Los últimos azotes del Mistral golpearon los pinos, haciendo que las olas que golpeaban el borde de la costa se tiñesen de verde. Las cigarras se anunciaron incansables desde los matorrales y, en el aire, las gaviotas avisaron de lo que habían visto y advirtieron de lo que todavía estaba por llegar. Pedro, sentado en una tumbona de rayas, dejó los papeles y se levantó las gafas de sol un momento, buscando con la mirada un yate que estaba echando el ancla en la bahía. Vió a varias personas saltando al bote inflable que los llevaría a la costa. A tierra firme, a su refugio, a la exclusiva isla de St. Agnes, diez kilómetros cuadrados de tierra verde, vida salvaje y personas muy ricas. Su único hotel, al que solo se podía llegar en barco, era el lugar en el Paula había accedido a parar un poco para descansar. En esos momentos estaba tumbada a su lado, debajo de una sombrilla. Hacía años que no estaba allí, en el sitio en el que había pasado de niño las vacaciones. Miró la pequeña piscina en la que jugaban varios niños y a las pocas personas que tomaban el sol en el bordillo. Allí habían estado sus padres en el pasado, con Carlos y sus «Novias». Tomando martinis, fumando, riendo y divirtiéndose juntos. Una pareja glamurosa con sus glamurosos amigos, años antes de que todo aquello se derrumbase. Un camarero pasó con una bandeja de plata. Se detuvo a servir vino a una pareja mayor que había en la terraza, iban vestidos de manera informal y estaban comiendo. Más allá algo llamó su atención, dos mujeres muy bronceadas que habían estado mirándolo disimuladamente a él y que se sentaron de manera provocadora, en toples. Él apartó la vista y miró a Paula, cuyo gesto era de desprecio.
–¿Son amigas tuyas? –le preguntó, arqueando las cejas.
Luego frunció el ceño y se quitó el pareo rojo que la cubría, dejando al descubierto el modesto bikini que llevaba debajo. Tenía el vientre ligeramente redondeado y las piernas muy pálidas. Pedro se sintió orgulloso al verla.
–… Porque da la sensación de que les gustaría serlo.
Él sonrió y la observó mientras se ponía crema solar en los brazos. Después intentó hacer lo mismo con la espalda.
–Permíteme –le dijo él, tomando el bote de crema de sus manos–. No te pongas celosa. Ni conozco a esas mujeres, ni quiero conocerlas.
–No estoy celosa –replicó ella–. Solo ha sido un comentario. Les resultas interesante y te lo están haciendo saber.
–¿Sabes lo que es interesante? –le preguntó Pedro mientras se ponía crema en las manos y empezaba a extendérsela por los hombros–. Que tú estés celosa y no quieras admitirlo.
Ella se levantó la cola de caballo y no respondió, le permitió que le pusiese crema en la espalda hasta llegar al borde del bikini. Él estudió sus huesos delgados y su cuerpo musculado y le resultó una combinación embriagadora.
–Tienes una piel perfecta –le susurró al oído.
–Umm…
Él se inclinó más hacia ella y pasó las manos por su espina dorsal.
–Durante los próximos meses voy a tener todavía más.
–Pues mejor –le dijo él, dándole un beso en la mejilla y deteniéndose allí un instante para disfrutar de la sensación que le provocaba su pelo al rozarlo.
Le habría encantado quedarse así todavía más tiempo, pero estaban en el Hotel St. Agnes y ella ya había establecido sus límites. No obstante, Pedro pensó que traspasarlos iba a ser una tarea muy agradable. Se puso en pie y se quitó la camiseta. Por el momento, tendría que calmarse haciendo unos largos en la piscina. Se lanzó al agua y empezó a nadar, consciente de las voces apagadas de los niños que había a su alrededor. No había pensado que podría pasar tiempo disfrutando y descansando aquella semana. De hecho, solía tener mucho trabajo después del Cordon d’Or. Tenía que hablar con varios clientes importantes antes de reunirse con Augusto Arturo.
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