martes, 9 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 26

 –Tienes razón, sé que lo harás. Esto es cosa de dos. Solo necesito que me digas que no vas a desaparecer, que no vas a dejar que críe a este hijo sola.


Había pánico en su voz y miedo en su mirada, y Pedro se dió cuenta de que Paula debía de llevar semanas así, pero el hecho de que hubiese ido a contárselo en persona, en un momento tan delicado, le preocupó. Tenía que mantener el control de la situación si no quería volverse loco y si no quería que todo el mundo se enterase.


–Espera. Cada cosa a su tiempo. Todavía me estoy haciendo a la idea. Estoy a punto de cerrar el acuerdo del siglo y entonces llegas tú y me sueltas estaba bomba así, como si nada.


–¿Cómo si nada? Te recuerdo que yo acabo de volver a trabajar, para mí esto es un desastre. No puedo bailar… No puedo actuar. Voy a perderme la temporada de invierno y no sé qué va a pasar después, qué voy a hacer.


Levantó ambas manos y miró a su alrededor.


–Tenemos que sentarnos a hablar de todo esto tranquilamente, pero tenemos mucho tiempo para hacerlo…


–Yo nunca he querido tener hijos. Ni siquiera quería acostarme contigo. Y ahora resulta que estoy embarazada de tí. Es lo peor que podría haberme ocurrido en la vida.


–Paula, lo siento –le dijo él, intentando escoger sus palabras con cuidado–, pero ya no hay marcha atrás. Y sí que querías acostarte conmigo. No puedes echarme a mí toda la culpa de lo ocurrido.


–No puedo creerlo. No puedo creer que toda mi vida esté patas arriba por un estúpido error.


A Pedro no le gustó oír aquello, era la primera vez que una mujer se refería a él como un error.


–No es el fin del mundo –le respondió en tono frío–. Estás embarazada. De mí. Pero ahora me están esperando, tengo que trabajar. Cuando haya terminado, volveré y hablaremos del tema como adultos.


–No me trates con condescendencia. Ya sé que no se acaba el mundo por tener un hijo, pero tú prefieres marcharte y hablar de negocios a solucionar este tema.


A Pedro le vibró el teléfono en el bolsillo. La miró. Tenía los ojos almendrados llenos de lágrimas. Fuera se oía música y risas a través de las ventanas abiertas.


–Te apoyaré –le dijo–. Para mí la familia es lo más importante y voy a hacer lo correcto, te lo aseguro, pero ahora mismo tengo otros asuntos que atender…


El teléfono continuó vibrando. Debía de ser David… Lo sacó.


–¿Me has dicho la terraza oeste, Pedro…?


–Voy para allá.


Colgó y se guardó el teléfono.


–Tengo que bajar. Sé que es el peor momento, pero David vendrá y se asegurará de que estés cómoda. En cuanto yo termine, hablaremos y lo organizaremos todo. Dame un poco de tiempo.


–¿Acaso tengo elección?


–No.


Pedro no pudo volver a mirarla a la cara, pero sintió su mirada oscura clavada hasta el corazón mientras salía de la habitación. Enseguida se encontró con personas sonriendo, posando, con cámaras por todas partes. Avanzó entre ellas con una sonrisa en los labios, deteniéndose un instante a saludar a las personas que le hacían parar. Consiguió llegar a la terraza. Allí estaban. Rosario se había sentado en una silla, tenía una copa de champán en la mano y sonreía feliz. Augusto estaba de pie a su lado y ambos miraban hacia el puerto deportivo, por donde se estaba poniendo el sol.


–Ah, qué bien que han podido ver la maravillosa puesta de sol –comentó él–. Es la mejor noche del año, por el momento.


–Ciertamente… Una noche para hablar de amor, no de dinero –comentó Augusto–. ¿Dónde está la chica? Deberías estar disfrutando de este momento con ella, no con un par de viejos como nosotros.


Pedro se sintió culpable al oír aquello y pensó que Augusto no podía saber que había dejado a Paula abandonada en el piso de arriba. Tenía que ponerse a trabajar cuanto antes, aunque tenía la sensación de que la cosa no iba bien. Después de haber superado el escándalo de lady Tamara, tenía que enfrentarse a otra difícil situación. No podría aguantar mucho más y lo peor era que Carlos estaría esperando cualquier oportunidad para terminar de arruinar a su familia. Miró a su alrededor, observó los barcos que había en el puerto, a las parejas paseando por el jardín, la pista de baile llena de invitados, los coches que seguían yendo y viniendo. Todas aquellas personas solo tenían que preocuparse por pasarlo bien. Por un instante solo pudo ver el cielo despejado de su libertad y sintió celos. Él no había pedido nada de aquello. Ni el banco… Ni aquella vida. Nunca había podido elegir. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario