jueves, 25 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 45

Todo estaba en silencio cuando Paula despertó por tercera vez, sola en la antigua cama, envuelta en finas sábanas de lino. Casi no había dormido, pero ya estaba amaneciendo. Alargó el brazo para ver qué hora era. Las seis. Faltaban cinco horas para la cuenta atrás. Cinco horas para que su vida cambiase de manera irrevocable, aunque ¿Acaso no había cambiado ya? ¿Acaso no había cambiado cuando se había puesto aquel vestido rojo, había abierto aquella cerveza y había compartido la vida del poeta Rumi durante aquel vuelo de Roma a Londres con el hombre más increíble del mundo? Ya no había marcha atrás porque había sido aquel momento en el que se había enamorado perdidamente de él. Nada ni nadie habrían podido convencerla para que se apartase de su camino. Un camino que solo la habría llevado hacia la soledad, pero que al menos había sido un camino seguro, con un destino final. En esos momentos el camino era pantanoso y el paisaje, cambiante, y eso hacía que se sintiese nerviosa y feliz, pero que tuviese miedo. Iba a casarse con él, iba a hacer lo que lady Tamara más había deseado en el mundo, pero no iban a casarse por amor. Se iban a casar por el bien de un bebé. Y de un banco. Recorrió el techo de la habitación con la mirada. El techo de la habitación que, desde entonces, iba a ser su habitación en Roma. En una casa que jamás habría podido permitirse como bailarina. Empezó a oír ruidos fuera, voces desconocidas que hablaban en un idioma desconocido. La noche anterior, cuando habían llegado a la casa, no habían visto a nadie. El vuelo había sido corto, pero la cena con los clientes de Pedro, muy larga. Deliciosa, pero larga. Y a pesar de que él le había pedido disculpas y le había dado las gracias por acompañarlo, al final de la noche ella se había sentido agotada. Pedro le había hecho el amor al llegar a casa y después se había marchado a otra habitación para mantener la tradición, como si su matrimonio fuese real. Como si ella fuese a ponerse algo nuevo, algo prestado y algo azul. Como si su padre fuese a acompañarla al altar, como si su madre fuese a llorar de la emoción. Como si fuesen a tener un final feliz. Cerró los ojos con fuerza, no le gustaba compadecerse de sí misma. Pero estaba en Roma, tenía más dinero y comodidades que en toda su vida. Trabajaría, descansaría, tendría al bebé y después volvería al trabajo, a bailar. Lo único que no conseguiría sería que Pedro la amase. Ni que se quisiese a sí mismo. Oyó otro ruido, más cerca de la puerta.


–Prendo che. Yo lo llevaré.


Paula intentó escuchar lo que decían y le pareció la voz de Ana Alfonso. Entonces se abrió la puerta y apareció esta con una bandeja en las manos. Se sentó muy recta, sorprendida por su aparición. Había sabido que tendría que ver a su futura suegra en algún momento, pero… ¿Tan temprano? ¿Allí?


–¡Buenos días, Paula! –la saludó Ana dejando la bandeja y abriendo las cortinas–. ¿Has dormido bien?


Ella apartó las sábanas e intentó levantarse de la cama.


–No, no, quédate donde estás. Tienes que desayunar en la cama.


Ana Alfonso volvió a recoger la bandeja y se acercó a la cama. Tenía la piel dorada por el sol de África y los ojos muy brillantes. Paula la observó con cautela. No sabía si iba a odiarla por haber atrapado a su querido hijo, si sería con ella fría o condescendiente, o si volvería a ser la misma Ana de siempre. Ésta dejó la bandeja y se sentó a su lado en la cama sin dejar de mirarla.


–Es el día de tu boda y estoy aquí para cuidar de tí, pero antes, tenemos que hablar.


Sirvió té de una tetera de plata en dos tazas.


–¿Quieres leche? –le preguntó.


Paula asintió, se sentó todavía más recta, tomó la taza, se aclaró la garganta y dijo:


–Gracias. 

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