Ella se estaba abrochando el cinturón de seguridad con sumo cuidado. Él arrancó el coche y se dirigió al camino.
–Es perfecto, porque Carlos va a ir a verlo justo después.
Se giró hacia ella para ver su reacción, pero no hubo ninguna.
–Así que, aunque intente estropearlo todo, ya será demasiado tarde. Seremos la pareja de recién casados más enamorada y feliz de este lado de los Apeninos. Y no hay nada que a Augusto le guste más.
Volvió a mirarla, pero Paula tenía el rostro girado hacia la ventanilla. Tomó su mano, se la apretó.
–¿Estás bien?
–Sí, por supuesto. Es evidente que quiero volver al trabajo lo antes posible. Ahora que estoy otra vez activa, no quiero dejarlo por mucho tiempo.
–Lo comprendo –respondió él, clavando la vista en la carretera–. Todo habrá terminado en unos diez días. No es tanto tiempo, ¿No? Al fin y al cabo, es nuestra boda.
Siguieron en silencio, pero Pedro supo que Paula estaba pensando que no era una boda de verdad. Y él lo sabía. Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, que era un error. Pero quería hacerlo. Quería formar aquella familia. Quería a su hija y a la madre de esta. Y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlas. Aquello tenía que funcionar. Porque, si no funcionaba, el banco se hundiría y aquella mujer desaparecería de su vida y se casaría con otro. Y eso no podía pasar. Golpeó el volante con fuerza y Paula se giró a mirarlo, asustada.
–¿Qué ocurre?
–Lo siento –se disculpó, disgustado consigo mismo–. Paula, de verdad quiero que esto funcione.
–Lo sé.
–No, me refiero a que funcione de verdad. Para mí es lo más importante. Creo que no te lo he dicho nunca, pero no consigo sacármelo de la cabeza. El bebé y tú. El banco. Todo.
–No hay ningún motivo para que no sea así –le dijo ella en voz baja–. Has hecho todo lo que has podido.
Él supo que Paula se estaba sacrificando por él y por el bebé.
–Pero también tienes que saber que esto no durará siempre. Después ambos tendremos que continuar con nuestras vidas.
–Lo sé.
–Yo no te retendré, Paula. Quiero que seas feliz. Quiero que continúes con tu carrera, que el banco esté seguro y olvidarme de Carlos.
–Pero Carlos no va a desaparecer. Después de la fusión, tendrá todavía más motivos para odiarte.
Pedro frunció el ceño y sacudió la cabeza.
–No. Me dejará en paz. Y, en cualquier caso, lo que me importa es mi familia. Tengo que salvar al banco…
–Lo sé. Lo entiendo. Ojalá tú lo comprendieses también.
Pedro no comprendió su actitud. Estacionó el coche, apagó el motor y salió. Rodeó el coche para ayudarla a salir, pero ella ya estaba fuera.
–No pretendo que veas las cosas como las veo yo, Paula. Nadie puede entenderme.
Ella se giró a mirarlo.
–Eras jugador de rugby, Pedro. Solo te convertiste en banquero porque te viste obligado y no vas a sentirte libre hasta que tú quieras. Vas directo a chocar contra un muro que tú solo has levantado mientras que deberías estar yendo en dirección contraria.
Se quitó las gafas de sol y Pedro se dió cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
–No necesito que te cases conmigo. Puedo hacer esto sola. Sobreviviré, no te preocupes por mí.
–¿Qué estás diciendo? ¿Acaso te he dado la impresión de que no quería casarme contigo? Estás muy equivocada. No tengo elección. ¡No tenemos elección!
–Siempre hay elección –le respondió ella–, pero tú no puedes verlo.
Vieron aparecer un avión y tres azafatas uniformadas de azul marino y blanco pasaron por su lado con sus maletas de cabina. A Pedro le vibró el teléfono en el bolsillo. Lo sacó y descolgó.
–David –dijo–. ¿Qué ocurre?
–He pensado que querrías saber que tus acciones acaban de subir. Me han contado que el grupo Levinson ha terminado las negociaciones con Carlos y van a contactar con nosotros. Y no son los únicos. En estos momentos estás en muy buena posición para cerrar la negociación con Arturo. No obstante, tendrás que volver lo antes posible aquí. ¿Podríamos cenar estar noche? ¿Puedo ponerte reuniones para el lunes? Sé que querías tomarte unos días libres, pero todo está ocurriendo muy deprisa y no podemos permitirnos el lujo de que salga mal.
–Estupendo, por supuesto que puedo. Qué bien –dijo, clavando la vista en la espalda de Paula y en la cola de caballo que definía la perfecta simetría de su cuerpo.
Su postura era graciosa y orgullosa. Sonrió y dió su documentación al personal de tierra, luego lo miró a él. Había algo en su mirada que Pedro no lograba descifrar. E iba a casarse con ella. Iba a casarse con ella porque quería tenerla en su vida. Quería estar con ella. Le hacía sentir bien. Le hacía sentirse feliz y esperanzado, con motivos para vivir. Todo estaba saliendo bien. Iba a salir bien. Y él iba a ser padre. Y marido.
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