


Mientras tenía la mirada clavada en Pedro, éste se giró y miró hacia arriba, como si la hubiese oído hablar. Se aguantaron la mirada y algo fuerte y profundo pasó de nuevo entre ambos. La mirada de Pedro era tan intensa que Paula tuvo que agarrarse a algo para poder seguir de pie. Entonces él bajo la cabeza y desapareció. A ella se le aceleró el corazón y se puso en movimiento. No iba a quedarse allí arriba escondida ni un segundo más. Iba a bajar a buscarlo a la fiesta antes de que volviese a entablar otra conversación de negocios, o de que alguna mujer se le echase encima, dejándola a ella todavía más abajo en su lista de prioridades. Paula decidió que no desaparecería porque a Pedro no le viniese bien tener un hijo. Jamás. Atravesó la habitación y alargó la mano para empujar la puerta, pero esta se abrió y su mano aterrizó en el pecho caliente y duro de Pedro. Sin perder un segundo, él la agarró de la mano y la hizo salir.


–Ya podemos marcharnos de aquí.


Ella lo siguió rápidamente por el pasillo, que estaba inundado por las penumbras del atardecer.


–David, necesito que prepares el barco. Ropa, comida… Y, sobre todo, intimidad.


Sacó el teléfono y, al llegar a lo alto de las escaleras, se detuvo.


–Utilizaremos la puerta de servicio.


–¿Para qué? ¿Qué está pasando?


Él tenía la mandíbula apretada, pero la miró con sorpresa.


–Querías hablar y vamos a hablar, sin que nadie nos oiga. En el barco. No quiero distracciones.


A ella no le gustó que fuese tan dominante. Era evidente que quería tomar las riendas de la situación. Iba a asumir su responsabilidad, no iba a intentar huir de ella.


–¿Has traído algo? ¿Te has dejado algo que vayas a necesitar en el hotel?


Paula negó con la cabeza.


–No pensaba quedarme más tiempo del estrictamente necesario. Esto es todo lo que tengo.


–No importa. Si se te ocurre que vas a necesitar algo, David lo conseguirá. De acuerdo, ¿Estás preparada? Porque vas a tener que acostumbrarte a esto.


Pedro puso un brazo alrededor de sus hombros y salió a la calle. Paula no levantó la mirada del suelo mientras avanzaban por el camino de grava y atravesaban el jardín para después bajar hasta la pequeña playa en la que los esperaba una lancha a motor. Él subió de un salto y la barca se tambaleó bajo su peso.


–Quítate los zapatos –le indicó, teniéndole la mano para ayudarla a subir a bordo.


Ella miró la embarcación, el agua y la distancia que había hasta ella.


–Venga –la alentó él–, antes de que nos vean y vengan.


Alargó la mano un poco más, pero ella dudó.


–Me da miedo el agua. No sé nadar bien.


Odiaba admitirlo, pero era verdad.


–No te preocupes –le dijo él en tono más tranquilo–. Vas a estar segura. Haz lo que te pido. Quítate los zapatos primero. Los tacones son peligrosos en un barco. Tíramelos y después alarga los brazos. No tienes que hacer nada más.

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