martes, 2 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 20

La sala de espera de la clínica era alegre y luminosa. Las revistas estaban ordenadas en un revistero que había colgado de la pared y debajo había una fuente. Enfrente, encima de un sofá, había una televisión y, a su izquierda, las recepcionistas vestidas de blanco daban la bienvenida a los pacientes y hacían otras labores. Paula estaba sola. Recta y con las rodillas juntas, agarrada al borde de la silla, esperando. Cuando la llamaron, se levantó de un salto. Una mujer vestida de blanco, con una carpeta en la mano, le preguntó:


–¿No la ha acompañado nadie?


Ella negó con la cabeza. ¿Por qué siempre le preguntaban eso? La expresión de la otra mujer se suavizó ligeramente.


–Sígame.


Paula avanzó con cuidado. No sentía dolor. Estaba bien. Todo iba a salir bien. Siguió a la mujer por un pasillo. Era la primera vez que estaba en aquel hospital. El equipo médico solía ir a su estudio, pero su doctora trabajaba allí y le había pedido que fuese a verla. Desde que le habían dado la cita, había estado nerviosa y preocupada. No tenía por qué significar que fuesen a darle una mala noticia. Tal vez la doctora prefiriese verla en la consulta. Aunque sabía que a nadie le pedían que fuese allí.


–Entra, entra –le dijo la doctora, poniéndose en pie al verla llegar–. ¿Has venido con alguien?


Paula se contuvo para no contestarle mal y, en su lugar, negó con la cabeza. La habitación era como una caja cuadrada y estéril, con una ventana y un escritorio. Encima de este había papeles y un ordenador. Se sentó en una silla con cuidado. No sintió dolor. Iban a darle el alta. Podría volver a ensayar. Todo iba a salir bien.


–¿Qué tal la rodilla?


–Bien. He tenido mucho cuidado. La fisioterapia y la hidroterapia me han ayudado. Y he seguido la dieta. Estoy deseando volver.


–¿Y el otro dolor?


–Ya casi no lo noto, creo.


La doctora asintió.


–Te hicimos unos análisis, como sabes, cuando mencionaste que te dolía la espalda.


Paula era consciente. Llevaba una temporada sintiéndose cansada, con sueño. Apretó las rodillas y se sentó todo lo recta que pudo. Levantó la barbilla y se preparó para oír lo que tuviesen que decirle.


–¿Hay algo que quieras contarme?


La doctora se había puesto a leer algo en la pantalla.


–¿No? En ese caso, te diré que te hicimos también una prueba de embarazo, como a todas las mujeres en edad fértil.


No era posible. No podía estar embarazada, sintió náuseas solo de pensarlo.


–Eso explica el resto de los síntomas. La bajada de tensión, el dolor de espalda…


–Pero soy bailarina –respondió ella, aturdida.


–Las bailarinas también tienen bebés –respondió la doctora, como si fuese algo obvio y maravilloso.


–Pero yo no puedo tener un bebé.


–¿Por qué no?


Ella pensó en su madre, enfadada, llorosa. Paula estaba sentada a su lado en un banco de un parque, de niña, con la mano apoyada en su pierna para reconfortarla.


–¿Estás bien, mamá?


–No, Paula, no estoy bien. ¡Odio esta vida! Es tan injusta…


Su madre nunca había sonreído cuando estaban las dos solas, solo cuando había habido alguien más. Entonces, le había pedido que bailase para ellos y todo el mundo había sonreído, también su madre. Y aquello era lo único que ella había querido, ver a su madre sonreír, hacerla feliz. Pero después se acababa la música, se marchaba la gente, y volvían a estar solas y tristes. Ella se quedaba en su cama, en silencio, sabiendo que su madre quería salir con sus amigos, y rezando porque no la dejase sola. No, no podía tener un hijo porque no quería volver a aquel mundo. No podía cuidar de un bebé ni darle todo lo que necesitaba. No podía causar tanto dolor. De hecho, solo conseguía aliviar el suyo bailando. No podía ser responsable de otro ser vivo.


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