martes, 16 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 36

 –Sé que me estás mirando y te estás preguntado qué estoy tramando y si voy a apoyarte o no. Solo has visto mi faceta más alegre, tanto la noche del ballet como anoche. Y lo mismo es lo que publica de mí la prensa. Té estás preguntando qué clase de hombre soy, que paso de mujer en mujer sin comprometerme con ninguna. Y no te culpo por ello. Yo haría lo mismo.


Se inclinó hacia delante, sus brazos, sus hombros y todo su pecho transmitían fuerza. Y ella se sintió de nuevo en el restaurante italiano, mirándolo con un deseo que jamás se había creído capaz de sentir. Al menos, siempre había sido claro con ella. Entonces y en esos momentos.


–Piensas que soy un impresentable que te voy a dejar sola con el bebé, y la idea de que ni siquiera contribuya a su crianza económicamente te da pánico. Lo comprendo.


–Sí –admitió ella–. Es cierto.


Pero no sabía cómo contarle el resto. Que tenía todavía más miedo de ella misma. Que no quería que entrase nadie a su vida, que no quería necesitar ni ser necesitada por nadie. Que quería estar sola. Él alargó la mano por encima de la mesa y tomó la suya. Paula intentó zafarse, pero Pedro no se lo permitió.


–Voy a hacer lo correcto. Sé que no tienes ningún motivo para confiar en mí, pero quiero ayudar. No soy el tipo que piensas que soy.


«Ni yo tampoco soy quién piensas que soy», pensó ella. «No voy a hacerlo bien. Voy a ser una decepción para todos». Todo lo que Pedro le decía le hacía sentirse peor. Él estaba hablándole de corazón y ella lo creía, pero el problema era que él pensaba que era como las demás, que quería una familia, un bebé y todo lo demás. Cuando todo aquello era lo último que necesitaba. Miró a su alrededor y, de repente, el pánico la invadió como la densa bruma marina a pesar de que el día estaba completamente despejado.


–Paula.


Sintió que Pedro tiraba de su mano.


–Paula –repitió él–. No te preocupes. Nunca te dejaré sola con esto. Yo no soy así. Y todavía no hemos hablado de nuestras familias. Se lo contaremos a mi madre y a la tuya. Podemos hacerlo juntos, si lo prefieres.


–Yo ya se lo he contado a mi madre –le respondió ella, aturdida, sirviéndose agua en el vaso y apartándolo después.


–¿Y?


Ella lo miró.


–¿Y qué?


–¿Se ha alegrado por tí? ¿Estará contigo cuando nazca el bebé?


Ella hizo un ademán como para quitarle importancia al asunto.


–No te preocupes por eso. Estará ocupada con sus cosas.


–¿Qué relación tienes con ella? ¿Va mucho a Londres? Me comentaste que vive en Cornwall, ¿Verdad?


–Hablamos por teléfono.


Paula no necesitó mirar a Pedro para saber que tenía el ceño fruncido. No quería escuchar su opinión al respecto, así que mantuvo la vista clavada en el horizonte.


–Entiendo. Supongo que no puede viajar, pero ya solucionaremos eso y ya conoces a mi madre, no suele estar en casa, pero imagino que querrá ejercer de abuela. En cualquier caso, tenemos tiempo suficiente para pensar en todo eso. ¿Quieres más té?


Ella negó con la cabeza.


–¿Cómo se lo va a tomar? –le preguntó a Pedro, pensando en su madre, que no era una mujer a la que le gustasen los problemas.


Era una mujer con mucha energía y muy bien organizada, cuya vida parecía planificada al segundo y ejecutada con completa precisión. Ana Alfonso también iba a juzgarla y, como poco, pensaría que era una idiota. Eso, si no pensaba directamente que era una cazafortunas. La situación estaba empeorando por momentos.


–¿Podemos volver a tierra firme? –preguntó, mirando a su alrededor–. Tengo que volver.


Él se puso en pie. Su expresión era indescifrable. Tal vez de frustración.


–Por supuesto –le respondió–. De camino nos detendremos en una de las pequeñas islas. Solo tardaremos una hora y es un lugar precioso. Me parece una pena no enseñarte este lugar del mundo aprovechando que estás aquí.


Ella abrió la boca para protestar.


–No hay pero que valga. Estamos aquí, eres mi invitada y quiero que te diviertas un poco.


Rodeó la mesa para ponerse a su lado. Ella levantó la vista y se hizo visera con la mano para protegerse los ojos del sol hasta que tuvo a Pedro lo suficientemente cerca como para ver las arrugas de su camiseta y el cierre de su reloj.


–No estoy de humor.


Pedro le tendió la mano.


–Venga, deja de castigarme. Sé que estás enfadada conmigo, y contigo misma, pero lo pasamos bien. Y ahora tenemos que manejar esta situación lo mejor posible. Todo irá bien.


La hizo levantarse y la abrazó. Ella cerró los ojos y se dejó llevar por el balanceo del barco y por su calor. Entre ellos estaba la pequeña vida que habían creado, durmiendo y creciendo, felizmente ajena a todo lo que la rodeaba. 

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