jueves, 9 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón Capítulo 2

Paula, que no estaba segura de lo que quería decir «pronto», bebió el agua y se conformó con lavarse en lugar de tomar una ducha, como habría sido su deseo. Se cepilló el pelo, lo sujetó en un moño tirante y se cambió la camiseta y los vaqueros por unos pantalones negros de traje y una camisa blanca. Añadió con una sonrisa las gafas que usaba para trabajar en el ordenador. Con suerte, aquel aspecto eficiente impresionaría a un hombre que seguramente sería mayor si tenía una casa tan fabulosa como aquella y dinero para gastar en cuadros valiosos. Envió mensajes de texto a Juan y a su amiga Laura, y por último, con cierta culpa porque no se le había ocurrido hasta entonces, otro a Andrés, y empezó a deshacer el equipaje. Antes de que terminara, el rugido de un motor de coche alteró la paz de la tarde y Lidia entró apresuradamente y movió la cabeza con desaprobación.

—Yo hago eso, doctora. Usted venga. Ha llegado él.

Paula siguió a la mujer por la escalinata curva y al exterior, a una veranda alargada de suelo brillante y columnas de piedra tallada entrelazadas de plantas. Un hombre ataviado con chaqueta de lino y vaqueros estaba apoyado en una de ellas mirando los jardines. Era alto y delgado, con una melena de pelo negro rizado y un perfil que cualquier estrella de cine habría envidiado. Cuando Lidia habló, se volvió rápidamente, y miró a Katherine sorprendido.

—La doctora Chaves—anunció Lidia, y se apartó.

—¿Usted es la doctora Chaves? —preguntó el hombre.

«¡Por fin!», exclamaron sus hormonas. «Por fin lo has encontrado».

—Soy Paula Chaves, sí —repuso ella, orgullosa de poder mantener la compostura.

Sonrió educadamente. Él le hizo una inclinación de cabeza.

—Encantado. Pedro Alfonso. Lamento no haber estado aquí para recibirla a su llegada.

—No lo lamente. Su gente me ha hecho sentir bienvenida —le aseguró ella.

Su cliente estaba muy alejado del hombre de negocios mayor que Katherine había imaginado. Supuso que tendría solo unos años más que los veintiocho de ella. Y habría podido jurar que lo había visto antes en alguna parte. Su melena y sus ojos oscuros situados encima de unos pómulos altos, le resultaban curiosamente familiares. A diferencia de la cicatriz que le bajaba por un lado de la cara y que era de las que una vez vistas ya no se olvidan. Cuando vio que continuaba el silencio, decidió romperlo.

—¿Hay algún problema, señor Alfonso?

—Esperaba un hombre —repuso él cortante.

Paula se puso tensa.

—Creía que el señor Massey le había explicado que me enviaba a mí en su lugar.

Él asintió con frialdad.

—Y así fue. Pero en inglés no hay diferencia entre «doctor» y «doctora» y yo entendí que el «doctor» Chavesera un hombre.

—Le aseguro que estoy plenamente cualificada para hacer la inspección que ha pedido, señor Alfonso—repuso ella—. No tengo tanta experiencia como el señor Massey, es cierto, pero tengo más que suficiente para darle una opinión bien formada de su cuadro.

Esperó, pero no obtuvo respuesta. Al parecer, la atracción no había sido mutua.

—Claro que, si insiste en un experto masculino, me marcharé enseguida. Aunque le agradecería mucho una taza de té antes.

Pedro Alfonso pareció consternado. Dió una palmada y apareció Jorge Machado con una bandeja.

—¿Por qué no se le ha ofrecido nada a la doctora Chaves? —preguntó el dueño de la casa.

—Disculpe, doctora. Esperaba al patrao.

—Tendrías que haber servido a mi invitada sin esperarme a mí —su patrón frunció el ceño—. Por favor, siéntese, doctora Chaves.

Jorge llenó una de las frágiles tazas con té, la otra con café solo y ofreció a Paula una bandeja de pasteles, que ella rehusó con una sonrisa amistosa antes de sentarse. Pedro se acomodó enfrente en la mesa y guardó silencio. Katherine decidió que, por lo que a ella respectaba, podía estar callado todo el tiempo que le diera la gana. Por atractivo que fuera, en cuanto terminara el té, pediría un transporte hasta Viana do Castelo.

—Por favor, dígame si conoce bien al señor Juan Massey —dijo él al fin.

—De toda la vida —contestó ella.

—¿Son parientes?

—No, es un amigo íntimo de mi padre. ¿De qué lo conoce usted, señor Alfonso?

—Por su reputación y por la información que busqué en Internet. Me puse en contacto con él porque mi investigación me dijo que era el más acertado para autentificar mi cuadro. Lo compré bastante barato.

—¿Pero cree que es muy valioso?

Pedro se encogió de hombros con indiferencia.

—El valor no es importante. No voy a revenderlo. Lo que me interesa es la identidad del artista y, si es posible, la del modelo —volvió a guardar silencio, como si diera vueltas a algo en su mente—. Si quisiera quedarse a examinarlo —dijo al fin—, le estaría muy agradecido, doctora.

El primer instinto de Paula fue rehusar. Pero como representaba a la Galería Massey, y además sentía curiosidad por el cuadro, cambió de idea. Por orgullo, hizo una pausa como si considerara su respuesta y acabó por asentir con la cabeza.

—Puesto que ha pagado tan generosamente por mi tiempo, no tengo otra opción.

—Obrigado, doctora Chaves. Verá usted el cuadro por la mañana, a plena luz del día, y me dirá lo que necesita. El señor Massey me avisó de que habría que limpiarlo antes de poder dar una opinión —miró su reloj—, pero ahora debe de estar cansada de su viaje. Por favor, descanse antes de bajar a cenar conmigo.

Así que iba a tener el honor de cenar en su mesa. La mención de la comida le recordó que, ahora que había calmado la sed, tenía hambre.

—Gracias, señor Alfonso.

—De nada —él hizo una pausa—. Una cosa. Prefiero que me llame «Alfonso».

—Entiendo. Lo recordaré.

Ella se levantó y él la acompañó hasta el vestíbulo.

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