Pedro fue al vestíbulo y Katherine se quedó en la veranda. La espera le pareció interminable.
—Siento haber tardado tanto —dijo él cuando volvió al fin—. Querían hablar con Lidia y Jorge e inspeccionar el salón y la ventana. Se han llevado la nota —suspiró con cansancio—. Necesito una copa. Tómate un brandi conmigo. ¿Tienes frío en la veranda?
—En absoluto.
Él sirvió dos copas.
—Creo que lo necesitamos los dos.
Paula tomó un sorbo y dejó la copa en la mesa.
—Menos mal que mi vuelo sale el domingo —comentó.
—No tengas miedo. Yo no permitiré que te suceda nada.
—No tengo miedo por mí, temo por tí.
Él la miró de hito en hito.
—¿Porque estoy cojo y no puedo defenderme?
—¡Por el amor de Dios, déjate de melodramas! Esto es serio.
—Discúlpame —él sonrió—. ¿Qué es lo que intentas decirme?
—La verdad —ella lo miró a los ojos—. En este momento no estás en condiciones físicas de luchar con un atacante.
Él movió la cabeza.
—Hay tan pocos crímenes violentos aquí que me cuesta creer esto.
—A mí también, pero lo sensato es tomar precauciones.
—Tienes razón —Pedro miró la noche—. Y para empezar, es mejor que entremos. Apagaré las luces aquí, cerraré las puertas y te acompañaré arriba.
—Eso no es necesario.
—Sí lo es —insistió él—. Eres la única que duerme en el segundo piso y no me quedaré tranquilo hasta que te deje sana y salva dentro de tu habitación.
Paula esperó a que cerrara y le ofreció el brazo. Pedro lo aceptó encantado para subir las escaleras, pero la proximidad de ella lo excitó sobremanera. Apretó los dientes y se dijo que solo la acompañaría hasta su habitación. Pero entonces ella se quedaría sola en el piso de arriba si ocurría algo. Paula apartó el brazo cuando llegaron al rellano y le tomó la mano.
—¿Qué te preocupa, Pedro?
—Que estés sola aquí arriba.
—No pensarás en serio que alguien pueda intentar entrar.
Él se pasó una mano por el pelo con amargura.
—Ayer me habría reído de semejante idea. Esta noche no sé. No puedo soportar pensar que estarás sola y vulnerable, tan lejos de mí.
A Paula tampoco le hacía mucha gracia. Abrió la puerta y entró a encender la luz.
—Cierra la ventana, por favor —dijo él—. Esta noche las cerramos todas.
Entró en la estancia y se acercó a los ventanales. Miró los jardines bañados por la luz de la luna.
—No te preocupes. Ahí fuera hay mucha luz. Solo un tonto intentaría entrar en una noche así.
—Espero que tengas razón.
—¿Tienes miedo? —preguntó Pedro.
—Un poco —ella vaciló—. ¿Estás cansado o puedes quedarte a charlar un rato?
Pedro se volvió a mirarla.
—No estoy cansado, pero no me quedaré.
Paula se rindió.
—Buenas noches, pues.
Pedro cerró los ojos con desesperación.
—Si me quedo, querré algo más que hablar.
Ella se acercó y lo miró a los ojos.
—Quédate igualmente. ¿Por favor?
Pedro lanzó un gemido desesperado y la tomó en sus brazos. La besó con tal fiereza que ambos temblaban cuando él alzó por fin la cabeza para mirarla a los ojos.
—¿Lo ves? —dijo entre dientes—. Un beso y prendemos fuego al mundo. Valoro mucho tu mente y tus conocimientos de arte, es verdad, pero también tu hermoso cuerpo.
—Y yo el tuyo, Pedro—repuso ella sonrojándose.
Él tragó saliva convulsivamente.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
Pedro suspiró.
—Pensaba que ninguna mujer volvería a mirarme con placer —le alzó la barbilla y la miró profundamente a los ojos—. Dime que me deseas.
—Pues claro que te deseo. Te he pedido que te quedes.
—Porque estás asustada.
—Y porque quiero que me hagas el amor.
Pedro volvió a besarla y cayeron juntos sobre la cama. Paula se apretó contra él y le devolvió el beso. El gimió contra sus labios entreabiertos y empezó a acariciarla. Ella no tardó en sentir un anhelo tal que ayudó con fervor a que ambos se desnudaran. Se puso tensa cuando Pedro la colocó de espaldas, pero en lugar de aplastar el cuerpo de ella con el suyo, como ella esperaba, se apoyó en un codo y se quedó mirándola, recorriendo con la vista cada centímetro de su cuerpo como si quisiera comérsela. Ella se movió impaciente, incapaz de permanecer quieta bajo la mirada brillante y ansiosa de él.
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