—¿Qué fue lo que le llamó la atención de él la primera vez que lo vió? —preguntó caminando a su lado por el vestíbulo.
—Algo en la cara del modelo —él se detuvo delante de unas puertas dobles—. Si quiere hacer el favor de abrirlas…
Ella entró delante en un salón amplio, donde había un cuadro a un lado de la chimenea. Una chica joven con un vestido de gasa blanca sonreía soñadora desde el lienzo.
—¿Quién es? —preguntó Katherine.
—No sé de dónde procede —respondió él. Cruzó la estancia y dejó el cuadro que transportaba encima de un escritorio—. Se titula Retrato de una joven, de artista desconocido, y por lo tanto costó poco. Es encantadora, pero me parece que se siente sola.
—¿Y compró el otro cuadro para hacerle compañía?
Pedro asintió.
—Quedará bien al otro lado, ¿No?
—Cuando esté restaurado, sí. ¿Nunca ha investigado a la chica?
—No. Cuando la compré estaba ocupado y no he tenido tiempo.
—Pero se ha tomado muchas molestias y gastado mucho dinero para averiguar más cosas del joven.
Pedro asintió.
—Porque creo conocer al artista.
—¿Quién? —quiso saber Paula.
A él le brillaron los ojos.
—¡Ah, no! Espero su opinión antes de arriesgar la mía, doctora.
—Me parece justo. Paga usted.
—Cierto. E insisto en que descanse antes de cenar. Jorge se viene conmigo mañana, pero le he dicho a Lidia que procure que no trabaje usted mucho en mi ausencia.
—Cuando estoy absorta, me olvido del tiempo —admitió ella—. Pero cuando vea a su joven mañana, estará muy distinto. ¿Pasará todo el día fuera?
Él negó con la cabeza.
—Volveré a tiempo de cenar con usted.
—Esta habitación es muy hermosa —comentó ella cuando avanzaban hacia la puerta.
—Pero muy formal, ¿No? Yo prefiero mi apartamento en la parte de atrás de la casa. Allí puedo ser desordenado sin arriesgarme a la ira de Lidia.
Ella se echó a reír.
—Eso me cuesta imaginarlo.
Pedro asintió con la cabeza.
—Soy afortunado de contar con gente tan buena para cuidarme —abrió la puerta para ella—. También cuidarán de usted mientras esté aquí. Y no solo porque sea mi deseo, sino porque tanto Jorge como Lidia opinan que es una señorita encantadora.
Paula se ruborizó.
—Son muy amables.
Pedro la miró encantado.
—¡Qué maravilla! Una mujer que se sonroja.
—No me ocurre a menudo —le aseguró ella.
—Quizá es que está cansada. Ahora descanse. ¿Quiere cenar otra vez en la veranda?
—Sí, por favor.
Paula subió rápidamente las escaleras y, una vez en su cuarto, se desnudó con impaciencia, llenó la bañera y se metió en ella. Tenía que dejar de ruborizarse. Por atractivo que fuera su cliente, ella estaba allí por trabajo. Además, quizá al día siguiente supiera ya quién era el autor del cuadro y su trabajo habría terminado. Como recompensa podía pedir que la llevaran a Viana do Castelo, aunque esa perspectiva ya no le resultaba tan atrayente como antes. Para ella era una novedad descansar en la cama durante el día, pero la vida en la Quinta das Montanhas resultaba peligrosamente adictiva. Sería muy fácil caer en el hábito. Se preguntó si Pedro hacía lo mismo. Había mencionado un drpartamento en la parte de atrás, así que quizá tenía un dormitorio en la planta baja, que resultaría más fácil para su pierna. Sentía mucha curiosidad por saber lo que le había pasado, pero era inútil interesarse demasiado por él. Cuando terminara su trabajo allí, no volvería a verlo. Además, un hombre como él vivía en un planeta distinto al suyo. Eso no le impidió intentar ponerse más atractiva para la cena de esa noche. Eligió un pantalón de lino color marfil y una túnica de seda color bronce con zapatos de tacón. Se dejó el pelo suelto, añadió un toque más de maquillaje que antes y decidió prescindir de las gafas. Estaba preparada y esperando cuando una chica morena muy bonita llamó a la puerta.
—Pascoa —anunció, sonriente—. El señor Pedro espera.
—Gracias, Pascoa.
Jorge la esperaba en el vestíbulo.
—Buenas tardes, doctora. Lidia está preparando el asado de cerdo —le dijo mientras caminaban hacia la veranda.
Pedro estaba apoyado en una columna con la vista fija en el jardín. Se volvió al oírlos y abrió mucho los ojos al verla.
—Está… muy encantadora, doctora —dijo—. Cuesta creer que haya trabajado todo el día.
—Todo el día no. He pasado una hora tumbada en la cama —sonrió ella—. Algo que nunca hago en casa.
Pedro sacó una silla para ella y señaló el vino que descansaba en su cubo de plata.
—¿Quiere una copa?
—Sí, gracias.
—¿Y cómo pasa las veladas en Inglaterra? —preguntó él después de llenar las copas.
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