Pedro bajó la ventanilla del coche y después apagó el motor. Notó el aire caliente y húmedo en el rostro, se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa. Seguía odiando vestir de traje. Lo había odiado siempre. Y había evitado llevarlo hasta el día del funeral de su padre. Salió y estiró las piernas. El viaje desde Londres había sido tranquilo y le apetecía darse un paseo por el lago y después ir hasta la casa en la que el British Ballet tenía su escuela de verano. Y ver a su bella futura esposa, que estaría esperándolo allí. Tomó la chaqueta del asiento trasero, se la puso y empezó a andar hacia el camino del lago. Un grupo de chicas pasó por su lado. Llevaban el pelo recogido y eran delgadas. Y él se imaginó a su hija igual. Había pensado que se quedaría soltero. Hasta que había acompañado a Paula al ginecólogo y había visto la ecografía. Él había insistido en que se la hiciese nada más volver de la isla de St. Agnes. Había pensado que aquello los uniría más, pero se había equivocado. Había pensado que ella accedería a mudarse con él inmediatamente después, pero habían pasado tres días y todavía no habían llegado a un acuerdo. Paula quería seguir siendo independiente, quería vivir en su piso hasta que se casasen, aunque solo faltasen dos días para aquello. Así que lo único que podía hacer Pedro era esperar. Y hacer planes. Y rezar porque todo saliese bien porque no tendría otra oportunidad. Desde allí irían directos al aeropuerto y después se casarían en Roma. Habría muy pocos invitados. Sus mejores amigos, su madre y David. Paula no había querido invitar a nadie y él no había podido convencerla de lo contrario. Tenía con sus padres una relación extraña, pero él no era quién para juzgar. Siempre y cuando Paula y el bebé estuviesen bien. Apartó la mirada del lago cuando otro grupo de jóvenes pasó por su lado y entonces…
–¡Pedro!
Se giró al oír su voz, la vio y se le encogió el corazón. La sonrisa de Paula no era del todo sincera y eso le preocupó.
–Hola –respondió, acercándose.
Ella abrió los brazos.
–Hace un día precioso.
–Ahora todavía mejor –le dijo él, abrazándola.
Sus cuerpos, tan distintos, encajaban a la perfección. Él la besó en las mejillas y después, porque quería más y no le importaba que pudiesen verlos, le robó otro beso de los labios. Paula sonrió.
–Eh, que tengo una reputación que mantener.
–Lo sé –le dijo él, agarrándola del brazo y echando a andar–. ¿Qué tal han ido tus clases hoy?
–Están empezando a gustarme. Casi tanto como bailar.
–Debes de tener un talento natural.
–Qué va, ni mucho menos. Es solo que me encanta bailar, lo mismo que a ellas.
Un grupo de niñas corrió por el césped y se arremolinó entorno a Paula dando saltos y riendo.
–¿Adónde vas?
–¿Vas a volver mañana?
–Sí, por favor, vuelve mañana.
Y luego salieron todas corriendo.
–Ves como tienes un talento natural –insistió él–. Y con nuestra pequeña lo vas a hacer igual.
Se dirigieron al coche y Pedro sintió que Paula dudaba.
–Ya está todo organizado para el fin de semana. De aquí iremos al aeropuerto y aterrizaremos en Roma sobre las once. Mi madre llegará a medianoche, así que no la verás hasta mañana. La ceremonia será a las once…
Se detuvo y la miró por encima del capó del coche, pero Ruby llevaba las gafas de sol puesta y no pudo verla bien.
–También he hablado con Augusto. Nos esperan el viernes que viene.
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