Pedro se puso los gemelos. Se abrochó el único botón de la chaqueta del traje y estiró el cuello. ¿Debía ponerse corbata o no? No. Ni pañuelo en el bolsillo tampoco. Se miró en el espejo por última vez. Su imagen no era estupenda. Tenía que cortarse el pelo, pero no había tenido tiempo, y también debía haberse afeitado. Al menos el bronceado ocultaba sus ojeras. Había merecido la pena pasar dos días en el yate, convenciendo a algunos de los hombres de Europa de que formasen parte del programa de apadrinamiento de jóvenes. Se acercó a la mesa, tomó las llaves y el teléfono. Tocó la pantalla, abrió los contactos y buscó el que quería: Paula, Ballet. Tenía que borrar aquel número. Había hecho bien al no llamarla, solo podía causarle problemas. Le había costado concentrarse a partir de aquella noche y esos momentos no tenía tiempo para eso. A decir verdad, la jugada le había salido bien. Se bajó las mangas de la camisa por última vez y atravesó las puertas de la terraza del castillo de la Croix. David había hecho un trabajo brillante. Se había superado a sí mismo en la organización de la regata Cordon d’Or aquel año, alquilando aquel castillo. No había un evento igual en toda la Riviera. Fuera se estaban ultimando los preparativos. Habían colocado tres carpas enormes en el jardín. El pequeño muelle del castillo ya estaba lleno de lanchas que trasladaban a los invitados desde barcos más grandes. En el cielo, el ruido de los rotores anunciaba la llegada de la prensa. Y entre todas aquellas personas estarían el tranquilo, conservador y religioso Augusto Arturo y su esposa, Rosario. Caminó entre un mar de sillas forradas de lino blanco y de mesas cubiertas de manteles. Las carpas estaban decoradas con enormes lazos dorados y cintas de seda también dorada. Había centros de rosas blancas sobre las mesas y las mismas flores decorando los arcos. Los invitados estaban empezando a llegar y los jóvenes que habían navegado aquella mañana estaban brindando ya. Él los envidió por su libertad y despreocupación. Había sido inocente en el pasado.
–Ya va tomando forma, David –dijo, aceptando la cerveza que le ofrecía su asistente y echando a andar con él–. ¿Va todo tal y como estaba planeado?
–Hasta el momento, sí. Arturo y Rosario llegarán en media hora. Haré esperar a los otros invitados hasta que estén dentro. Un par de fotos y después podrás llevártelos a la terraza oeste. La puesta de sol será preciosa. Y tú, irresistible, estoy seguro.
–¿Y Carlos? –le preguntó él–. ¿Piensas que intentará hacernos alguna jugarreta más?
–Bueno, el montaje que hicieron anoche acerca de tus exnovias no fue de mucha ayuda, pero no sé si tiene algo más.
Pedro se quedó pensativo. ¿Tendría Carlos algún as en la manga?
–Yo tampoco sé de nada más, pero eso no significa que no lo haya. Hay que mantenerse alerta.
–Lo he analizado desde todos los ángulos una y otra vez. Y no pienso que pueda sacar nada para lo que no estés preparado. Hemos sobrevivido a Tamara, ¿No? Y no ha salido nada de esas fotografías tuyas con aquella bailarina.
–Cierto.
Había llegado al borde del lago. Pedro clavó la vista en el agua y pensó en ella. Había pensado que conocía a las mujeres, pero aquella mañana se había dado cuenta de que no sabía nada de ellas. Él había estado dispuesto a tener una segunda cita y ella…
–No eres mi tipo –le había dicho.
Tal vez no conociese a las mujeres, pero sabía cuándo le mentían. Sacudió la cabeza e intentó borrarla de su mente. Se giró hacia el castillo de nuevo. Sus invitados iban allí a pasarlo bien y después se marcharían a otro lugar a seguir pasándolo bien. Él, no. Después de la noche con Paula no había vuelto a estar con nadie.
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