Él tardó unos segundos en responder.
–Siento oír eso –le respondió por fin–. Tenía que haberme dado cuenta de que no solo has tenido que asimilar que estabas embarazada, sino también todos los cambios físicos inherentes a ello. Tengo mucho que aprender.
Ella lo miró con cautela. Aquella no era la respuesta que había esperado.
–No te preocupes, los cambios físicos son solo para las mujeres. Tú no tienes nada que temer.
–De acuerdo, Paula –respondió él–. Ya sé que no soy quién va a sufrir el embarazo. Solo intentaba decirte que quiero estar contigo en esto y que, para poder hacerlo, necesito saber más del tema. Nada más.
–¿Quieres estar conmigo en esto?
Pedro le estaba diciendo las palabras correctas. La estaba mirando a los ojos y se estaba mostrando preocupado, pero…
–Sí, de aquí a mañana hablaremos del tema. ¿Por qué no empiezas? Debes de tener hambre. Y sé lo mucho que te gusta comer.
Ella levantó la campana que cubría su plato y descubrió media docena de deliciosas ostras.
–No puedo comerlas –le dijo–. No puedo beber vino ni comer queso ni muchas otras cosas. Y la nata me provoca náuseas, lo mismo que la salsa de soja.
Apartó el plato. Él dejó su servilleta, se levantó y rodeó la mesa para acercarse a ella.
–Ves, este es el tipo de cosas que tengo que aprender para poder cuidar de tí.
Le tendió las manos y ella le dió las suyas y permitió que la levantase de la silla como si se tratase de una estúpida marioneta. Sintió el calor de su cuerpo, la fuerza de sus músculos, la seguridad de su presencia y supo que su corazón estaba abierto a él.
–Ven. Te enseñaré el camarote y conseguiré comida que sí puedas comer.
Ella sintió su magnetismo, que la atraía de manera tan natural como una puesta de sol, lo mismo que la última vez, pero se dijo que no podía volver a caer. Tenía que mantener las distancias. Sabía que Pedro la estaba utilizando. Sacudió la cabeza, intentó rechazarlo, pero estaba cansada. Llevaba muchas horas levantada, sin parar, y no había dormido la noche anterior por culpa del estrés y la emoción. Bostezó.
–Ves, no se te ocurra discutir. Voy a tomar las riendas de la situación y tú te vas a ir a dormir.
–No voy a permitir que me den órdenes –balbució ella–. Voy a tomar mis propias decisiones y a…
Pero volvió a bostezar, agotada.
–Tomarás tus propias decisiones por la mañana, pero ahora mismo, no. Vamos.
La tomó en brazos y el calor y la fuerza de su cuerpo la dejaron sin voluntad. Permitió que la abrazase, apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos de su corazón. No levantó la cabeza para ver adónde la llevaba. Ni se preocupó por cómo iba a volver a casa. Se dejó llevar. Cuando Pedro abrió la puerta del camarote, Paula vió luces tenues, telas en tonos crema y rosa y madera lacada. No se resistió. Él la dejó encima de la cama y le bajó la cremallera del vestido. Y ella se lo permitió. Pedro apartó las sábanas y Paula se dejó envolver en ellas en ropa interior. Y supo, mientras se dormía, que había vuelto a caer y que el agujero en su coraza se iba haciendo cada vez más grande.
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