martes, 14 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 5

—Mañana, antes de empezar, quizá le apetezca explorar los jardines, dar un paseo antes de resolver el misterio.

Paula supo ver que le tendía una rama de olivo y asintió sonriente.

—Eso me gustaría mucho. Y ahora debo darle las buenas noches.

—Le llevarán el desayuno a la habitación. Yo la esperaré aquí a las nueve. Que duerma bien.

Ella sonrió amablemente.

—Mi primer día en Portugal ha sido tan pleno, que estoy segura de ello. Ahora que estoy aquí, me cuesta imaginar por qué no he venido antes a su país.

—Ah, pero Portugal no es mi país de nacimiento —repuso él—. La Quinta das Montanhas es el lugar al que me retiro de vez en cuando, pero la residencia de mi familia está en Rio Grande do Sul, en el sur de Brasil —hizo una inclinación de cabeza—. Soy gaucho.

Paula tuvo al instante una visión de pampas cubiertas de hierba y ganado conducido por hombres con sombreros planos y pantalones de cuero.

—¿Vive en un rancho de ganado? —preguntó, impresionada.

Pedro asintió.

—Mi padre es un patrao. Yo empecé a montar desde que fui capaz de andar, pero ya no puedo pasar muchas horas en la silla —su rostro se ensombreció. Tomó un bastón para cruzar el vestíbulo con ella—. ¿Ha notado la cojera?

—No, no la he notado —respondió Paula, sorprendida—. ¿Un accidente?

—Un accidente de coche —él se encogió de hombros—. Pero como puede ver, sobreviví. Boa noite, doctora.

Paula tardó mucho rato en quedarse dormida. Culpó de ello a la brillante luz de la luna, pero el verdadero culpable era Pedro Alfonso. Si el efecto eléctrico que había producido él en sus hormonas se hubiera visto correspondido, quizá hubiera podido alegrarse, pero no había sido así. Sentía mucha curiosidad por el accidente que le había dejado una cicatriz en la cara y la cojera. Su primera impresión de él, cicatrices aparte, había sido de gracia y coordinación, descontando su descontento porque fuera una mujer la que había ido a examinar el cuadro. Suspiró; pidió en su interior que el cuadro estuviera en un estado lo bastante bueno para poder identificarlo. En cierto sentido, le habría gustado que hubiera ido Juan Massey a examinarlo y no ella. Pero si no hubiera ido allí, no habría conocido a Pedro Alfonso, el hombre más atractivo que había visto en su vida, con cicatrices o sin ellas. Sonrió al imaginarse la reacción si describía aquella casa gloriosa y a su cliente carismático a Andrés Hastings. Hacía poco tiempo que se conocían, pero él empezaba a mostrar rasgos de carácter que hacían improbable que su relación durara mucho más. Ella disfrutaba de la compañía de los hombres, pero hasta el momento había conseguido mantener sus relaciones superficiales en un segundo plano en relación a su trabajo. Era huérfana desde la adolescencia y se había acostumbrado hacía tiempo a tener plena autonomía sobre su vida.

La soledad no era un problema, pues compartía la casa heredada de su padre con dos antiguos compañeros de universidad, ambos varones. Los tres llevaban vidas separadas, cada uno en un piso de la casa, y Rodrigo y Fabían pagaban un alquiler más que razonable, pero a Andrés no le gustaba el arreglo y había empezado a presionarla para que se fuera a vivir con él. La negativa de ella era un motivo de discordia entre ellos, y su repentino viaje a Portugal el día que él tenía entradas para una ópera en Glyndebourne había sido la última gota. Pero para Paula era más importante ayudar a Juan que ir a ver Las bodas deFígaro. Además, no tenía intención de irse a vivir con un hombre cuyas opiniones en la vida eran tan distintas a las de ella. A pesar de no haber dormido bien, se despertó temprano. Se duchó y vistió con vaqueros y camiseta y se recogió el pelo en un moño. Cuando terminaba de peinarse, llegó Lidia con una bandeja.

—Buenos días, doctora —la mujer sonrió, dejó la bandeja en una mesa pequeña cerca de la ventana y acercó una silla.

Paula le devolvió la sonrisa.

—Buenos días. Muchas gracias.

—¿Hay desayuno suficiente o quiere beicon y huevos?

Paula se echó a reír y le aseguró que el pan, los bollos y la fruta eran más que suficiente.

—Está perfecto. Gracias.

La mujer sonrió complacida.

—¡Que aproveche! Volveré a las nueve.

—¿Puede decirle a Jorge que la acompañe y baje el trípode y la caja de trabajo?

—Sí. Se lo diré.

Paula se sentó ante la ventana abierta a comer con calma mirando los jardines. Pasara lo que pasara con el cuadro, se alegraba de haber tenido ocasión de ver aquel lugar celestial, y de conocer a Pedro Alfonso, un gaucho muy sexy. Aunque el hombre con el que se reunió más tarde en la veranda parecía más nervioso que sexy. Sus ojos ensombrecidos mostraban dolor.

—Buenos días —le dijo cuando se reunió con él—. ¿Ha dormido bien?

—Muy bien, gracias.

Pedro miró el trípode y la caja con interés.

—¿Eso es para trabajar?

Paula asintió.

—Hago fotografías del cuadro para preservar su estado original y sigo haciéndolas a lo largo del trabajo. La caja contiene herramientas y disolventes para la limpieza preliminar. Puede ser un proceso sucio, así que necesitaré un lugar donde no vaya a estropear nada. Y con buena luz del día pero no mucho sol, si es posible.

Él asintió.

—Me encargaré de ello. ¿Todavía quiere dar un paseo antes de empezar?

—Sí, por favor. He desayunado mirando su jardín y me gustaría ver más —y aplazar el estrés del primer encuentro con el cuadro.

—Vamos, pues —él tomó su bastón, que estaba apoyado en una columna.

—¿Seguro que le apetece andar? —preguntó ella. Y se arrepintió en cuanto vió que él apretaba los labios.

—Le aseguro que puedo renquear un rato sin caerme, doctora.

Ella se sonrojó.

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