jueves, 9 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 3

—Hasta luego, doctora.

Ella asintió y subió las escaleras con la espalda muy recta.

Pedro la miró hasta que se perdió de vista y regresó a la veranda. Se sentó y se frotó con aire ausente la pierna que tanto le dolía si permanecía en pie mucho tiempo. Su sorpresa al descubrir que su huésped no era un hombre sino una mujer había ofendido a la doctora Lister. Pero si estaba plenamente cualificada para dar una opinión informada sobre su cuadro, en teoría a él no le importaba que fuera mujer. Apretó los labios. En la práctica, sin embargo, resentía profundamente la necesidad de recibir en su casa a una mujer ahora que estaba desfigurado; aunque se tratara de una intelectual eficiente como la doctora Lister, con el pelo recogido y apartado de la cara y su ropa masculina. Las únicas mujeres que había ahora a su lado eran sus empleadas, cuando en otro tiempo había estado rodeado por todo tipo de mujeres hermosas y bien dispuestas hacia él. Recorrió con un dedo la cicatriz de la cara. Todo eso y muchas otras cosas habían cambiado para siempre el día que por fin se le había acabado la suerte.


Cuando Paula se instaló en la cama con un libro, había recuperado ya su equilibrio emocional. La reacción de Pedro Alfonso al verla había sido un golpe más duro de lo que quería admitir. Su melena castaña y sus ojos verdes tornasolados no solían espantar a los hombres. Se mordió el labio inferior. La preferencia de su cliente por un experto varón había sido otro golpe. Si informaba a Pedro de que su cuadro era una falsificación sin valor intrínseco alguno, él podía negarse a aceptar su veredicto. Se encogió de hombros. No sería el fin del mundo; simplemente tendría que contar con el apoyo de Juan. Le enviaría fotografías del cuadro por correo electrónico para que lo juzgara él y se ganaría la eterna gratitud de Judith Massey por distraer a su esposo convaleciente.

Antes de llegar allí, Paula se había preguntado si la invitarían a cenar con la familia de su anfitrión, pero hasta el momento no había habido ninguna mención a una esposa ni a ningún otro pariente. De hecho, James sabía tan poco del señor Alfonso que ella había especulado bastante durante el vuelo, pero nada la había preparado para la reacción que sintió al verlo, pues era la primera vez que le sucedía algo así. Tampoco estaba preparada para la hostilidad de él, que resultaba tan sorprendente como su juventud y su rostro marcado oscuramente atractivo. Se encogió de hombros. Tal vez él hubiera preferido que examinara un hombre su cuadro, pero ella estaba más que capacitada para el trabajo. Lo que no impedía que la idea de la cena la sobrecogiera un poco. Su primera intención había sido ponerse un vestido verde sin mangas con un drapeado que resaltaba sus curvas, pero volvió a colgarlo en la percha y eligió uno de lino negro. Sin joyas que suavizaran la dureza del vestido y con solo un leve toque de maquillaje, interpretaría el papel de intelectual en la cena con un hombre que tenía un aura de melancolía sardónica, misteriosa y sorprendente. Ella habría esperado que un hombre de su edad y de su raza fuera más extrovertido. Y quizá lo había sido antes de la cicatriz.

Un minuto antes de las ocho llegó Lidia jadeando levemente y anunció que el señor Alfonso esperaba a su invitada. Paula se puso las gafas y se miró una vez más alespejo para comprobar que ningún mechón de pelo escapaba del severo moño. Siguió a la mujer escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde la esperaba Jorge para escoltarla a la veranda, que resultaba aún más invitadora con luces suaves brillando entre las plantas que adornaban las columnas. Pedro se levantó lentamente de uno de los sillones de mimbre y la miró en silencio. Aquella invitada elegante y discreta le producía desazón. Se sobrepuso y le dió las buenas noches. Paula se preguntó si aquel hombre decía alguna vez algo sin pensarlo antes.

—A Lidia no le ha gustado que haya elegido cenar aquí fuera —dijo. La guió hacia una mesa—. El comedor es muy grande para dos personas y he creído que preferiría esto —pero en realidad la preferencia era suya, con la esperanza de que su cicatriz destacara menos en aquella luz suave.

—Así es —le aseguró ella, que vió que la mesa estaba puesta para dos. No había esposa, pues. Al menos allí.

Él apartó una silla para ella.

—¿Qué va a beber? ¿Un gin tonic tal vez?

Paula miró la botella metida en el cubo de hielo plateado.

—¿Puedo tomar una copa de vino? —preguntó.

—Desde luego. Este es el vinho verde del Minho —él descorchó la botella y sirvió dos copas—. Yo la acompañaré —le pasó una copa y acercó la suya a la de ella—. ¿Por qué brindamos?

—¿Por un buen resultado para su cuadro?

Él asintió.

—Por eso.

El vino frío entraba como néctar, era el acompañamiento perfecto al plato de aperitivos calientes que colocó Jorge delante de Paula.

—El plato nacional —informó Pedro—. Bolinhas de bacalhau. ¿Las ha probado antes?

—No, pero huelen de maravilla —ella se metió una de las bolitas en la boca—. Y saben aún mejor. Recordaré con placer mi primera comida en Portugal.

Pedro estaba sentado enfrente, con la cicatriz destacando en su cara morena contra el blanco de la camisa.

—¿No ha comido nada desde que llegó? —preguntó con el ceño fruncido.

Ella negó con la cabeza.

—Me lo ofrecieron, pero tenía mucho calor y mucha sed.

—Entonces debe comer más —empujó la bandeja hacia ella.

—No, gracias —respondió ella, con firmeza—. Si lo hago, no necesitaré la cena.

—Tiene que comer bien o el chef se ofenderá.

¿El chef? Paula digirió aquella información, junto con la bolinha, y se dispuso a ser una invitada educada.

—¿Hace mucho tiempo que vive aquí, Alfonso?

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