—Lo siento.
—No. Soy yo el que lo siente —él sonrió forzado—. Perdóneme. Esta mañana he nadado demasiado y ahora pago el precio. Venga. Le enseñaré la piscina.
Durante el paseo se encontraron con dos jardineros, dos hombres mayores que les sonrieron. Pedro se detuvo a cruzar unas palabras con ellos.
—Se ha alegrado de verlo —comentó ella.
—Me conocen desde que nací —le informó él—. Esta quinta fue el hogar de la infancia de mi madre. Ahora es mía.
Paula estaba impresionada.
—¿La heredó de su madre?
—Me la dió ella. Mi madre sigue viva. Pero desde que se casó con mi padre y este se la llevó a vivir a Rio Grande do Sul, no viene mucho por aquí. No le gustan los vuelos largos.
—La comprendo perfectamente. El vuelo desde Inglaterra hasta Oporto fue suficiente para mí. ¡Oh! —exclamó con placer cuando doblaron un recodo—. Una cancha de tenis.
—¿Juega usted?
—Sí, pero no muy bien.
—Seguro que mejor que yo ahora —dijo él con amargura.
—Perdone una pregunta personal —dijo ella con cautela—, ¿Pero no se puede hacer nada con su cojera?
Él torció la boca.
—Pues sí. Hago los ejercicios, un fisioterapeuta me tortura, nado y camino todos los días, y cada día mejora un poco. Estoy seguro de que volveré a ser normal. Lo que quiera que sea eso —añadió—. Para lograrlo, tendré que hacerme cirugía plástica en la cara si no quiero dar pesadillas a los niños.
Paula, arrepentida de haber sacado el tema, se alegró cuando llegaron a la piscina.
—Su posición es maravillosa, con esos árboles al fondo y las montañas más allá — comentó.
Él asintió, pero no dijo nada más hasta que llegaron a la casita de verano en el camino de regreso.
—Vamos a inspeccionar esto antes de volver. ¿Cree que estará bien para trabajar? Tiene luz natural y no la molestará nadie, pero estará cerca de la casa.
Paula subió los escalones y entró en una habitación octogonal con una mesa y sillas de mimbre, suelo de baldosas y toda la luz natural que pudiera desear. Sonrió.
—Es perfecta. Ya solo necesito el cuadro, una manta grande y mi equipo y puedo empezar.
—Primero café —dijo él con firmeza. Señaló con el bastón en dirección a la casa—. Lo tomaremos en la veranda, donde espera ya el cuadro.
A Paula le costó mantener el paso lento de Pedro. Había llegado el momento de la verdad y estaba nerviosa. Aunque el cuadro fuera lo que él creía, quizá ella no conseguiría identificar al artista, lo cual sería desastroso después de haber insistido en que poseía la experiencia necesaria. Cuando subieron los escalones de la veranda y vio el paquete envuelto sobre la mesa, se le aceleró el pulso.
—¿Lo desenvuelvo? —preguntó Pedro.
Paula asintió.
—Sí, por favor.
Él retiró la envoltura con cuidado y se apartó.
—Un poco sucio, ¿Verdad?
—Es normal si el cuadro es antiguo —asintió ella. Sus nervios desaparecieron en cuanto miró el lienzo, que mostraba a un joven moreno con ropa sobria del siglo XVIII—. Desde luego, no era un dandy —musitó—, aunque estaría mucho más elegante sin las capas repintadas. La levita no es más que un borrón y hay demasiada tela en el cuello.
—¿Qué significa eso? —preguntó Pedro con el rostro tenso.
—La pintura de arriba puede estar ocultando una reparación en el lienzo o un añadido por otro artista —dijo ella con aire ausente y con los ojos fijos en la cara del modelo, que había sufrido menos que el cuerpo—. Si pide que lleven mis cosas a la casita, con una manta gruesa para poner el cuadro encima, empezaré a trabajar de inmediato.
—Primero debe tomar el café —insistió él.
Jorge apareció con una cafetera en una bandeja. Pedro le dió algunas instrucciones y el hombre se llevó el trípode y la caja de herramientas a la casita.
—El cuadro lo llevaré yo personalmente cuando estemos listos —dijo Pedro, sacando una silla para ella.
Paula deseaba empezar pronto a trabajar, así que sirvió el café.
—Después de limpiar el cuadro, puedo retirar parte de la pintura de encima con disolvente, si no tiene inconveniente. Entonces quizá tenga alguna idea sobre el artista.
Tenía ya una idea, pero no estaba dispuesta a mencionar nombres todavía. Investigaciones futuras podían demostrar que se equivocaba y eso acabaría para siempre con la fe que Pedro Alfonso pudiera tener en ella. Él se sentó a su lado.
—No debe trabajar mucho tiempo seguido sin tomar un descanso. Jorge irá a buscarla cuando esté listo el almuerzo.
—No puedo comer mucho en mitad del día —le advirtió ella.
—Tiene que comer para tener energía. Un sándwich por lo menos —repuso él con firmeza—. Yo me reuniré con usted aquí a la una —alzó la vista cuando volvió Jorge.
—¿Está todo preparado?
—Sí, señor.
Paula vió que habían barrido y limpiado el polvo a la casita y habían metido una segunda mesa en la que había una bandeja con vasos y agua embotellada en un cubo con hielo, además de una campana metálica con asa de madera y una manta marrón gruesa. Colocó la manta donde había más luz y Pedro depositó el cuadro encima. Se apartó y la miró mientras ella examinaba el rostro pintado. Ella se tomó tiempo; su entusiasmo iba en aumento. El rostro resultaba familiar. ¿Habría acertado con el artista? Se volvió a sonreír a Pedro.
—Bien. Voy a empezar ya.
—¿Quieres que la deje con su trabajo de detective? —él señaló la campana—. Llame si necesita algo y vendrá Jorge. La veré en el almuerzo.
Cuando Paula se quedó por fin sola con el retrato, se quitó las gafas para mirar al modelo a través de la lupa.
—Está bien, señorito. Vamos a verte más de cerca.
Revisó cada centímetro del cuadro y sacó una foto para que sirviera de testimonio de su estado original. Su instinto le gritaba que empezara a limpiar, pero siguió pacientemente la rutina habitual. Cuando hubo sacado todo lo que necesitaba de la caja, se puso una mascarilla y los prismáticos a modo de cinta del pelo, respiró hondo y mojó la primera bola de algodón en el líquido de limpiar.
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