jueves, 16 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 10

—Sola en casa. Hago la cena, plancho un poco, veo la televisión o leo —Paula hizo una mueca—. Nada emocionante.

—¿Y otras veces la invitan a cenar fuera? —preguntó él, que se había sentado ya enfrente de ella.

—Sí. O salgo con amigos, principalmente amigas.

—Pero uno de sus amigos es un hombre, ¿no?

—Más de uno —ella sonrió—. Comparto casa con dos; algo que no aprueba el hombre con el que salgo a cenar últimamente.

Pedro le ofreció tostaditas untadas con paté.

—¿Está celoso?

Paula pensó en eso.

—Andrés quiere que me vaya a vivir a su casa.

A Pedro le brillaron los ojos.

—¿Y usted quiere hacerlo?

Ella negó con la cabeza.

—En absoluto. Mi casa es mía. La heredé de mi padre. Y mis inquilinos pagan un buen alquiler y los tres salimos a veces con más gente a tomar una copa o a cenar, cosas que disfruto mucho. Muy bueno el paté, por cierto.

—Lo ha hecho Lidia, así que coma más —Pedro se inclinó a llenarle la copa de nuevo—. ¿Su padre ha muerto?—preguntó.

—Sí. Mi madre murió cuando era pequeña, papá me crió solo y lo hizo muy bien — ella carraspeó—. Y cuando yo acababa de cumplir los dieciocho años, murió de un infarto.

—¡Qué tragedia! —musitó él—. ¿Tiene más familia?

—Diana, la hermana pequeña de papá, se vino a vivir conmigo entonces, pero luego conoció a Sergio Napier, el arquitecto con el que está casada ahora —Paula sonrió con calor—. Querían que viviera con ellos, pero yo preferí quedarme en casa. Dos compañeros de universidad buscaban un lugar para vivir y Sergio hizo unas modificaciones para crear tres departamentos separados. El arreglo funciona tan bien que Rodrigo y Fabián siguen conmigo.

—Y usted no quiere dejarlos para vivir con su amante —señaló él.

—Es solo un amigo —repuso ella irritada.

Y enseguida se mordió el labio inferior. Pedro la miró divertido.

—No me ofende, doctora. Soy yo el que la ofende hablando de amantes. Pero ese hombre se considera así, ¿No?

—Lo conocí hace poco —protestó ella.

—Solo se necesita un momento para enamorarse.

Paula frunció el ceño.

—A veces he visto que también se necesita solo un momento para desenamorarse —comentó.

Llegó Jorge con una bandeja de rodajas de cerdo asado flanqueadas por verduras y un plato de rodajas de patatas asadas.

—¡Huele divino! —exclamó ella.

—Nos serviremos nosotros, Jorge —dijo Pedro —. Da las gracias a Lidia.

Tomó la botella de vino y rellenó de nuevo las copas.

—¿Estabas muy unida a tu padre, Paula? ¿Me permites tutearte?

—Por supuesto —repuso ella. Y se irritó consigo misma porque se sonrojó—. Sí, mucho —contestó a la pregunta de él—. Hasta seguí sus pasos profesionalmente. Él daba clases de Historia del Arte. Conoció a Juan Massey en la universidad.

—Y ahora trabajas para el amigo de tu padre.

Ella se puso tensa.

—Pero no hay nada de nepotismo en eso.

—Claro que no —repuso él—. Pero a tu padre le gustaría saber que trabajas con su amigo.

—Cierto, pero yo me gano mi sueldo.

Pedro suspiró.

—Ahora te he ofendido. Perdona. No era mi intención. Por favor, come más o Lidia se ofenderá también.

Paula comió un rato en silencio y después decidió lanzarse en picado.

—¿Puedo preguntarte por tu accidente?

Pedro se puso rígido y dio la impresión de que se iba a negar, pero acabó encogiéndose de hombros con mirada amarga.

—Tuve un accidente de coche y la suerte de sobrevivir. Pero durante un tiempo me resultó difícil considerarme afortunado.

—¿Porque tenías muchos dolores?

Él sonrió con sorna.

—También por vanidad. Toda la pierna rota estaba escayolada, tenía conmoción, los ojos morados, la nariz y los dientes rotos y la mitad de la cara cosida con puntos. El monstruo de Frankenstein era más guapo que yo.

—Parece que sí tuviste suerte de salir con vida —Paula se estremeció—. ¿Llevabas pasajeros en el coche?

—El pasajero era yo. El coche se salió de la carretera en una curva y el conductor saltó fuera. Gracias a Dios, el coche no estalló en llamas como en las películas, pero sufrió muchos daños al chocar pendiente abajo contra los árboles.

—¿Y qué le pasó al conductor?

Los ojos de él se volvieron duros como el granito.

—Era una mujer. Luego me enteré de que solo tenía un esguince en la muñeca y algunas contusiones, pues los arbustos paliaron su caída. Huyó de allí presa del pánico y a mí me ayudó un automovilista que pasaba. Yo no supe nada de eso. Me desperté en el hospital, con mis padres al lado de mi cama.

—Debió de ser terrible para ellos verte así —musitó ella—. ¿Y la mujer que conducía el coche?

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