martes, 30 de agosto de 2022

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 4

Paula no apartó los ojos de la figura de Pedro Alfonso mientras se alejaba. Alto, de anchos hombros, con un cabello oscuro cuidadosamente cortado y ligeramente alborotado por la brisa, sin duda tendría que ser el sueño de cualquier mujer. Y el color de sus ojos al sonreír pasaba de un gris pizarra a un verde profundo, como el mar iluminado por el sol. Era un placer contemplarlo y ella lo había estado observando desde que había llegado con retraso a la recepción. También notó la calidez con que Gustavo lo había saludado. Sin embargo, aunque su cuerpo se encontraba allí, su espíritu vagaba por otros lados.


—Pau... —llamó una voz infantil. Nicolás, el hijo de tres años de su prima, se escurrió entre ella y la mesa redonda llevándose parte del mantel—. Escóndeme.


—¿De qué?


—De Juana. Dice que tengo que irme a la cama.


—¿Lo has pasado bien?


—Sí —murmuró con un bostezo.


Al ver que estaba medio dormido, Paula lo acomodó en sus rodillas con la esperanza de ver a Juana, el ama de llaves de Daniela.


—Verás, hiciste un buen trabajo en la ceremonia al cuidar de los anillos. Estoy muy orgullosa de tí.


El niño se acurrucó contra su cuerpo.


—Y no se me cayeron.


—No —contestó mientras lo abrazaba, pensando que desde la llegada de su hermanito, Nicolás había dejado de ser el centro de atención y entonces se había acercado más a ella.


Pedro subió por una rampa baja hasta llegar a una acogedora sala, suavemente iluminada por una sola lámpara. A la izquierda había un tablero de dibujo y un ordenador; en suma, un pequeño estudio junto a una ventana con vistas al jardín que cubría toda la pared. ¿Paula Chaves era artista? Sin embargo, ni en el tablero ni en las paredes adornadas con unos tejidos artesanales había nada que pudiera darle una pista. Aunque había algo desconcertante en la distribución de los muebles, pero en ese momento carecía de agudeza mental para descubrir de qué se trataba. Después de todo, estaba bajo los efectos del desfase horario tras el vuelo intercontinental y con el agobio de un exceso de desaprobación familiar durante el funeral.  No cabía duda de que mezclar whisky con la única copa de champán que había bebido en honor a la memoria de su tío no era lo más sensato, pero no sería la primera vez que hacía una tontería. A su derecha había un gran sofá orientado hacia el jardín y flanqueado por dos mesas, una llena de libros y la otra con los mandos de un pequeño televisor y un equipo de música. Resistió la tentación de acomodarse en el sofá con los ojos cerrados en ese ambiente tan acogedor. Así que vertió una pequeña cantidad de whisky en cada vaso y fue a la cocina en busca de agua mineral, que añadió a las bebidas antes de salir al jardín. De inmediato, percibió lo que debería haber notado desde el principio si no hubiera estado tan ensimismado en sus propios problemas. La rampa, en lugar de una escalera, debió haberlo alertado. La razón por la que Paula Chaves no bailaba no tenía nada que ver con el cansancio de sus obligaciones como madrina de la novia. La razón era que estaba sujeta a una silla de ruedas. Y el mantel que se había corrido de la mesa, había ocultado las ruedas de la vista de cualquier observador. Vaciló un instante, muy confundido al recordar que le había preguntado si bailaba claque. También había disfrutado del sentido del humor de la mujer, que indicaba una carencia total de autocompasión. Paula alzó la vista y lo sorprendió observándola. Entonces se limitó a hacer un pequeño gesto con la boca, como reconociendo la verdad de su condición.


Mi Destino Eres Tú: Capítulo 3

 —Bueno, para ser sincero yo tampoco sabría decirte cuál es el color de los suyos. Como te decía, hace mucho tiempo que no hemos coincidido en el mismo país.


—Su excusa fue que había dejado de mirarte a los ojos para concentrar la atención en las incontables mujeres que siempre te rodeaban. Aunque, si lo hubiera hecho, creo que bien podría comprender su dificultad.


—¿Por qué mis ojos son difíciles?


—No son difíciles, son cambiantes. A primera vista habría dicho que eran grises. Pero ahora no estoy tan segura. Bueno, ¿Una copa? Por favor, añade un poco de agua mineral a la mía.


—¿Y qué pasó con el padrino de bodas?


—¿Podrás creer que está casado? Con una pelirroja sensacional. ¿De qué sirve un padrino que no está disponible para satisfacer los caprichos de la madrina? No puedo creer que un hombre tan listo como Gustavo haya hecho tan mala elección.


—¡Espantoso! —exclamó, no del todo seguro de que ella estuviera bromeando. En ese momento, Pedro cambió de opinión. La mujer sí que estaba coqueteando con él, pero no lo hacía como el resto de las féminas. No sonreía ni batía las pestañas. No sabía exactamente qué hacía, pero había logrado captar toda su atención—. Ahora sí que voy a buscar esas copas. A menos que me ofrezca como sustituto.


—¿Del padrino de bodas?


—Sí, ya que te dejó plantada —dijo mientras recordaba que Guy se lo había pedido, pero él no pudo asegurarle que llegaría a tiempo a Londres.


—Señor Alfonso, ¿Intenta sugerir que podríamos desaparecer entre los arbustos y hacer el tonto un rato? —inquirió mirándolo con fijeza y una mueca de su boca generosa.


—Bueno, la verdad es que no me gusta precipitarme, señorita Chaves. Antes de quitarle la ropa, debo conocer a la chica. Y prefiero hacerlo en un ambiente cómodo.


—Pero eso no es divertido.


—Bueno, tampoco tengo que conocerla demasiado. ¿Una cena, un par de invitaciones a bailar, tal vez? Cuando ese obstáculo queda salvado y se llega a una mayor intimidad, me siento perfectamente dispuesto a dejarme llevar por el mal camino.


—Pero en un ambiente confortable. 


—Me gusta tomarme mi tiempo.


—¿Te gusta bailar? —preguntó con una sonrisa que a él le alegró el día.


Pedro tuvo la impresión que de alguna manera lo estaba sometiendo a un examen.


—Sí. Pero si tienes hambre podemos dejarlo e ir directamente a cenar.


—¿Y lo haces bien?


—¿Bailar?


—De eso estábamos hablando. Y sin falsas modestias, por favor. ¿Qué me dices de un tango?


—No puedo asegurarte que no vaya a darte un pisotón. Pero ponme una rosa de tallo largo entre los dientes y estoy dispuesto a intentarlo.


Paula rió de buena gana.


—Creo que es la mejor oferta que he recibido en mucho tiempo, pero no te asustes. Nada me va a sacar de esta silla durante el resto de la velada.


—Estás cansada. ¿Es muy duro el papel de madrina de una boda?


—No sabes cuánto. La organización de la fiesta no fue fácil y tuve que asegurarme de que la novia estuviera perfecta en su gran día.


Pedro siguió su mirada hacia la pareja de novios que, tomados del brazo, conversaba con unos amigos.


—Hiciste un trabajo estupendo. Gustavo es un tipo con suerte.


—La merece. Y Dani lo merece a él.


—¿Están muy unidas?


—Somos más hermanas que primas. Ambas somos hijas únicas de matrimonios mal avenidos.


—Si tuvieras una familia como la mía, pensarías que lo tuyo no fue tan malo, créeme. Bueno, iré a buscar ese whisky. 

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 2

 —¿Y tú?


—Todavía no lo tengo claro pero, ¿Cuántas personas, conscientes de su inminente final, se tomarían la molestia de disponer un funeral a lo grande para alegría de los amigos y escándalo de la familia? Como te digo, un suceso que dará que hablar durante años.


—A mí me parece muy bien.


—Tío Alberto dejó instrucciones para que todo el mundo se divirtiera.


En el velatorio no se sirvió más que excelente champán, salmón ahumado y caviar. Unas instrucciones que sus amigos se están tomando muy a pecho.


—¿Y por qué tú no? Eso es maravilloso.


—Quizá porque llevo luto por mi propia vida —comentó. Ella esperó. Era la perfecta interlocutora, consciente de su necesidad de hablar, aunque fuera con una desconocida como ella—. Verás, metafóricamente hablando, me han encargado poner todo en orden cuando se acabe la fiesta.


—¿De veras? ¿Eres abogado?


—No, banquero.


—Han hecho una elección acertada.


—No, si uno es el banquero en cuestión.


Ella hizo una mueca.


—Evidentemente se trata de algo más que pagar unas cuantas cajas de champán.


—Me temo que sí. Pero tienes razón, es de mala educación traer mis problemas a una boda. A decir verdad, mis intenciones eran hacer acto de presencia y brindar con la feliz pareja. Y como eso ya está hecho, debería llamar un taxi.


Pero no se movió.


—¿Crees que un whisky podría contribuir a aplacar tus fantasmas?


En ese momento, Pedro concluyó qué no había nada pardusco en sus ojos. Eran de un raro color, más ámbar que marrones, bordeados de espesas pestañas, y su boca era amplia, de labios abultados.


—Podría ser, sólo si bebes tú también —dijo al tiempo que miraba hacia el sector entoldado, y de inmediato deseó haberse callado la boca. Lo último que deseaba era abrirse paso entre los alegres invitados para llegar al bar. 


—No hace falta que libres una batalla entre la horda de bailarines. Cruzando ese ventanal encontrarás un frasco en la mesa junto al sofá — dijo mientras señalaba hacia la casa.


—¿No sería abusar de la hospitalidad de nuestro anfitrión? —preguntó mirándola con más detenimiento, y se sintió vagamente sorprendido al ver que ella sonreía.


—No pondrá objeciones. En este caso, la hospitalidad corre por mi cuenta. Vivo ahí, en el apartamento del jardín —dijo al tiempo que le tendía la mano—. Soy Paula Chaves, prima de la novia y su madrina de boda.


—Pedro Alfonso—saludó al tiempo que le estrechaba la mano que, aunque pequeña, respondió con firmeza.


—¿El pez gordo de la banca de Nueva York? Me preguntaba cómo serías cuando escribí las invitaciones.


—¿Tú las hiciste? —preguntó en tanto recordaba la exquisita escritura en letra caligrafiada que adornaba la tarjeta de invitación a la boda de Daniela y Gustavo Dymoke y la recepción que celebrarían en el jardín de la casa—. ¿No es tarea de la novia escribir las invitaciones?


—No tengo ni idea, pero la novia estaba muy atareada en esos días sufriendo todas las molestias de un parto.


—Ésa sí que es una excusa legítima. Hiciste un hermoso trabajo. Espero que te lo haya agradecido debidamente.


—La gratitud no cuenta aquí. ¿Eres amigo de Gustavo? ¿O ésta es una visita obligada para paliar un pésimo día?


—Nunca he dicho que sea una visita obligada. Dije que no era mi intención quedarme demasiado tiempo. Y en cuanto a la primera pregunta, somos amigos desde los tiempos de la universidad en que compartimos nuestro mutuo interés por la cerveza y las mujeres —afirmó, y de inmediato decidió no seguir por ahí—. Pero no nos veíamos desde hace años. Yo vivo en Nueva York, y Gustavo nunca permanecía estable en un lugar el tiempo suficiente como para alcanzar a saludarlo.


—Te aseguro que últimamente está muy hogareño.


—Basta mirar a su mujer para comprender la razón.


—Cuando escribí tu invitación le pregunté a Gustavo cómo eras y ni siquiera supo decirme cuál era el color de tus ojos. 

Mi Destino Eres Tú: Capítulo 1

Funerales y bodas. Pedro Alfonso los odiaba por igual. Al menos el primero lo había salvado de asistir a la parte más tediosa de la segunda. Y además, le proporcionaba una buena excusa para marcharse una vez cumplido su deber con uno de sus antiguos amigos. Mientras contemplaba con pesadumbre la copa casi intacta que sostenía en la mano, pensó que lo último que le apetecía era participar en un festejo.


—Estás pensando en que te atreverías con algo más fuerte, ¿Verdad?


Sólo en ese momento fue consciente de la presencia de la mujer que lo había arrancado de sus pensamientos. Era la única ocupante de una mesa en la terraza, todavía con los restos de un exquisito bufé. La única que no se encontraba en la pista de baile en el jardín, bajo el toldo. Por su mirada directa e imperturbable, Pedro tuvo la inquietante sensación de que hacía rato que lo observaba. No era el tipo de mujer que llamara la atención. Su colorido era indefinido, pardusco. Era demasiado delgada para ser hermosa, y su técnica para ligar, demasiado trillada como para atraer su interés. Sin embargo, sus rasgos eran marcados y sus ojos brillaban de inteligencia; y fue algo más que la cortesía lo que le impidió dejar el vaso y marcharse de allí.


—¿Y después de tu número le regalas al público un baile de claque?


Ella alzó las cejas, sin sonreír.


—¿Bailar? —preguntó con seriedad.


—¿No actúas en un cabaret? Entonces, tal vez tu número consista en adivinar los pensamientos del público.


Al notar el mordiente sarcasmo de sus palabras, Pedro se culpó por no haberse marchado antes. No tenía por qué dejar caer su mal humor sobre los inocentes invitados que andaban por ahí. O que permanecían sentados, como ella.


—No se necesita ser adivina para darse cuenta de que no estás disfrutando de esta velada «Hasta-que-la-muerte-nos-separe» —la mujer devolvió el golpe sin alterarse, pero sin sonreír—. Has estado tanto rato con ese vaso en la mano que seguramente su contenido ya se ha calentado. De hecho, me atrevería a pensar que te sentirías más a gusto en un velatorio que celebrando la bendición de una boda.


—Definitivamente adivinas los pensamientos —observó al tiempo que colocaba el vaso en la mesa de ella—. Aunque tengo la sensación de que el velatorio que acabo de dejar hará que esta fiesta parezca bastante más sosegada.


Y entonces se sintió verdaderamente culpable. Primero, había sido grosero con la mujer, y al ver que permanecía inmutable, intentó molestarla, sin el menor éxito al parecer. Ella se limitó a ladear ligeramente la cabeza, un gesto semejante al de un pájaro curioso.


—¿Era un familiar? —inquirió con naturalidad, evitando el típico tono reverente en circunstancias tan penosas.


Esa naturalidad fue como un extraño respiro a la locura que se había apoderado de su vida durante la última semana, y por primera vez sintió que desaparecía parte de su tensión.


—Sí, mi loco y malvado tío Alberto, un primo lejano realmente, aunque mucho mayor que yo.


Ella apoyó la barbilla en las manos, con los codos sobre la mesa.


—¿De qué modo era loco y malvado?


—Del mismo modo en que lo era su homónimo, lord Byron.


—Comprendo.


Incluso a la tenue luz del atardecer de un día de verano, con una cuantas velas encendidas en la mesa redonda, y el reflejo de la iluminación que habían puesto en los árboles, su rostro no era suave ni poseía una belleza convencional, pero la fina piel cubría unos huesos elegantes. Pedro concluyó que la fuerza que emanaba de ella provenía de su interior. No, no estaba coqueteando con él. Sólo mostraba interés.


—Loco, malvado y peligroso. Una tentación para mujeres estúpidas. Así que, ¿El bullicioso funeral fue una expresión de alivio o la celebración de una vida vivida en plenitud? —preguntó, con la mayor seriedad.


Pedro se dió cuenta de que, aunque lo hubiera deseado, ya era demasiado tarde para marcharse, así que optó por sentarse frente a ella.


—Eso depende del punto de vista de cada cual. La familia se inclinó por lo primero y los amigos por lo último. 

Mi Destino Eres Tú: Sinopsis

A Paula Chaves la aterró darse cuenta de que se estaba enamorando del banquero neoyorquino Pedro Alfonso. Hacía tres años que un accidente la había dejado en silla de ruedas y Pedro era el hombre perfecto para romperle el corazón.


Pedro era compasivo, sexy y, lo más importante, la trataba como si fuera una mujer deseable. Pero haría falta un milagro para que Paula pusiera en peligro su corazón después de todo lo que había pasado. 

jueves, 25 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 49

 –Escribí esto el día que me dijiste que estabas embarazada. Y el día después de que nos conociéramos. Y muchos días más. Toma, lee.


Pedro lo abrió y se lo dió. Y ella leyó lo que había escrito.


"¡Qué noche! Arturo por fin va a caer en nuestras manos y he descubierto que me encanta el ballet… O, más bien, una bailarina de ballet… He conocido a una mujer y estoy casi enamorado. Es bella, sensible, sensual. En cuanto haya terminado con Arturo, la llamaré… Hacía siglos que no me sentía así. Tan vivo".


Pedro le quitó el diario y pasó varias páginas: "No consigo sacármela de la cabeza".


–Así que no puedes fingir que todo esto es falso. Es el comienzo de algo maravilloso.


Y la miró con más cariño del que nadie la había mirado jamás.


–Ahora dices eso, pero, de todos modos, vas a estar siempre de viaje.


Él negó con la cabeza.


–Tenemos que hablarlo, pero se ha terminado eso de pasarme la vida trabajando. No quiero terminar como mi padre, aunque aquello no fue solo por culpa del trabajo. Si Carlos no hubiese estado tan enamorado de él, nada de aquello habría ocurrido.


Ella lo miró boquiabierta.


–¿Estaba enamorado de él?


–Eran amantes. Yo me enteré después del funeral, pero por respeto a mi madre nunca se lo he contado a nadie.


Paula entendió de repente lo que ocurría. Carlos se había dejado llevar por los celos y Ana nunca le había contado a nadie que su marido era homosexual, pero debía de haber sufrido mucho.


–¿Quieres decir que aquello es lo que hizo que tu padre se refugiase en el alcohol?


–Quiero decir que mi padre estaba hecho un lío. Entregó toda su vida al banco y a su familia, pero en el fondo no era feliz y eso fue lo que lo mató. Carlos acaba de hacer pública su homosexualidad y por eso ha perdido varios clientes. 


–¿Cómo es posible que haya personas que todavía no lo acepten? Es ridículo. Después de todas las cosas que hizo mal, ahora lo están castigando por ser quién es.


–Sí y yo quiero salvar el banco, pero no con personas así, de modo que he tomado una decisión.


–¿Qué decisión?


–Que si Arturo quiere la fusión, muy bien. Y, si no la quiere, también. Porque yo voy a sacar el banco a bolsa y voy a poner a alguien al frente para que lo dirija. No voy a perder mi vida en él.


–¿Y qué vas a hacer entonces?


Él entrelazó sus dedos con los de ella. Sus alianzas brillaron bajo la luz del sol.


–Hay varias opciones, pero eso depende de tí. Vamos a tener un bebé. Uno de los dos va a tener que cuidarlo cuando el otro se marche a trabajar. Si tú quieres bailar, yo me quedaré en casa. Si tú quieres quedarte en casa, yo me iré a trabajar. Podemos vivir donde tú quieras, podemos elegir.


Ella lo miró y vió en su rostro un brillo nuevo. Había esperanza en su mirada.


–Me alegro mucho por tí, Pedro. Supongo que ha sido muy duro tomar esa decisión, pero me parece la mejor noticia del mundo.


–Me parece que todavía no lo has entendido bien, Paula. Hoy es el día más feliz de mi vida. Me has hecho el hombre más feliz del mundo. Y no me importa nada más.


–¿Me amas? –le preguntó ella.


–¿Que si te amo? Sí. Nunca había conocido a una mujer como tú. Eres fuerte y me has apoyado en todo, has estado dispuesta a sacrificarte por nuestra pequeña familia y jamás lo olvidaré.


Ella tragó saliva.


–Me pediste que fingiese que te amaba, pero no necesito fingir.


–Yo tampoco. Tenemos toda la vida por delante. Decidiremos lo que vamos a hacer pensando siempre en nuestra hija.


Paula asintió.


–Mi padre… –le dijo–. No te lo he contado, ni a tí ni a nadie, pero nunca lo conocí. Solo sé su nombre y donde nació. ¿Me ayudarás a encontrarlo?


Él la abrazó.


–Me alegro mucho de que me lo hayas contado. Lo encontraremos juntos. Y Ana te apoyará tanto como a mí.


Ella sonrió contra su pecho. Asintió. Y susurró unas palabras que por fin entendía.


–Los amantes no se encuentran en ningún lugar. Se encuentran el uno al otro todo el tiempo… 







FIN

Paternidad Inesperada: Capítulo 48

Intercambiaron votos y anillos y, a pesar de que no habían ensayado, Pedro habló con voz clara y segura. Y cuando por fin le puso la alianza, Paula la miró fijamente y pensó que era increíble que hubiese ocurrido de verdad. Entonces Pedro la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos. Y ella pensó que lo amaba con todo su corazón. Él la besó y ella le dijo con los labios que su corazón latía solo por él. Entonces Pedro se apartó, la miró con ternura y ella supo que por fin iba a escuchar las palabras que tanto había deseado oír.


–Gracias –dijo él–. Gracias por hacerme el hombre más feliz del mundo.


A ella le dió un vuelco el corazón y se obligó a sonreír. Si Pedro hubiese sentido algo por ella, aquel habría sido el momento de decírselo. Ana se acercó y todo empezó a girar a su alrededor, hubo felicitaciones y fotografías. Y ella siguió sonriendo y se dijo que así tendría que ser. Ella lo amaba y él era feliz. Pero lo más importante era que su hija iba a tener un padre. No obstante, a Paula seguía preocupándole la idea de no poder ser una buena madre. Se preguntó qué ocurriría cuando Pedro hubiese conseguido la fusión, cuando las mujeres volviesen a lanzarse a sus brazos. Le encantaban las mujeres. Y el sexo. Se había casado con ella, pero solo por obligación. No la amaba. Y su hija… ¿Y si ella no era capaz de querer a su hija? ¿Qué ocurriría entonces? Estuvo junto a su marido en la terraza que daba a la habitación en la que acaban de casarse y vio a lo lejos los tejados de Roma y el cieloprácticamente azul. Era un día perfecto para casarse.


–Ven, Paula, este es el día más feliz de mi vida. Eres mi esposa y vamos a tener un bebé. Vamos a ser felices. Tú vas a volver a bailar. Yo volveré a hacer deporte. No podemos pedir más.


La abrazó.


–Venga, cariño, quiero verte feliz.


Ella sonrió todo lo que pudo y rió.


–No podría ser más feliz. Estoy tan contenta como tú. Todo va ser estupendo.


Él cambió de gesto de repente. La miró a los ojos, sacudió la cabeza y se la llevó al interior. Cuando estuvieron a solas, le dijo:


–Sé que estás fingiendo, que no eres feliz. Supongo que ya estarás planeando cómo salir de aquí.


–No, no es cierto –mintió ella.


–Sí que lo es –la retó él–. Prométeme que no te marcharás, Paula. Quédate conmigo, por favor.


–Ahora me necesitas y no te voy a abandonar, pero no vas a necesitarme siempre.


–¿Qué estás diciendo? –le preguntó él–. Por supuesto que te voy a necesitar. Nuestro hijo nos va a necesitar a los dos. Tenemos una relación estupenda, somos completamente compatibles, acabamos de casarnos. Sé que cuando esto comenzó parecía una locura, pero yo ya no lo siento así.


–Venga ya, Pedro. Si no fuese por el bebé, no estaríamos aquí.


–¿Esto piensas? Ven. Quiero que leas esto.


Tomó su mano y se acercó a las estanterías llenas de libros. Allí había una colección de libros más delgados que los demás. Sacó uno de ellos.


–Son mis diarios. Escribo desde que era niño y este es el que estoy escribiendo en la actualidad.


Pasó las páginas, había dibujos y palabras. Miró a Paula y sonrió.


–Tú sales aquí –le dijo, llevándose el diario al pecho.


Salieron a la terraza y bajaron las escaleras que conducían al jardín. Se sentaron en un banco a la sombra y ella pensó que no podía haber un lugar más romántico.


–Nunca he dejado que los leyese nadie.


Ella lo miró y reconoció el libro que le había visto escribir en el barco. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 47

Se dió la media vuelta.


–Teniendo en cuenta que tus acciones están fuera de control, te veo muy tranquilo. Aunque estás acostumbrado a las malas noticias porque eres el causante de muchas de ellas.


–¿Has venido hasta aquí a decirme que estoy demasiado tranquilo? Muchas gracias. Tú también tienes buen aspecto. Estás muy guapo. Tu padre estaría orgulloso.


Carlos habló en italiano, el mismo idioma en el que le había hablado su padre. Pedro hizo caso omiso.


–Nueva York ha cerrado con una bajada del diez por ciento en tus acciones y Londres acaba de abrir. Tokio lo hará dentro de un rato. Tus inversores te han abandonado. Estás terminado. Apuesto a que al final del día no vas a estar tan tranquilo.


Carlos se limitó a encogerse de hombros.


–Sigo pensando que estás perdiendo el tiempo. Aunque me alegro de verte aquí. Me recuerdas mucho a Enrique.


–Mi padre te quería, Carlos. Te quería y mira lo que le hiciste.


Pedro no había sabido lo que le iba a decir, solo que necesitaba verlo y hablar con él, pero al ver la sorpresa en el rostro de Carlos supo que había dado en el clavo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y lo vió tragar saliva con dificultad.


–Te quería. Y también nos quería a mi madre… Y a mí. Era un buen hombre que solo quería lo mejor para todos nosotros.


–No has venido aquí a decirme eso. ¿Por qué no me dices lo que has venido a decirme en realidad?


–¿Que te odio? ¿Qué conseguiría con eso? Odiarte sacó una cara de mi padre que yo nunca quise creer que hubiese tenido, pero estaba allí, y tal vez alguna vez tuvieron algo bonito, pero se convirtió en enfermizo y vergonzoso, y tú tendrás que vivir con eso para siempre.


–Enrique fue un cobarde…


–Era mi padre –espetó Pedro, lanzándose hacia él y agarrándolo por la solapa de la chaqueta.


–Y voy a educar a mis hijos para que respeten su memoria.


Carlos era el cobarde. Había miedo en su mirada. Pedro lo soltó.


–Dudo que tú encuentres a nadie que respete la tuya. 





A las once en punto de la mañana Paula salió de su habitación al pasillo y sintió pánico.


–Ve hasta las escaleras y espera allí –le susurró Ana, que estaba radiante con un vestido de encaje verde largo hasta las rodillas.


Paula miró a su suegra y madrina, ya que así la estaba empezando a considerar, y su fuerza la ayudó a avanzar hacia las escaleras. Bajó la vista a los zapatos de satén color crema. Delante de ella, un espejo mostraba una imagen a la que todavía no se había podido acostumbrar. El vestido, del famoso diseñador Giorgos, que era buen amigo de Pedro, le sentaba como un guante. No tenía mangas y tenía un escote en V que dejaba insinuar su escote. El corte imperio se abría en una falda con forma de tulipán que terminaba a media pantorrilla. Era sencillo, pero perfecto. Llevaba el pelo recogido y una tirara de perlas para sujetarlo. La tiara era el objeto antiguo, ya que todas las novias de la familia Rossini la habían llevado en su boda y Ana se la había puesto con mucho cuidado. La ropa interior era azul, de seda y encaje, y el objeto prestado, los pendientes de perla de Ana. Las medias eran nuevas, con liguero, y ya estaba deseando que llegase el momento en el que Pedro se las iba a quitar. Sujetó con fuerza el ramillete de orquídeas y se quedó en lo alto de las escaleras, esperando a que Ana se pusiese a su lado. Entonces un terceto de cuerda empezó a tocar una de sus piezas favoritas de Bach, y ambas empezaron a bajar. Al llegar abajo atravesó el pasillo para llegar a la habitación en la que la estaba esperando Pedro. Éste iba vestido con un traje gris claro, camisa color crema, como su vestido, y sin corbata, pero con una rosa blanca en la solapa. Sus ojos marrones brillaron al verla y le dedicó una cariñosa sonrisa. A ella se le aceleró el corazón y le temblaron las rodillas. El nudo de la garganta se le hizo más grande y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Él la vió dudar y se acercó para sujetarla. «Mi preciosa Paula», pensó.


–Estás preciosa –dijo en voz alta.


Ella asintió y se puso a su lado para la ceremonia. 


Paternidad Inesperada: Capítulo 46

 –Bueno, hace unas semanas ninguna de las dos habríamos imaginado que estaríamos aquí, pero aquí estamos.


–Ana, quiero que sepas que yo no pretendía que ocurriese esto. Espero que no pienses…


–No, no lo pienso. Así que no sigas por ahí. Te conozco desde que eras una adolescente. Desde que el banco empezó a patrocinar a la compañía y yo empecé a ir a ver cómo bailaban y se esforzaban hasta el límite. Sé lo que la danza significa para tí.


Ana tomó su mano.


–Lo sé, Paula –añadió en voz baja–. Sé que tu madre se marchó. Y no pretendo entrometerme, pero todo el mundo necesita una madre y yo seré la tuya, siempre y cuando tú quieras.


Paula sintió que le ardía la garganta y le picaban los ojos. Apretó los labios y asintió.


–Gracias.


–Es un placer. Solo te pido que quieras a mis nietos y a mi hijo. No pienses que no te van a necesitar, porque te van a necesitar. Y nosotros tampoco te dejaremos a tí porque ahora somos tu familia.


Paula la miró fijamente. ¿Cómo sabía Ana todo aquello? ¿Cómo sabía que su mayor miedo en la vida era que la abandonaran? ¿Cómo podía decir todas aquellas palabras que ella no se atrevía ni a pensar? ¿Qué iba a hacer si todo salía mal? En tan solo diez días había pasado de estar aterrada con la idea de tener que criar a un hijo sola a estar aterrada con la idea de que Pedro se diese cuenta de que podía hacerlo todo sin ella.


–También sé –volvió a decir Ana, dando un sorbo a su té sin apartar la mirada de ella–, que si las cosas hubiesen sido distintas, el bebé, la fusión con Arturo, tal vez ahora no estaríamos aquí, pero Pedro te aprecia mucho, de eso estoy segura. Y lo que van a hacer hoy me demuestra que tú también lo aprecias a él.


Paula la miró, desesperada por contarle lo mucho que Pedro significaba para ella, cómo la hacía sentirse, cómo la comprendía, mejor que nadie en el mundo, cómo conseguía que se sintiese segura y fuerte a la hora de criar a su hija.


–Será un buen padre –comentó–. Haría cualquier cosa por el bebé.


–Exacto –le dijo Ana, sonriendo–. Eso mismo pienso yo también. 


Se tomaron el té en silencio y después Ana volvió a hablar.


–La familia es muy importante para nosotros. Tu hija, mi nieta, crecerá en el seno de una familia que se quiere. Y tú formas parte de esa familia, Paula.


Luego dejó el plato y la taza en la bandeja, dejó la bandeja en el suelo y la abrazó con fuerza. Y Paula sintió algo en lo más profundo de su corazón y le devolvió el abrazo, sellando una promesa y sabiendo que el arco iris había vuelto a salir en su vida.


–Ahora, vamos a ponerte todavía más guapa, si es que eso es posible.




La sede de Calvaneo Capital’s en Londres estaba en el décimo piso de uno de los edificios más altos del barrio financiero de Canary Wharf. El ascensor se movía deprisa y ya estaba lleno de personas vestidas de azul marino y gris, el uniforme de la elite financiera. Eran las ocho de la mañana. Tres horas antes de que Pedro hiciese sus votos matrimoniales en Roma. No tenía ganas de que nadie lo hiciese esperar. Bajó en el piso decimoquinto y se dirigió a la recepción. Destacaba del resto, como siempre, porque llevaba el pelo ligeramente largo, era más alto y más corpulento, pero aquel día no era su imagen lo que lo hacía distinto a los demás. La rosa blanca que llevaba en el ojal del traje de etiqueta hizo que todo el mundo arquease las cejas y sonriese al verlo pasar. Había llamado por teléfono antes de ir, había dejado un mensaje, así que no le sorprendió ver a Carlos avanzando hacia él por el pasillo. No obstante, se le aceleró el corazón y cerró los puños instintivamente.


–Pedro. Qué detalle por tu parte, venir a verme.


Él miró a Carlos, que, aunque tenía arrugas, se conservaba bien. Tenía el pelo cano repeinado hacia atrás y la chaqueta abrochada sobre un vientre que ya no era plano, sino redondo. Salvo por aquello, estaba igual que siempre.


–No he venido a charlar, Carlos. Como puedes ver, me voy a casar hoy mismo, así que no me puedo entretener.


Echó a andar y atravesó la puerta por la que lo había visto salir. Su nombre estaba escrito con letras doradas en el cristal, lo que le confirmó que era el despacho del Director General. Entró en él y miró a su alrededor. Era una habitación amplia, dispuesta para recibir y para hacer negocios, con muebles caros, objetos bonitos y fotografías de ricos y famosos, clientes y amigos, enmarcadas en plata. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 45

Todo estaba en silencio cuando Paula despertó por tercera vez, sola en la antigua cama, envuelta en finas sábanas de lino. Casi no había dormido, pero ya estaba amaneciendo. Alargó el brazo para ver qué hora era. Las seis. Faltaban cinco horas para la cuenta atrás. Cinco horas para que su vida cambiase de manera irrevocable, aunque ¿Acaso no había cambiado ya? ¿Acaso no había cambiado cuando se había puesto aquel vestido rojo, había abierto aquella cerveza y había compartido la vida del poeta Rumi durante aquel vuelo de Roma a Londres con el hombre más increíble del mundo? Ya no había marcha atrás porque había sido aquel momento en el que se había enamorado perdidamente de él. Nada ni nadie habrían podido convencerla para que se apartase de su camino. Un camino que solo la habría llevado hacia la soledad, pero que al menos había sido un camino seguro, con un destino final. En esos momentos el camino era pantanoso y el paisaje, cambiante, y eso hacía que se sintiese nerviosa y feliz, pero que tuviese miedo. Iba a casarse con él, iba a hacer lo que lady Tamara más había deseado en el mundo, pero no iban a casarse por amor. Se iban a casar por el bien de un bebé. Y de un banco. Recorrió el techo de la habitación con la mirada. El techo de la habitación que, desde entonces, iba a ser su habitación en Roma. En una casa que jamás habría podido permitirse como bailarina. Empezó a oír ruidos fuera, voces desconocidas que hablaban en un idioma desconocido. La noche anterior, cuando habían llegado a la casa, no habían visto a nadie. El vuelo había sido corto, pero la cena con los clientes de Pedro, muy larga. Deliciosa, pero larga. Y a pesar de que él le había pedido disculpas y le había dado las gracias por acompañarlo, al final de la noche ella se había sentido agotada. Pedro le había hecho el amor al llegar a casa y después se había marchado a otra habitación para mantener la tradición, como si su matrimonio fuese real. Como si ella fuese a ponerse algo nuevo, algo prestado y algo azul. Como si su padre fuese a acompañarla al altar, como si su madre fuese a llorar de la emoción. Como si fuesen a tener un final feliz. Cerró los ojos con fuerza, no le gustaba compadecerse de sí misma. Pero estaba en Roma, tenía más dinero y comodidades que en toda su vida. Trabajaría, descansaría, tendría al bebé y después volvería al trabajo, a bailar. Lo único que no conseguiría sería que Pedro la amase. Ni que se quisiese a sí mismo. Oyó otro ruido, más cerca de la puerta.


–Prendo che. Yo lo llevaré.


Paula intentó escuchar lo que decían y le pareció la voz de Ana Alfonso. Entonces se abrió la puerta y apareció esta con una bandeja en las manos. Se sentó muy recta, sorprendida por su aparición. Había sabido que tendría que ver a su futura suegra en algún momento, pero… ¿Tan temprano? ¿Allí?


–¡Buenos días, Paula! –la saludó Ana dejando la bandeja y abriendo las cortinas–. ¿Has dormido bien?


Ella apartó las sábanas e intentó levantarse de la cama.


–No, no, quédate donde estás. Tienes que desayunar en la cama.


Ana Alfonso volvió a recoger la bandeja y se acercó a la cama. Tenía la piel dorada por el sol de África y los ojos muy brillantes. Paula la observó con cautela. No sabía si iba a odiarla por haber atrapado a su querido hijo, si sería con ella fría o condescendiente, o si volvería a ser la misma Ana de siempre. Ésta dejó la bandeja y se sentó a su lado en la cama sin dejar de mirarla.


–Es el día de tu boda y estoy aquí para cuidar de tí, pero antes, tenemos que hablar.


Sirvió té de una tetera de plata en dos tazas.


–¿Quieres leche? –le preguntó.


Paula asintió, se sentó todavía más recta, tomó la taza, se aclaró la garganta y dijo:


–Gracias. 

martes, 23 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 44

Ella se estaba abrochando el cinturón de seguridad con sumo cuidado. Él arrancó el coche y se dirigió al camino.


–Es perfecto, porque Carlos va a ir a verlo justo después.


Se giró hacia ella para ver su reacción, pero no hubo ninguna.


–Así que, aunque intente estropearlo todo, ya será demasiado tarde. Seremos la pareja de recién casados más enamorada y feliz de este lado de los Apeninos. Y no hay nada que a Augusto le guste más.


Volvió a mirarla, pero Paula tenía el rostro girado hacia la ventanilla. Tomó su mano, se la apretó.


–¿Estás bien?


–Sí, por supuesto. Es evidente que quiero volver al trabajo lo antes posible. Ahora que estoy otra vez activa, no quiero dejarlo por mucho tiempo.


–Lo comprendo –respondió él, clavando la vista en la carretera–. Todo habrá terminado en unos diez días. No es tanto tiempo, ¿No? Al fin y al cabo, es nuestra boda.


Siguieron en silencio, pero Pedro supo que Paula estaba pensando que no era una boda de verdad. Y él lo sabía. Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, que era un error. Pero quería hacerlo. Quería formar aquella familia. Quería a su hija y a la madre de esta. Y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlas. Aquello tenía que funcionar. Porque, si no funcionaba, el banco se hundiría y aquella mujer desaparecería de su vida y se casaría con otro. Y eso no podía pasar. Golpeó el volante con fuerza y Paula se giró a mirarlo, asustada.


–¿Qué ocurre?


–Lo siento –se disculpó, disgustado consigo mismo–. Paula, de verdad quiero que esto funcione.


–Lo sé.


–No, me refiero a que funcione de verdad. Para mí es lo más importante. Creo que no te lo he dicho nunca, pero no consigo sacármelo de la cabeza. El bebé y tú. El banco. Todo.


–No hay ningún motivo para que no sea así –le dijo ella en voz baja–. Has hecho todo lo que has podido.


Él supo que Paula se estaba sacrificando por él y por el bebé.


–Pero también tienes que saber que esto no durará siempre. Después ambos tendremos que continuar con nuestras vidas.


–Lo sé.


–Yo no te retendré, Paula. Quiero que seas feliz. Quiero que continúes con tu carrera, que el banco esté seguro y olvidarme de Carlos.


–Pero Carlos no va a desaparecer. Después de la fusión, tendrá todavía más motivos para odiarte.


Pedro frunció el ceño y sacudió la cabeza.


–No. Me dejará en paz. Y, en cualquier caso, lo que me importa es mi familia. Tengo que salvar al banco…


–Lo sé. Lo entiendo. Ojalá tú lo comprendieses también.


Pedro no comprendió su actitud. Estacionó el coche, apagó el motor y salió. Rodeó el coche para ayudarla a salir, pero ella ya estaba fuera.


–No pretendo que veas las cosas como las veo yo, Paula. Nadie puede entenderme.


Ella se giró a mirarlo.


–Eras jugador de rugby, Pedro. Solo te convertiste en banquero porque te viste obligado y no vas a sentirte libre hasta que tú quieras. Vas directo a chocar contra un muro que tú solo has levantado mientras que deberías estar yendo en dirección contraria.


Se quitó las gafas de sol y Pedro se dió cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.


–No necesito que te cases conmigo. Puedo hacer esto sola. Sobreviviré, no te preocupes por mí.


–¿Qué estás diciendo? ¿Acaso te he dado la impresión de que no quería casarme contigo? Estás muy equivocada. No tengo elección. ¡No tenemos elección!


–Siempre hay elección –le respondió ella–, pero tú no puedes verlo.


Vieron aparecer un avión y tres azafatas uniformadas de azul marino y blanco pasaron por su lado con sus maletas de cabina. A Pedro le vibró el teléfono en el bolsillo. Lo sacó y descolgó. 


–David –dijo–. ¿Qué ocurre?


–He pensado que querrías saber que tus acciones acaban de subir. Me han contado que el grupo Levinson ha terminado las negociaciones con Carlos y van a contactar con nosotros. Y no son los únicos. En estos momentos estás en muy buena posición para cerrar la negociación con Arturo. No obstante, tendrás que volver lo antes posible aquí. ¿Podríamos cenar estar noche? ¿Puedo ponerte reuniones para el lunes? Sé que querías tomarte unos días libres, pero todo está ocurriendo muy deprisa y no podemos permitirnos el lujo de que salga mal.


–Estupendo, por supuesto que puedo. Qué bien –dijo, clavando la vista en la espalda de Paula y en la cola de caballo que definía la perfecta simetría de su cuerpo.


Su postura era graciosa y orgullosa. Sonrió y dió su documentación al personal de tierra, luego lo miró a él. Había algo en su mirada que Pedro no lograba descifrar. E iba a casarse con ella. Iba a casarse con ella porque quería tenerla en su vida. Quería estar con ella. Le hacía sentir bien. Le hacía sentirse feliz y esperanzado, con motivos para vivir. Todo estaba saliendo bien. Iba a salir bien. Y él iba a ser padre. Y marido. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 43

Pedro bajó la ventanilla del coche y después apagó el motor. Notó el aire caliente y húmedo en el rostro, se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa. Seguía odiando vestir de traje. Lo había odiado siempre. Y había evitado llevarlo hasta el día del funeral de su padre. Salió y estiró las piernas. El viaje desde Londres había sido tranquilo y le apetecía darse un paseo por el lago y después ir hasta la casa en la que el British Ballet tenía su escuela de verano. Y ver a su bella futura esposa, que estaría esperándolo allí. Tomó la chaqueta del asiento trasero, se la puso y empezó a andar hacia el camino del lago. Un grupo de chicas pasó por su lado. Llevaban el pelo recogido y eran delgadas. Y él se imaginó a su hija igual. Había pensado que se quedaría soltero. Hasta que había acompañado a Paula al ginecólogo y había visto la ecografía. Él había insistido en que se la hiciese nada más volver de la isla de St. Agnes. Había pensado que aquello los uniría más, pero se había equivocado. Había pensado que ella accedería a mudarse con él inmediatamente después, pero habían pasado tres días y todavía no habían llegado a un acuerdo. Paula quería seguir siendo independiente, quería vivir en su piso hasta que se casasen, aunque solo faltasen dos días para aquello. Así que lo único que podía hacer Pedro era esperar. Y hacer planes. Y rezar porque todo saliese bien porque no tendría otra oportunidad. Desde allí irían directos al aeropuerto y después se casarían en Roma. Habría muy pocos invitados. Sus mejores amigos, su madre y David. Paula no había querido invitar a nadie y él no había podido convencerla de lo contrario. Tenía con sus padres una relación extraña, pero él no era quién para juzgar. Siempre y cuando Paula y el bebé estuviesen bien. Apartó la mirada del lago cuando otro grupo de jóvenes pasó por su lado y entonces…


–¡Pedro!


Se giró al oír su voz, la vio y se le encogió el corazón. La sonrisa de Paula no era del todo sincera y eso le preocupó.


–Hola –respondió, acercándose.


Ella abrió los brazos.


–Hace un día precioso.


–Ahora todavía mejor –le dijo él, abrazándola.


Sus cuerpos, tan distintos, encajaban a la perfección. Él la besó en las mejillas y después, porque quería más y no le importaba que pudiesen verlos, le robó otro beso de los labios. Paula sonrió.


–Eh, que tengo una reputación que mantener.


–Lo sé –le dijo él, agarrándola del brazo y echando a andar–. ¿Qué tal han ido tus clases hoy?


–Están empezando a gustarme. Casi tanto como bailar.


–Debes de tener un talento natural.


–Qué va, ni mucho menos. Es solo que me encanta bailar, lo mismo que a ellas.


Un grupo de niñas corrió por el césped y se arremolinó entorno a Paula dando saltos y riendo.


–¿Adónde vas?


–¿Vas a volver mañana?


–Sí, por favor, vuelve mañana.


Y luego salieron todas corriendo.


–Ves como tienes un talento natural –insistió él–. Y con nuestra pequeña lo vas a hacer igual.


Se dirigieron al coche y Pedro sintió que Paula dudaba.


–Ya está todo organizado para el fin de semana. De aquí iremos al aeropuerto y aterrizaremos en Roma sobre las once. Mi madre llegará a medianoche, así que no la verás hasta mañana. La ceremonia será a las once…


Se detuvo y la miró por encima del capó del coche, pero Ruby llevaba las gafas de sol puesta y no pudo verla bien.


–También he hablado con Augusto. Nos esperan el viernes que viene. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 42

Ella sacudió la cabeza con incredulidad.


–Sé que te estoy pidiendo que confíes en mí…


–No sé qué decir. Voy a necesitar tiempo para pensarlo.


–No tenemos tiempo.


–Pero ¿Cómo iba a funcionar? No es que vaya a decirte que sí, pero…


Él apoyó una rodilla en el suelo y alargó los brazos.


–Lo tengo todo pensado. Es perfecto. Podríamos casarnos en un par de días. Sería una boda íntima. Filtraríamos una fotografía y después nos marcharíamos de luna de miel. Luego iríamos a casa de Arturo y tú lo conquistarías, despejarías todas sus dudas.


–Pero… Casarnos… Es demasiado. No son cosas que puedan fingirse. ¿Qué pasaría después? ¿Volveríamos a Londres y tú volverías al trabajo? No podríamos continuar guardando el secreto.


–Eso ya no me preocupa. Haremos lo que tú quieras. Este es el momento más importante de mi vida profesional, necesito asegurar la continuidad del banco, por nuestro hijo y también para los que tenga él.


Aquello estaba yendo demasiado deprisa. Paula necesitaba reflexionar. No podía tomar una decisión equivocada. Sería la decisión más importante de su vida.


–Pero seguro que hay otras maneras de hacerlo y… Además, tal vez nuestro hijo no quiera ser banquero.


Él la miró como si estuviera completamente loca, como si estuviese hablándole en otro idioma, y ella se dió cuenta de que Pedro no entendía nada que no fuese su modo de vida. Y quería que ella viviese así también. Paula pensó en cuánto había luchado por seguir su propio camino y se negó a cambiar de rumbo.


–Pedro, tal vez… Tal vez deberíamos dejar esto en manos del destino. Tú llevas mucho tiempo esforzándote, pero…


–No puedo dejar esto en manos del destino. Tengo que intentarlo todo y… el embarazo… Pensé que era un desastre, pero ahora opino que tal vez sea lo mejor que nos ha podido pasar a los dos.


–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella.


–Quiero decir que esta responsabilidad añadida ha hecho que persiga mi objetivo todavía más. Pensé que mi padre viviría otros treinta años. Sabía que algún día me tocaría tomar las riendas, eso siempre había estado ahí, pero lo veía muy, muy lejos. Incluso cuando falleció me costó aceptar que mi vida iba a ser esta, pero tú… El bebé. Sé cómo tiene que ser mi mundo. Tengo que hacer que esto funcione. ¿No lo ves?


Ella abrió la boca, pero Pedro sacudió la cabeza y se alejó. Allí, junto a la ventana del restaurante, Paula pensó que parecía muy solo. Se preguntó si podía alejarse de él. Ambos se necesitaban. Tal vez ella lo necesitase todavía más que él a ella, pero todo aquello le parecía demasiado. Intentó tomar una decisión, pero su corazón ya lo tenía claro. Aunque supiese que le iba a ser casi imposible no enamorarse de él porque ya era demasiado tarde…


–¿Qué es exactamente lo que necesitas que haga cuando vayamos a ver a Arturo?


Él se giró y, de repente, parecía invencible.


–Necesito que hagas como si me amases.


Ella sintió que se le encogía el corazón, notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se mordió el labio inferior e intentó que no le temblase la barbilla. Bajó la mirada al suelo para no perder la compostura, furiosa con su propia debilidad. Él no pareció darse cuenta de nada. Se acercó.


–No tiene que ser verdad, Paula. No te estoy pidiendo que me lo des todo. Cuando viniste a verme querías que te asegurase que iba a apoyarte. Y ahora estoy preparado para darte mi palabra. Te daré mucho más de lo que querías.


–En mi vida solo he querido una cosa –le dijo ella–. Mi carrera. Y sigo queriéndola. No estás pensando en mis necesidades.


Pedro sacudió la cabeza y se puso justo delante de ella.


–Paula, puedes tenerlo todo. Todo. ¿No quieres casarte conmigo?


–No te he dicho que no, pero ¿Tiene que ser así? ¿Tenemos que casarnos para convencer a Arturo de que eres la persona adecuada para esa fusión? Muchas parejas tienen hijos y no viven juntas.


–Es un hombre muy religioso, no concibe que se pueda criar a un hijo fuera del matrimonio.


–Pero sería mentira… ¿No es eso peor?


–¿Darle a tu hijo estabilidad sería peor? Firmaríamos un contrato prenupcial. Tú tendrías una casa, un coche y una pensión. Y en cuanto yo hubiese firmado la fusión, decidiríamos qué hacer después.


Su voz era fría, profesional. No había en ella ni rastro de amor, amabilidad o cariño. Su corazón le pertenecía al banco, nada más.  Ella pensó que el dinero no lo compraba todo, no podía comprar el amor. Y en esos momentos ella quería más. Quería el amor de Pedro. Quería amar y ser amada. Casarse con él, vivir con él, tener hijos con él. Bailar. Y, tal vez, solo tal vez, ser una buena madre… Quería saber lo que era sentirse amada. No por su sonrisa, por su pelo largo y moreno, ni por su cuerpo. Sino por lo que era. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 41

 –Yo no supe cuánto hasta que murió. Podía pasar semanas e incluso meses sin beber, pero cuando probaba el alcohol ya no podía parar. Era como si tuviese un demonio dentro, que le hacía beber hasta no poder más.


–Tu pobre madre… –fue lo único que pudo decir ella, pensando en la señora Alfonso de joven.


Él asintió al oír aquello.


–Mi madre no podía hacer nada cuando se ponía así. Mi padre intentó luchar contra aquello. Fue a una clínica de rehabilitación. Tres veces. Era un luchador, lo mismo que yo –comentó, mirándola un momento.


Ella no supo cómo reaccionar ni qué decir. No supo si lo que pretendía Pedro era tranquilizarla, o todo lo contrario.


–Pero el banco empezó a ir mal y empezó a perder clientes. Él al principio no sabía por qué, y aguantó durante meses…


El gesto de Pedro cambió, se entristeció. Bajó la cabeza. Era como si alguien le estuviese aplastando el corazón. Y ver a un hombre tan fuerte y viril así… Paula alargó la mano por encima de la mesa y tomó la suya. Él la miró con sorpresa.


–Tú no eres así –le dijo–. ¿Verdad?


–No, no soy así –le respondió él, apartando la mirada y mirándolo a los ojos–. Y no voy a arriesgarme a que me ocurra. Si yo me hundo, todo se hunde. Banca Casa di Alfonso tiene doscientos años y todavía estamos intentando recuperarnos del sabotaje que sufrió hace tantos años.


–Yo pensé que el banco iba muy bien. Tienen… Avión, barco y… ¿Quieres decir que no son… ricos?


A Paula no le gustó cómo sonaba aquello, pero había tenido que preguntarlo.


–Soy muy rico y pretendo seguir siéndolo –le dijo él–. Tengo responsabilidades. Además de este bebé, están mi madre y las personas que trabajan para mí. Hay una fusión encima de la mesa y no puedo permitir que nada la trunque.


–No lo dudo –le dijo ella–, pero ¿Qué podría ir mal? ¿Estás queriendo decir que el bebé podría estropear esa fusión?


–Ya has visto las fotografías que ha publicado la prensa recientemente. Fotografías en las que aparezco con otras mujeres, fotografías que son de hace diez años. Eso es porque hay alguien que quiere desacreditarme y manchar mi imagen. Si se enteran de tu embarazo, intentarán sacar más trapos sucios. Y Arturo es muy antiguo y no va a querer hacer negocios con alguien así.


–¿Y quién está detrás de eso?


Pedro sacudió la cabeza.


–Es una historia muy larga. Se llama Carlos Calvaneo. Era socio de mi padre.


Agarró la copa con fuerza y la miró fijamente.


–Voy a necesitar tu ayuda, Paula.


–¿Cómo voy a ayudarte yo?


–Tengo que gestionar la fusión con guantes de seda. Ya he tenido una primera reunión y va a haber otra próximamente. Si todo va bien, habrá más en los próximos meses.


Ella lo miró a los ojos e intentó leer su expresión.


–Arturo ya te ha visto conmigo –continuó Pedro–, y en cuanto se sepa que estás embarazada todo podría estropearse.


–No te sigo. ¿Podrías ser más claro?


–Necesito que Arturo me vea como a un hombre serio para que pueda confiar en mí. No puedo ser de los que dejan a una mujer embarazada y no hacen lo correcto. Le importa tanto su banco como a mí Casa di Alfonso. O más. Es el hijo que no ha tenido nunca.


El restaurante se había quedado completamente vacío. Solo quedaban ellos. Pedro siguió los movimientos del camarero con la mirada y después volvió a mirarla a ella.


–Quiero que piense que lo nuestro es algo más que una aventura. Quiero que piense que tenemos un compromiso, que vamos a formar una familia.


–¿Qué… Qué quieres decir?


–Que estamos completamente comprometidos el uno con el otro, quevamos a casarnos.


–¿Casarnos? –balbució ella.


–Sé que lo que te estoy pidiendo es demasiado porque casi no nos conocemos, pero estás esperando un hijo mío y de mí dependen muchas vidas. La fusión devolverá la estabilidad al banco y nadie tendrá que volver a preocuparse por el dinero.


Pedro se había puesto en pie y se estaba inclinando hacia ella.


–No se trata solo de mi futuro, sino también del futuro del niño. 

jueves, 18 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 40

 -Este lugar es increíble. No tenía ni idea de que existían estas pequeñas islas. ¿Cómo las descubriste tú? –le preguntó Paula antes de meterse un bocado de deliciosa ensalada en la boca.


Era la hora de la cena y estaba muerta de hambre. Habían hecho el amor toda la tarde y después habían dormido un rato, hasta la puesta de sol. Solo sabía que se deseaban el uno al otro. Ella no podía desearlo más y, aunque su mente estuviese empezando a advertirle que tuviese cuidado, ella no la quería escuchar. Todavía no. Miró a Pedro, que estaba sentado al otro lado de la mesa, perdido en aquel mundo en el que desaparecía tan a menudo. Tenía el pelo retirado del rostro y el ceño fruncido. Se había puesto una camisa blanca sin cuello, que contrastaba con su pecho moreno, y Paula pensó que estaba más guapo que nunca.


–Solíamos navegar por aquí cuando yo era niño, con mis padres.


–¿Hay algún deporte que no practiques? –le preguntó ella, arrepintiéndose al instante.


Pedro se había puesto serio de repente, era como si se estuviese preparando para decirle algo, y Paula todavía no se sentía preparada para escucharlo. Aunque después de aquel día se separasen, se verían obligados a estar juntos muchas veces en el futuro. ¿Qué clase de relación tendrían? ¿Seguirían teniendo sexo para después marcharse cada uno por su lado? ¿O cortaría él por lo sano para no volver a verla jamás? A pesar de que se le había hecho un nudo en el estómago de repente, ella se obligó a sonreír. Tenían que hablar seriamente. Llevaba posponiendo el momento desde esa mañana, pero no quería estropear el ambiente todavía.


–Nadas, juegas al rugby, boxeas…


Él la estaba mirando fijamente. Arqueó una ceja.


–No sé bailar ballet –le respondió.


Paula sonrió.


–Nuestro hijo sabrá. Sobre todo, si es chico. Yo le enseñaré.


–Me parece una idea interesante –dijo él, sonriendo también–. ¿Serás una de esas madres controladoras, que están encima de los profesores, y protestarán si no eligen a Pepe Junior para representar la función de fin de curso?


–Es probable. Y tú también, no me digas que no.


–Me parece que nos esperan momentos muy interesantes –le respondió él, pero al mismo tiempo parecía perdido en sus pensamientos.


Tocó su copa con un dedo. Aquella era la señal de que estaba preparado para hablar. Antes o después tenía que pasar. Ella dejo el tenedor y el cuchillo y esperó a que empezase. El restaurante estaba prácticamente en silencio y ella miró el plato de Pedro y le preguntó:


–¿No vas a comer nada? ¿Ni a beber? ¿No quieres vino? No te prives de él por mí.


–No. He dejado de beber alcohol –le dijo él, esbozando una sonrisa.


–¿Por qué? ¿Por motivos de salud? Eres el hombre más sano que conozco. Un poco de vino no te hace ningún daño.


Él negó con la cabeza.


–Hay muchas cosas de mí que no conoces, y que deberías saber si vamos a hacer esto juntos.


Paula sintió miedo y esperanza en igual medida. Y entonces se dio cuenta de que quería pasar más tiempo con él. No solo criando a su hijo, sino juntos. Como amigos y como amantes. Pero Pedro era un hombre que no se comprometía. Y ella jamás rogaría a ningún hombre.


–Mi padre tuvo una relación complicada con el alcohol…


Tenía la mirada perdida y había vuelto a tocar la copa. La vela que había entre ambos proyectó sombras en su rostro, haciendo que pareciese muy triste de repente.

Paternidad Inesperada: Capítulo 39

 –Como te he dicho, vamos a tomarnos unas breves vacaciones. Que empiezan en este preciso momento.


Entraron en el hotel y Paula sintió frío.


–Madame necesita descansar, así que vamos a la Suite Presidencial. Que nos traigan el equipaje allí, por favor.


Un botones les abrió la puerta. Los pasos de Pedro dejaron de oírse al pisar la mullida moqueta. La luz allí era más tenue, había silencio.


–Primero, una ducha –dijo él.


Sin soltarla, la llevó al cuarto de baño, cuya decoración era del siglo anterior. Las baldosas eran de color rosa claro, lo mismo que las toallas. Los grifos, de bronce. La ducha estaba detrás de una cortina blanca y Pedro abrió el grifo y la puso debajo. Ella lo miró, el pelo ondulado, la barba que comenzaba a crecer, el deseo en su mirada.


–Me vuelves loco –admitió.


–¿Cómo de loco? –preguntó ella, mirando sus hombros y su pecho, y la línea de vello oscuro que desaparecía por la cinturilla del bañador.


Él se lo bajó y Paula se mordió el labio inferior al ver su magnífica erección. No había manera de parar aquello. No habría podido hacerlo ni aunque hubiese querido.


–¿Así de loco? –le dijo.


Se arrodilló ante él y lo acarició mientras le caía el agua sobre la espalda. Después lo tomó con la boca y lo oyó gemir.


–Paula, por favor, tienes que parar.


Ella retrocedió y recorrió su cuerpo con la mirada. Y él volvió a abrazarla, después le desató la parte superior del bikini y dejó al descubierto sus suaves pechos. Llevó los labios a uno de ellos y se lo acarició con cuidado.


–¿Está bien así? ¿No te duele?


–Podría pasarme todo el día así –le dijo ella.


–Quítate la braguita. Quiero verte desnuda. Comprobar si eres igual que en mis sueños.


Ella hizo lo que le pedía.


–¿Has soñado conmigo? –le susurró en tono pícaro.


Él sonrió de medio lado. Paula enterró los dedos en su pelo mojado, sintiéndose cada vez más envalentonada.


–Dime. ¿Has soñado conmigo? –repitió.


–Una vez o dos –respondió él, sonriendo más–. Aunque supongo que no tanto como tú conmigo.


–No he pensado absolutamente nada en tí.


Él se puso jabón en las manos y después las pasó por todo su cuerpo.


–¿Tan poco te impresioné?


Paula notó sus manos en el vientre, en los pechos, entre las piernas. Echó la cabeza hacia atrás mientras él la acariciaba justo donde más lo necesitaba. Pedro la sujetó con un brazo y la colocó sobre su regazo. Ella separó las piernas y él le acarició allí mientras la besaba apasionadamente. Y así la hizo llegar al orgasmo. Paula se retorció y gimió.


–Oh, Pedro…


Y él la envolvió en una suave toalla y la llevó al dormitorio. La secó despacio y con cuidado, y le besó la piel mientras lo hacía. Después, se arrodilló delante de ella, completamente excitado, preparado. Ella se sentó y lo miró con sorpresa.


–¿Ahora te das cuenta? –le preguntó él sonriendo, rodeándola con su cuerpo.


–¿De que tienes a la mujer de tus sueños a tu merced?


Él se echó a reír.


–No te rindes nunca.


Y le separó las piernas con la rodilla.


–Soy lo que llaman una persona motivada.


–A mí sí que me tienes motivado ahora mismo, Paula.


Entonces la penetró y ella vió cómo su gesto se retorcía de placer. Enseguida lo notó ella también, lo abrazó con las piernas y se olvidó de todas sus preocupaciones y miedo porque, en esos momentos, no le importaba nada más que aquello. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 38

Su influencia sería crucial en las negociaciones. Sin embargo, todo había pasado a un segundo plano en esos momentos. Era evidente que Paula estaba embarazada. Con un poco de suerte, los medios no se enterarían hasta después del nacimiento del bebé, pero si no la tenía, sacarían la noticia del embarazo y eso dificultaría las negociaciones con Augusto Arturo. Tenía muchas cosas en la cabeza y estaba muy estresado. Se preguntó qué estaría tramando Carlos en St. Tropez mientras él estaba allí, con Paula. Y eso bastaba para volverlo loco. Salió del agua y se sentó en el bordillo, notando el calor de los rayos de sol en los hombros. Enfrente de él, una de las mujeres en toples se incorporó y se bajó las gafas de sol para mirarlo. A su derecha, un camarero llevó un vaso de agua a ella, que se lo agradeció con una encantadora sonrisa. Él volvió a mirar su vientre y pensó que su hijo estaba allí. Aquello se sumaba a todo lo demás. Y todo estaba ocurriendo al mismo tiempo. Tenía dos opciones: Hundirse o nadar. Tenía que gestionar aquello como si fuese la sinfonía de su vida. Tenía que salvar el banco, mantener a Carlos controlado, y encontrar la mejor solución posible para su futuro bebé, pero lo más importante era esto último. No podía defraudar a su hijo.


–Eh, ven. Te voy a enseñar a sentirte cómoda en el agua –le dijo a Paula, acercándose a ella.


Paula levantó a vista y vió al hombre que no podía sacarse de la cabeza. Era todo lo que cualquier mujer habría querido. Vió las gotas de agua correr por su fuerte cuerpo y sintió celos de ellas. Lo deseaba. Lo deseaba tanto como la primera vez. Estaba celosa de esas otras mujeres, sí, y era probable que lo estuviera de cualquier otra que se acercase a él, pero en esos momentos era suyo e iba a aprovecharlo.


–No sé nadar –admitió, mirándolo.


–¿No te ha enseñado nadie? No importa, ven.


Alargó la mano para tomar la de ella y la ayudó a ponerse en pie. Se acercaron juntos al borde de la piscina y entraron en ella.


–Ven aquí, bailarina. Inténtalo. 


–No soy tan deportista como tú –le respondió ella–. Tú sabes nadar, navegar y jugar al rugby. Yo solo sé bailar.


–Porque solo has intentado bailar –la corrigió Pedro, y tenía razón–. En la vida hay mucho más que la danza. Ven, confía en mí.


Se puso a su lado y le tendió la mano mientras seguían avanzando por el agua.


–Métete hasta que te llegue el agua a la cintura.


Caminaron juntos por la piscina vacía. Ella se echó a reír. Por suerte, los niños se habían retirado y solo quedaba una pareja tomando el sol en las tumbonas.


–Sigue hasta que te llegue al pecho. ¿Todo bien?


El agua la refrescó y la mano de Pedro la agarraba con fuerza y seguridad.


–Sí.


–Ahora, vamos a andar en círculos, para que te acostumbres a la sensación. Muy bien. Agárrate al bordillo y mueve las piernas.


Ella se aferró al bordillo y se estiró, golpeando el agua con las piernas.


–Me estás salpicando –rió Pedro–, pero no pasa nada.


Ella se giró y vió que tenía todo el rostro mojado.


–¡Lo siento! –le dijo, soltando el bordillo y girándose hacia él.


Pedro la agarró y la sujetó contra su pecho. Sus cuerpos se tocaron y, entonces, ocurrió. Se miraron a los ojos. Paula vió cómo él separaba los labios para darle un beso. Lo abrazó por el cuello y se acercó a besarlo ella también. Tenía los labios mojados y se besaron apasionadamente, pero solo un par de segundos. Ella se sintió como si acabase de marcarla, como si él hubiese querido dejar constancia de que era suya. Pensó que estaba volviendo a caer en la tentación, pero no pudo luchar contra ella, no quiso hacerlo. Separó los labios, pero no dijo nada.


–Deberíamos ir a otra parte –le susurró él, abrazándola con fuerza.


Paula tenía el cuerpo caliente por el sol y mojado al mismo tiempo, se aferró a él para no volver al agua y Pedro la tomó en brazos y salió así con ella de la piscina.


–No sé por qué tengo esta necesidad de tenerte entre mis brazos. Te prometo que es la primera vez que me ocurre en la vida.


Ella se sentía tan bien así que no le importó que los estuvieran mirando, pero cuando vió que Pedro no se detenía en las tumbonas, le preguntó:


–¿Adónde vamos? 

Paternidad Inesperada: Capítulo 37

Los últimos azotes del Mistral golpearon los pinos, haciendo que las olas que golpeaban el borde de la costa se tiñesen de verde. Las cigarras se anunciaron incansables desde los matorrales y, en el aire, las gaviotas avisaron de lo que habían visto y advirtieron de lo que todavía estaba por llegar. Pedro, sentado en una tumbona de rayas, dejó los papeles y se levantó las gafas de sol un momento, buscando con la mirada un yate que estaba echando el ancla en la bahía. Vió a varias personas saltando al bote inflable que los llevaría a la costa. A tierra firme, a su refugio, a la exclusiva isla de St. Agnes, diez kilómetros cuadrados de tierra verde, vida salvaje y personas muy ricas. Su único hotel, al que solo se podía llegar en barco, era el lugar en el Paula había accedido a parar un poco para descansar. En esos momentos estaba tumbada a su lado, debajo de una sombrilla. Hacía años que no estaba allí, en el sitio en el que había pasado de niño las vacaciones. Miró la pequeña piscina en la que jugaban varios niños y a las pocas personas que tomaban el sol en el bordillo. Allí habían estado sus padres en el pasado, con Carlos y sus «Novias». Tomando martinis, fumando, riendo y divirtiéndose juntos. Una pareja glamurosa con sus glamurosos amigos, años antes de que todo aquello se derrumbase. Un camarero pasó con una bandeja de plata. Se detuvo a servir vino a una pareja mayor que había en la terraza, iban vestidos de manera informal y estaban comiendo. Más allá algo llamó su atención, dos mujeres muy bronceadas que habían estado mirándolo disimuladamente a él y que se sentaron de manera provocadora, en toples.  Él apartó la vista y miró a Paula, cuyo gesto era de desprecio.


–¿Son amigas tuyas? –le preguntó, arqueando las cejas.


Luego frunció el ceño y se quitó el pareo rojo que la cubría, dejando al descubierto el modesto bikini que llevaba debajo. Tenía el vientre ligeramente redondeado y las piernas muy pálidas. Pedro se sintió orgulloso al verla.


–… Porque da la sensación de que les gustaría serlo.


Él sonrió y la observó mientras se ponía crema solar en los brazos. Después intentó hacer lo mismo con la espalda.


–Permíteme –le dijo él, tomando el bote de crema de sus manos–. No te pongas celosa. Ni conozco a esas mujeres, ni quiero conocerlas.


–No estoy celosa –replicó ella–. Solo ha sido un comentario. Les resultas interesante y te lo están haciendo saber.


–¿Sabes lo que es interesante? –le preguntó Pedro mientras se ponía crema en las manos y empezaba a extendérsela por los hombros–. Que tú estés celosa y no quieras admitirlo.


Ella se levantó la cola de caballo y no respondió, le permitió que le pusiese crema en la espalda hasta llegar al borde del bikini. Él estudió sus huesos delgados y su cuerpo musculado y le resultó una combinación embriagadora.


–Tienes una piel perfecta –le susurró al oído.


–Umm…


Él se inclinó más hacia ella y pasó las manos por su espina dorsal.


–Durante los próximos meses voy a tener todavía más.


–Pues mejor –le dijo él, dándole un beso en la mejilla y deteniéndose allí un instante para disfrutar de la sensación que le provocaba su pelo al rozarlo.


Le habría encantado quedarse así todavía más tiempo, pero estaban en el Hotel St. Agnes y ella ya había establecido sus límites. No obstante, Pedro pensó que traspasarlos iba a ser una tarea muy agradable. Se puso en pie y se quitó la camiseta. Por el momento, tendría que calmarse haciendo unos largos en la piscina. Se lanzó al agua y empezó a nadar, consciente de las voces apagadas de los niños que había a su alrededor. No había pensado que podría pasar tiempo disfrutando y descansando aquella semana. De hecho, solía tener mucho trabajo después del Cordon d’Or. Tenía que hablar con varios clientes importantes antes de reunirse con Augusto Arturo. 

martes, 16 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 36

 –Sé que me estás mirando y te estás preguntado qué estoy tramando y si voy a apoyarte o no. Solo has visto mi faceta más alegre, tanto la noche del ballet como anoche. Y lo mismo es lo que publica de mí la prensa. Té estás preguntando qué clase de hombre soy, que paso de mujer en mujer sin comprometerme con ninguna. Y no te culpo por ello. Yo haría lo mismo.


Se inclinó hacia delante, sus brazos, sus hombros y todo su pecho transmitían fuerza. Y ella se sintió de nuevo en el restaurante italiano, mirándolo con un deseo que jamás se había creído capaz de sentir. Al menos, siempre había sido claro con ella. Entonces y en esos momentos.


–Piensas que soy un impresentable que te voy a dejar sola con el bebé, y la idea de que ni siquiera contribuya a su crianza económicamente te da pánico. Lo comprendo.


–Sí –admitió ella–. Es cierto.


Pero no sabía cómo contarle el resto. Que tenía todavía más miedo de ella misma. Que no quería que entrase nadie a su vida, que no quería necesitar ni ser necesitada por nadie. Que quería estar sola. Él alargó la mano por encima de la mesa y tomó la suya. Paula intentó zafarse, pero Pedro no se lo permitió.


–Voy a hacer lo correcto. Sé que no tienes ningún motivo para confiar en mí, pero quiero ayudar. No soy el tipo que piensas que soy.


«Ni yo tampoco soy quién piensas que soy», pensó ella. «No voy a hacerlo bien. Voy a ser una decepción para todos». Todo lo que Pedro le decía le hacía sentirse peor. Él estaba hablándole de corazón y ella lo creía, pero el problema era que él pensaba que era como las demás, que quería una familia, un bebé y todo lo demás. Cuando todo aquello era lo último que necesitaba. Miró a su alrededor y, de repente, el pánico la invadió como la densa bruma marina a pesar de que el día estaba completamente despejado.


–Paula.


Sintió que Pedro tiraba de su mano.


–Paula –repitió él–. No te preocupes. Nunca te dejaré sola con esto. Yo no soy así. Y todavía no hemos hablado de nuestras familias. Se lo contaremos a mi madre y a la tuya. Podemos hacerlo juntos, si lo prefieres.


–Yo ya se lo he contado a mi madre –le respondió ella, aturdida, sirviéndose agua en el vaso y apartándolo después.


–¿Y?


Ella lo miró.


–¿Y qué?


–¿Se ha alegrado por tí? ¿Estará contigo cuando nazca el bebé?


Ella hizo un ademán como para quitarle importancia al asunto.


–No te preocupes por eso. Estará ocupada con sus cosas.


–¿Qué relación tienes con ella? ¿Va mucho a Londres? Me comentaste que vive en Cornwall, ¿Verdad?


–Hablamos por teléfono.


Paula no necesitó mirar a Pedro para saber que tenía el ceño fruncido. No quería escuchar su opinión al respecto, así que mantuvo la vista clavada en el horizonte.


–Entiendo. Supongo que no puede viajar, pero ya solucionaremos eso y ya conoces a mi madre, no suele estar en casa, pero imagino que querrá ejercer de abuela. En cualquier caso, tenemos tiempo suficiente para pensar en todo eso. ¿Quieres más té?


Ella negó con la cabeza.


–¿Cómo se lo va a tomar? –le preguntó a Pedro, pensando en su madre, que no era una mujer a la que le gustasen los problemas.


Era una mujer con mucha energía y muy bien organizada, cuya vida parecía planificada al segundo y ejecutada con completa precisión. Ana Alfonso también iba a juzgarla y, como poco, pensaría que era una idiota. Eso, si no pensaba directamente que era una cazafortunas. La situación estaba empeorando por momentos.


–¿Podemos volver a tierra firme? –preguntó, mirando a su alrededor–. Tengo que volver.


Él se puso en pie. Su expresión era indescifrable. Tal vez de frustración.


–Por supuesto –le respondió–. De camino nos detendremos en una de las pequeñas islas. Solo tardaremos una hora y es un lugar precioso. Me parece una pena no enseñarte este lugar del mundo aprovechando que estás aquí.


Ella abrió la boca para protestar.


–No hay pero que valga. Estamos aquí, eres mi invitada y quiero que te diviertas un poco.


Rodeó la mesa para ponerse a su lado. Ella levantó la vista y se hizo visera con la mano para protegerse los ojos del sol hasta que tuvo a Pedro lo suficientemente cerca como para ver las arrugas de su camiseta y el cierre de su reloj.


–No estoy de humor.


Pedro le tendió la mano.


–Venga, deja de castigarme. Sé que estás enfadada conmigo, y contigo misma, pero lo pasamos bien. Y ahora tenemos que manejar esta situación lo mejor posible. Todo irá bien.


La hizo levantarse y la abrazó. Ella cerró los ojos y se dejó llevar por el balanceo del barco y por su calor. Entre ellos estaba la pequeña vida que habían creado, durmiendo y creciendo, felizmente ajena a todo lo que la rodeaba. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 35

 –Ya he desayunado. Y, además, esto es mucho más divertido.


Paula hizo una mueca y miró a su alrededor. Seguía teniendo hambre. Se sirvió más yogur.


–La última vez también fue así –comentó Pedro.


–¿La última vez?


–En el restaurante italiano. No me digas que ya te has olvidado de nuestra primera cita. Fue una noche increíble…


Ella dió un sorbo al vaso de agua y se echó hacia atrás en silencio. Recordó lo bien que se lo habían pasado, la intimidad que habían compartido, y al mirar a Pedro, al que tenía sentado enfrente, tuvo la sensación de que estaba pensando en lo mismo.


–¿Cómo piensas que pudo ocurrir? –le preguntó este–. Tomamos precauciones.


–No todas las veces. Hubo una… En mitad de la noche… Cuando ambos estábamos medio dormidos…


Él arqueó las cejas.


–Sí, hubo algo que nos despertó –comentó Pedro en tono divertido.


Ella bajó la mirada al plato.


–Venga, Paula. No te hagas la tímida ahora. Aquella noche tuvimos algo especial. Y yo tengo la sensación de que podríamos tener una relación.


Ella recordó aquella noche, las horas anteriores al amanecer, el calor de su cuerpo, el placer del suyo propio al derretirse entre sus brazos. Aquellas horas durante las cuales había perdido la cabeza por completo. Había sido como si su vida se hubiese detenido al entrar en su casa, como si hubiese tenido la sensación de que podía tener otra vida distinta a la suya. Y, en esos momentos, estando allí con él, se dio cuenta de lo sencillo que podría ser volver a caer en la misma trampa, pero aquello era demasiado importante. Tenía que mantener la cordura. Pedro tenía que entender que aquello era real, para los dos.


–Pedro, no –le dijo, sacudiendo la cabeza–. No se trata de nosotros.


Se echó a reír al oírse a sí misma.


–No sé que estoy diciendo. No hay nada entre nosotros. Solo hay un bebé sin familia y yo necesito saber qué vamos a hacer al respecto.


Lo miró fijamente buscando en su rostro una expresión que la dejase tranquila, que le transmitiese que no iba a salir corriendo.


–Tienes mucha prisa por zanjar este tema, ¿Verdad? El bebé todavía no ha nacido, ¿No te parece que nos estamos precipitando?


–Anoche dijiste que ibas a aceptar tus responsabilidades –le respondió ella–, pero ¿Qué significa eso exactamente? Yo tengo una carrera. No puedo actuar estando embarazada, así que voy a tener que trabajar dando clases y, después, cuando vuelva a estar en forma, volveré a bailar. No obstante, no puedo criar al niño sola.


–Tú has tenido más tiempo que yo para pensar en todo eso, Paula. Ni siquiera sé qué es lo que quieres. Tú vives en Londres, yo, entre Roma y Londres. Los dos viajamos mucho. ¿Cómo vamos a hacer que funcione?


–Puede funcionar. Yo quiero volver a bailar lo antes posible, así que no puedo estar sola con el bebé, supongo que tú querrás contratar a una niñera, ¿No?


Pedro frunció el ceño.


–¿Para cuándo exactamente?


–Para unas semanas después de que nazca, digo yo.


–¿Para unas semanas después de que nazca? –repitió él.


–No pienso justificarme, ni delante de tí ni de nadie más.


Él se echó hacia atrás en la silla, mostrando así su sorpresa. Unió los dedos de ambas manos y, al hacerlo, flexionó los brazos y Paula se fijó en sus músculos, por los que había pasado los labios, que la habían abrazado. Brazos en los que descansaría su bebé en tan solo unos meses. Podía imaginárselo con todo lujo de detalles. Estaba segura de que Pedro iba a cuidar y a querer al bebé. Iba a ser un padre de verdad. Y aquello la aterró, porque ella no estaba segura de poder ser una madre de verdad. Se le aceleró el corazón en el pecho. Su niñez había sido un desastre. Casi no tenía relación con su madre, no sentía nada por sus hermanastros. Nunca había querido tener hijos, pero iba a tener uno.


–Paula, todavía no es necesario que tomemos esa decisión. Todavía tenemos que hacernos a la idea. Al menos yo necesito algo más de tiempo.


Levantó el teléfono.


–Todavía me están preguntando por qué desaparecí anoche de repente. Tengo que dirigir un banco, no trabajo de nueve a cinco y tengo muchas cosas en la cabeza. No quiero tomar ninguna decisión ahora mismo, Paula, antes necesito reflexionar.


Mientras hablaba vibró su teléfono. Él lo miró, suspiró y clavó la vista en el horizonte mientras sacudía la cabeza, como si no pudiese creer lo que le estaba ocurriendo. Detrás de él el mar y el cielo se fundían en una bruma azul. Lo único que se oía eran los ruidos que hacía el barco sobre las suaves olas. Paula lo miró y, por primera vez, se dio cuenta de que parecía agotado. Se había pasado toda la noche a su lado, en un sillón, y a pesar de que se había afeitado y se había duchado, se notaba que estaba muy cansado. Había estado leyendo acerca del embarazo y de las náuseas matutinas, le había llevado el desayuno a la cama y eso era, tal vez, una de las cosas más bonitas que habían hecho por ella jamás. Porque no permitía nunca que nadie hiciese nada por ella. Pedro la miró. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 34

 -Ven aquí.


Paula salió del camarote. Hacía un día soleado y estaban en medio de la nada. Solo se veía el mar azul a su alrededor. Levantó la vista y vió a Pedro, que también se había duchado y cambiado de ropa. Llevaba una camiseta blanca y pantalones vaqueros claros. Ella bajó la mirada automáticamente a la cintura, no pudo evitarlo. Estaba apoyado sobre la barandilla y le hizo un gesto para que se acercase a la mesa en la que estaba puesto el desayuno.


–Estás preciosa –le dijo Pedro, tomando su mano y ayudándola a subir las escaleras que llevaban a la cubierta.


Y, por un instante, Paula se sintió preciosa. La ropa interior de seda y los vestidos de tirantes que se había probado la habían ayudado a olvidarse de las náuseas y, durante diez maravillosos minutos, se había sentido como una niña pequeña abriendo un regalo.


–¿Ha funcionado la tostada? ¿Tienes más hambre? –le preguntó él.


Ella subió el breve tramo de escaleras que llevaba hasta la siguiente cubierta y vió una mesa llena de fruta, yogur y pan. Sintió apetito. De hecho, estaba muerta de hambre, pero no iba a tomar nada hasta que no hablasen.


–¿Dónde estamos?


–Los barcos tienen la costumbre de moverse de sitio cuando no están anclados –le respondió Pedro sonriendo–. Necesitábamos un poco de intimidad, Paula. No quería que toda la Riviera hablase de mí. Aquí… Estamos solos. En estos momentos hay demasiadas cosas en juego para mí como para ponerlas en peligro.


Así que, tal y como ella había pensado, Pedro quería mantener aquello en secreto. No le gustó.


–Yo no me voy a esconder, Pedro. No puedes tenerme siete meses metida en un barco.


–No pretendo esconderte en ninguna parte, pero no podíamos quedarnos donde estábamos. Ya viste cómo estaba la prensa anoche. No quiero que nadie se meta en mi vida privada y estoy seguro de que tú tampoco.


–Mi vida privada es un libro abierto –le aseguró ella–. No tengo nada que ocultar.


–No se trata de ocultar nada, Paula –le respondió él con toda tranquilidad–, sino de poder estar juntos a solas. Esto es… Muy importante. Y tenemos que concentrarnos en ello.


–Es muy sencillo. Vamos a tener un bebé –le dijo ella.


Su tono era desesperado y, aunque lo odió, tuvo que reconocer que estaba desesperada. Pedro suspiró. Sonrió. Apoyó las manos en sus brazos y la hizo sentarse.


–Es cierto. Y vamos a comportarnos como adultos al respecto. ¿Qué prisa tienes? Tenemos tiempo de sobra para hablarlo todo. Y, en cuanto ambos estemos preparados, se lo contaremos a todo el mundo, pero no antes. No quiero que esto ensombrezca otros asuntos importantes. Eso es todo. No te pido tanto, ¿No?


–Supongo que no –admitió ella a regañadientes.


En realidad, no tenía tanta prisa, se dijo. Él parecía haber aceptado la noticia, no la había rechazado ni la había acusado de querer cazarlo. No había gritado ni había echado a correr. Se había quedado toda la noche junto a su cama y no había intentado seducirla. Suspiró y sintió que se le quitaba un peso de encima.


–Venga. Vamos a desayunar.


El melón y los bollitos de pan caliente eran demasiada tentación. Así que, nada más sentarse, se sirvió. Él asintió complacido, le sirvió un vaso de agua. No hizo nada más. Ella lo miró mientras ponía mantequilla en el pan y se lo metía en la boca. Él la estaba mirando también. Le pusieron delante un cuenco de frutas del bosque cubiertas de yogur. Paula empezó a comérselo inmediatamente. Él le dió un sorbo a su café.


–¿No vas a comer nada? –le preguntó ella. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 33

Si no vivían juntos, el niño tendría que criarse en dos casas. Pedro tendría que pasar más tiempo en Londres, o ella tendría que viajar a Roma. Podría comprarle una casa allí, o hacer que se quedase en la suya, pero ¿Y su carrera de bailarina? ¿No tendría que viajar? ¿Y entonces? Sus padres habían vivido mucho tiempo separados, pero siempre habían seguido casados. ¿Por el bien de su padre? ¿Por el banco? Su madre lo había querido mucho, de eso estaba seguro. Había luchado por él, pero al final había ganado Carlos. Se mirase como se mirase, el matrimonio era una institución falsa, pero probablemente necesaria. Enterró la cabeza en las manos, tenía sueño. Quería tumbarse junto a Paula. La idea de volver a tenerla en su cama… Había intentado no pensar en ello, pero ¿A quién quería engañar? Se excitó solo de pensarlo. No podía sacárselo de la cabeza y todavía no había empezado con la fusión.


–¿Qué hora es?


Levantó la vista. Paula estaba apoyada en los codos, con el pelo sobre la cara, las mejillas sonrosadas y los ojos todavía caídos. Su aspecto era dulce y vulnerable. Pedro apartó la mirada.


–Alrededor de las seis. Toma –le dijo, ignorando el dolor que acababa de sentir al estirar las piernas–. Tostadas y té.


Ella lo miró y después bajó la vista a la bandeja que llevaba diez minutos encima de la cama.


–Gracias.


–Es para evitar las náuseas matutinas. He estado leyendo al respecto. Dicen que comer algo así a primera hora sienta el estómago.


–¿Has estado leyendo acerca de las náuseas matutinas?


–Y otras cosas.


–¿Y qué más has averiguado?


–Que tus pechos deben de estar más sensibles, y más grandes.


Ella lo fulminó con la mirada.


–Eso no es asunto tuyo –replicó, pero no se tapó con las sábanas.


Él tampoco apartó la mirada.


–Es solo un dato más –comentó Pedro–. Además, son muy bonitos.


De repente, la tensión sexual que había en el ambiente le resultó insoportable. Dudó. Lo único que deseaba era abrazarla y besarla. Quería recorrer sus curvas con las manos y lanzarse a otra aventura sexual. Había pasado semanas soñando con ella y la tenía allí delante. «Todavía no», le dijo una vocecilla en su interior. «Todavía no. Tómatelo con calma. Está vulnerable, y mira lo que ocurrió la última vez». En esos momentos Pedro necesitaba mucho más que el sexo. La necesitaba allí, a su lado, dispuesta a hablar de aquella familia, de la fusión, de su vida. Paula tomó la sábana y se tapó.


–Si no te importa…


Él se puso en pie.


–Por supuesto que no. Sube a desayunar a cubierta conmigo cuando estés lista. La ducha está ahí. David te ha traído ropa, elige lo que prefieras.


Tomó la libreta y el bolígrafo. Dió dos pasos y abrió la puerta.


–Cuando estés preparada, podremos hablar. 

jueves, 11 de agosto de 2022

Paternidad Inesperada: Capítulo 32

El día de su dieciocho cumpleaños, su padre había regalado a Pedro la pluma estilográfica que en esos momentos tenía en la mano. La había utilizado por primera vez para firmar el contrato de alquiler del piso en el que iba a vivir cuando había empezado a estudiar en la universidad. Había sido un acto simbólico que, para él, había marcado la entrada en la edad adulta. Era una pluma muy bonita que solía utilizar para firmar contratos y documentos legales, pero no era lo que necesitaba en esos momentos. La tapó y la guardó. En esos momentos necesitaba algo mucho más normal. Algo sin huellas del pasado, que pudiese utilizar para escribir su futuro. Porque lo tenía allí delante, profundamente dormido, en la cama. Estiró las piernas e hizo girar los hombros. El sillón era cómodo para personas de menor estatura o para descansar unos minutos, pero no servía para que un ex jugador de rugby se pasase allí las próximas cinco horas. No obstante, no podía ir a otra parte con el lío que tenía en la cabeza. Llevaba varias horas sin dejar de hablar consigo mismo, desde que se había despedido de Augusto Arturo y su esposa y, al girarse, había visto a una mujer vestida de rojo en la ventana. Solo podía pensar en ella. Y eso tenía que pasar, cuanto antes. Abrió su cuaderno negro por una página nueva. Sacó un bolígrafo e hizo dos listas: La de las cosas que iba a desechar y las que iba adoptar. La bebida. Tenía que dejar de beber. No porque tuviese un problema con la bebida, sino porque le daba miedo tenerlo algún día. Había demostrado que tenía el tema controlado tomándose solo una cerveza los viernes, pero supadre también había parecido tenerlo todo bajo control y no había sido así. Y eso lo había matado. Miró el rostro de Paula, profundamente dormida. No quería que nada pudiese hacerle daño ni a ella ni al bebé. Lo siguiente sería el juego. Eso no le iba a costar ningún esfuerzo. No le importaba lo más mínimo no volver a poner un pie en un casino jamás, pero sí echaría de menos a los chicos. Necesitaba a sus amigos. Y, sobre todo, necesitaba sentir la fuerza física, la rivalidad. Lo que necesitaba en realidad era el rugby, todavía lo echaba de menos a diario, pero allí lo que importaba no era él, sino hacer lo correcto. Lo importante era el futuro, no el pasado.


Paula gimió en sueños y Pedro se sentó recto en el sillón. Estaba soñando, murmurando algo, y él se acercó para intentar entender lo que decía. Pensó que era preciosa. Jamás había sentido que tenía semejante responsabilidad en toda su vida. Tenía que protegerla, tenía que mirar por su salud y mantenerla a su lado a toda costa. Volvió a su lista, hizo otra columna y escribió en ella: Matrimonio. Miró la palabra fijamente. Sintió que acababa de envejecer diez años solo por haberla escrito. Era una palabra que reflejaba madurez, altruismo. Implicaba responsabilidad y expectativas. Aquellas letras eran al mismo tiempo un espejo y un mapa, que le obligaban a ver la ligereza con la que había vivido durante los últimos años, sin comprometerse con nadie. Pensó en Macarena, la expresión de horror de su mirada al verlo llegar a través del vapor del baño. Aquello le había hecho mucho daño, pero había llegado el momento de olvidarlo y pasar página. Hacía diez años de lo de Macarena. Paula era el presente. Y, a pesar de que no quisiera casarse, no supo si soportaría saber que estaban criando a su hijo a cientos de kilómetros de distancia, tal vez con otro hombre. Porque, si él no se casaba con ella, otro lo haría. La preciosa Paula. Se miró el reloj. Llevaba seis horas durmiendo. No tardaría en despertar. Añadió Casa a la segunda lista. La respuesta a esa palabra iba a depender mucho de la respuesta a la anterior. Iba a pedirle a Paula que se casase con él, si le decía que sí, ¿Dónde vivirían?, ¿En Londres? ¿Sería aquel el mejor lugar para criar al bambino? Si no le pedía que se casase con él, ¿Podrían vivir juntos? ¿Dónde? ¿Sería una solución mejor?

Paternidad Inesperada: Capítulo 31

Él tardó unos segundos en responder.


–Siento oír eso –le respondió por fin–. Tenía que haberme dado cuenta de que no solo has tenido que asimilar que estabas embarazada, sino también todos los cambios físicos inherentes a ello. Tengo mucho que aprender.


Ella lo miró con cautela. Aquella no era la respuesta que había esperado.


–No te preocupes, los cambios físicos son solo para las mujeres. Tú no tienes nada que temer.


–De acuerdo, Paula –respondió él–. Ya sé que no soy quién va a sufrir el embarazo. Solo intentaba decirte que quiero estar contigo en esto y que, para poder hacerlo, necesito saber más del tema. Nada más.


–¿Quieres estar conmigo en esto?


Pedro le estaba diciendo las palabras correctas. La estaba mirando a los ojos y se estaba mostrando preocupado, pero…


–Sí, de aquí a mañana hablaremos del tema. ¿Por qué no empiezas? Debes de tener hambre. Y sé lo mucho que te gusta comer.


Ella levantó la campana que cubría su plato y descubrió media docena de deliciosas ostras.


–No puedo comerlas –le dijo–. No puedo beber vino ni comer queso ni muchas otras cosas. Y la nata me provoca náuseas, lo mismo que la salsa de soja.


Apartó el plato. Él dejó su servilleta, se levantó y rodeó la mesa para acercarse a ella.


–Ves, este es el tipo de cosas que tengo que aprender para poder cuidar de tí.


Le tendió las manos y ella le dió las suyas y permitió que la levantase de la silla como si se tratase de una estúpida marioneta. Sintió el calor de su cuerpo, la fuerza de sus músculos, la seguridad de su presencia y supo que su corazón estaba abierto a él.


–Ven. Te enseñaré el camarote y conseguiré comida que sí puedas comer.


Ella sintió su magnetismo, que la atraía de manera tan natural como una puesta de sol, lo mismo que la última vez, pero se dijo que no podía volver a caer. Tenía que mantener las distancias. Sabía que Pedro la estaba utilizando. Sacudió la cabeza, intentó rechazarlo, pero estaba cansada. Llevaba muchas horas levantada, sin parar, y no había dormido la noche anterior por culpa del estrés y la emoción. Bostezó. 


–Ves, no se te ocurra discutir. Voy a tomar las riendas de la situación y tú te vas a ir a dormir.


–No voy a permitir que me den órdenes –balbució ella–. Voy a tomar mis propias decisiones y a…


Pero volvió a bostezar, agotada.


–Tomarás tus propias decisiones por la mañana, pero ahora mismo, no. Vamos.


La tomó en brazos y el calor y la fuerza de su cuerpo la dejaron sin voluntad. Permitió que la abrazase, apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos de su corazón. No levantó la cabeza para ver adónde la llevaba. Ni se preocupó por cómo iba a volver a casa. Se dejó llevar. Cuando Pedro abrió la puerta del camarote, Paula vió luces tenues, telas en tonos crema y rosa y madera lacada. No se resistió. Él la dejó encima de la cama y le bajó la cremallera del vestido. Y ella se lo permitió. Pedro apartó las sábanas y Paula se dejó envolver en ellas en ropa interior. Y supo, mientras se dormía, que había vuelto a caer y que el agujero en su coraza se iba haciendo cada vez más grande. 

Paternidad Inesperada: Capítulo 30

Y Paula fue siguiendo sus instrucciones. Pedro la agarró con fuerza de los brazos y después de la cintura, y ella subió a la barca, que se movía ligeramente, pero se apoyó en el cuerpo de Pedro, que era duro como una roca y sintió, por un momento, una nueva ola de deseo. Él tomó un chaleco salvavidas y la ayudó a ponérselo. Sus dedos se movían con rapidez y su gesto era de concentración. Después desató la cuerda y se sentó, y tiró de ella para que se sentase a su lado. Encendió el motor y empezaron a avanzar entre otros barcos. De repente, tomó velocidad y empezó a saltar por encima de agua, Paula notó que esta le salpicaba los brazos y el rostro mientras el viento hacía ondear su pelo. Miró a Pedro, pero este tenía la mirada clavada al frente, en el horizonte.


–¿Adónde vamos exactamente? –le preguntó.


–Allí –respondió él, señalando el yate que acababa de aparecer delante de ellos–, donde nadie pueda molestarnos.


La lancha se detuvo junto a la otra embarcación y esperaron a que dejase de moverse para atarla a ella. Entonces aparecieron varios hombres de la nada para ayudar a Paula a subir a bordo.


–Ya puedo yo –rugió Pedro, y los hizo desaparecer–. ¿Paula?


Ella le dió las manos y Pedro la ayudó a subir. De pronto estaba casi amable. Pasaron de una cubierta a otra y se dirigieron a la proa del barco, donde las barandillas estaban cubiertas de pequeñas lucecitas y había preparada una mesa para dos.


–¿Es para nosotros? –preguntó ella.


Aparecieron varias camareras con jarrones con rosas blancas y bandejas de plata.


–Para tí –le dijo él, ofreciéndole una silla, como si no tuviese ninguna importancia–. Solo falta una cosa.


Tocó un botón y el techo se abrió para dejar ver el cielo. El alto mástil tenía en el extremo una pequeña bandera. A lo lejos se oía el ruido de la fiesta y la brisa caliente sacudía los banderines que adornaban la embarcación. Era el escenario más romántico que había visto Paula jamás. Ella se había preparado para una discusión, o incluso para que le ofrecieran un soborno, pero no para que Pedro la tratase con amabilidad y consideración, ni para que la ¿Cortejase? Tal vez fuese su manera de ablandarla. Ella se sentó muy recta y pensó que no se lo iba a poner fácil.


–Muy bien. Aquí estamos. Tenemos mucho de lo que hablar, pero yo sugeriría que fuésemos despacio –comentó él, sentándose enfrente de ella con su habitual gracia y encanto–. No quiero precipitarme ya que se trata del tema más importante que he gestionado en mi vida. Lo mejor será que nos tomemos un poco de tiempo para conocernos mejor, ya sabes, para que podamos confiar el uno en el otro. ¿Te parece bien?


Le sirvió agua en el vaso y clavó su mirada en él con gesto de paciencia, pero no era paciencia lo que Paula quería ver. Necesitaba seguridad. Necesitaba acción.


–Me parece bien siempre y cuando entiendas que no he venido a cenar y a bailar, sino solo para que hablemos de lo que vamos a hacer a partir de ahora.


–Está bien, si eso es lo que quieres. Yo lo único que digo es que las cosas hay que hacerlas bien y eso lleva su tiempo.


–¿Piensas que va a cambiar algo que dediquemos un rato a charlar de tonterías?


–Yo nunca hablo de tonterías con nadie, pero doy por hecho que querrás cenar y quedarte aquí, al menos, hasta mañana. Hay espacio más que suficiente y necesitas descansar, teniendo en cuenta…


–No me trates con condescendencia. He sobrevivido a este embarazo yo sola y puedo  seguir haciéndolo sin que me digan lo que debo hacer y lo que no.