Se dió la media vuelta.
–Teniendo en cuenta que tus acciones están fuera de control, te veo muy tranquilo. Aunque estás acostumbrado a las malas noticias porque eres el causante de muchas de ellas.
–¿Has venido hasta aquí a decirme que estoy demasiado tranquilo? Muchas gracias. Tú también tienes buen aspecto. Estás muy guapo. Tu padre estaría orgulloso.
Carlos habló en italiano, el mismo idioma en el que le había hablado su padre. Pedro hizo caso omiso.
–Nueva York ha cerrado con una bajada del diez por ciento en tus acciones y Londres acaba de abrir. Tokio lo hará dentro de un rato. Tus inversores te han abandonado. Estás terminado. Apuesto a que al final del día no vas a estar tan tranquilo.
Carlos se limitó a encogerse de hombros.
–Sigo pensando que estás perdiendo el tiempo. Aunque me alegro de verte aquí. Me recuerdas mucho a Enrique.
–Mi padre te quería, Carlos. Te quería y mira lo que le hiciste.
Pedro no había sabido lo que le iba a decir, solo que necesitaba verlo y hablar con él, pero al ver la sorpresa en el rostro de Carlos supo que había dado en el clavo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y lo vió tragar saliva con dificultad.
–Te quería. Y también nos quería a mi madre… Y a mí. Era un buen hombre que solo quería lo mejor para todos nosotros.
–No has venido aquí a decirme eso. ¿Por qué no me dices lo que has venido a decirme en realidad?
–¿Que te odio? ¿Qué conseguiría con eso? Odiarte sacó una cara de mi padre que yo nunca quise creer que hubiese tenido, pero estaba allí, y tal vez alguna vez tuvieron algo bonito, pero se convirtió en enfermizo y vergonzoso, y tú tendrás que vivir con eso para siempre.
–Enrique fue un cobarde…
–Era mi padre –espetó Pedro, lanzándose hacia él y agarrándolo por la solapa de la chaqueta.
–Y voy a educar a mis hijos para que respeten su memoria.
Carlos era el cobarde. Había miedo en su mirada. Pedro lo soltó.
–Dudo que tú encuentres a nadie que respete la tuya.
A las once en punto de la mañana Paula salió de su habitación al pasillo y sintió pánico.
–Ve hasta las escaleras y espera allí –le susurró Ana, que estaba radiante con un vestido de encaje verde largo hasta las rodillas.
Paula miró a su suegra y madrina, ya que así la estaba empezando a considerar, y su fuerza la ayudó a avanzar hacia las escaleras. Bajó la vista a los zapatos de satén color crema. Delante de ella, un espejo mostraba una imagen a la que todavía no se había podido acostumbrar. El vestido, del famoso diseñador Giorgos, que era buen amigo de Pedro, le sentaba como un guante. No tenía mangas y tenía un escote en V que dejaba insinuar su escote. El corte imperio se abría en una falda con forma de tulipán que terminaba a media pantorrilla. Era sencillo, pero perfecto. Llevaba el pelo recogido y una tirara de perlas para sujetarlo. La tiara era el objeto antiguo, ya que todas las novias de la familia Rossini la habían llevado en su boda y Ana se la había puesto con mucho cuidado. La ropa interior era azul, de seda y encaje, y el objeto prestado, los pendientes de perla de Ana. Las medias eran nuevas, con liguero, y ya estaba deseando que llegase el momento en el que Pedro se las iba a quitar. Sujetó con fuerza el ramillete de orquídeas y se quedó en lo alto de las escaleras, esperando a que Ana se pusiese a su lado. Entonces un terceto de cuerda empezó a tocar una de sus piezas favoritas de Bach, y ambas empezaron a bajar. Al llegar abajo atravesó el pasillo para llegar a la habitación en la que la estaba esperando Pedro. Éste iba vestido con un traje gris claro, camisa color crema, como su vestido, y sin corbata, pero con una rosa blanca en la solapa. Sus ojos marrones brillaron al verla y le dedicó una cariñosa sonrisa. A ella se le aceleró el corazón y le temblaron las rodillas. El nudo de la garganta se le hizo más grande y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Él la vió dudar y se acercó para sujetarla. «Mi preciosa Paula», pensó.
–Estás preciosa –dijo en voz alta.
Ella asintió y se puso a su lado para la ceremonia.
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