Paula bajó corriendo las escaleras y se lo encontró a Jorge en el vestíbulo.
—El señor Pedro no debe conducir mucho rato, doctora.
—Me encargaré de que no lo haga —le prometió ella—. De hecho, prefiero que nos lleve usted, si cree que él no está en buena forma.
Jorge se mostró horrorizado.
—No, doctora. No diga nada, por favor. Tiene mucho orgullo, ¿Comprende?
—Lo comprendo muy bien —ella le dió una palmada en el brazo—. No se preocupe. Me aseguraré de que no se agote.
—Muchas gracias —el hombre sonrió con aire de disculpa—. Lidia se preocupa mucho.
Paula salió a esperar fuera, donde estaba ya Pedro al volante de un Range Rover negro. Ella se acercó a la puerta del acompañante.
—Esperaba un coche deportivo —comentó.
—Es un coche deportivo. Un Range Rover Sport —comentó él.
—Claro que sí —rió ella.
—Puedes reírte —comentó él con dignidad—, pero este modelo es también automático, lo cual ahora me facilita las cosas.
—Y es muy cómodo —Paula se abrochó el cinturón y se recostó en el asiento con un suspiro de placer—. Bien, vamos allá.
En lugar de conducir deprisa como esperaba ella, Pedro la llevó en un recorrido tranquilo a lo largo del río Lima, donde le fue señalando los lugares de interés. Aunque, como le dijo Paula, a ella le resultaba de interés todo lo que veía.
—¡Es tan verde! Es muy distinto a lo que imaginaba —comentó.
—Tú pensabas en el Algarve, con sus acantilados y sus playas de arena. Aquí en el Minho la vida es muy diferente. Más lenta, algunos dirían atrasada, pero yo digo pacífica y tradicional. Y esto es muy verde porque aquí llueve mucho. Iremos a Viana do Castelo, que tiene tiendas buenas. Te gustará.
—Porque soy mujer y no puedo vivir sin comprar —bromeó ella.
Pedro se echó a reír.
—Allí, como en el resto de Portugal, hay zapatos buenos, y a todas las mujeres les gustan los zapatos.
Paula no era una excepción.
—Me gustaría ver escaparates —admitió—. Pero a tí no, así que me abstendré.
—Tengo las gafas de sol y el sombrero —señaló él; se bajó el Stetson de paja sobre los ojos—. Y contigo al lado no me mirará nadie, así que no hay problema —la miró por encima de las gafas—. Me gustaría mirar escaparates contigo, Paula.
—Entonces lo haremos —sonrió ella.
Él la tomó del brazo cuando salieron del coche.
—Si me permites esto, puedo arreglármelas sin el bastón.
—Lo permito si tú me haces de guía —sonrió ella.
—Siempre a tus órdenes —él señaló con la mano—. Estamos en la Praça da República, con una fuente construida en 1553. Es el centro vital de Viana y en ella se pueden admirar distintos tipos de arquitectura.
—Yo estoy llena de admiración —le aseguró ella.
—Me complace oír eso. El edificio renacentista de aquel extremo, la Misericórdia, tiene unas cariátides magníficas.
Pedro la llevó alrededor de la plaza, donde le fue señalando los estilos barroco y manuelino de mansiones cuyos dueños se habían hecho ricos con el comercio con Brasil o con el resto de Europa.
—Pero basta de historia —dijo abruptamente—. Ahora vamos a ver zapatos.
Paula se echó a reír y admiró con él las tentadoras muestras de los escaparates, pero se negó a comprar nada, ni siquiera unas elegantes sandalias de tacón de aguja que le encantaban.
—¿Te gustan esos? —preguntó Pedro.
—Solo estoy mirando —respondió ella con firmeza. Se volvió—. Y ahora tenemos que volver a casa o Jorge me reñirá por no cuidar de tí.
—Primero compramos los zapatos.
Y Paula se vió obligada a acompañarlo al interior de la tienda para no llamar la atención en la Praça da República. Unos minutos después salían con las sandalias, que le quedaban tan bien y eran tan fabulosas que ella decidió que valían la pena el gasto. Pero se produjo un momento desagradable cuando se enteró de que Pedro ya las había pagado mientras ella se ponía los zapatos viejos.
—Dime cuánto te han costado y te pagaré cuando volvamos —insistió ella cuando estuvieron fuera. Al ver que la cojera de él se volvía más pronunciada, lo miró con ansiedad—. Estás cansado. Tendríamos que haber parado antes. ¿Necesitas descansar antes de que volvamos?
—No, gracias —replicó él con sequedad—. Volvamos al coche.
—No tengas miedo de apoyarte en mí —le dijo ella, apenada porque se sintiera tan ofendido.
Durante el viaje de vuelta, con Pedro ya claramente más cómodo, volvió a abordar el tema del pago de los zapatos.
—Son un regalo —declaró con frialdad.
—No puedo aceptarlo —respondió ella con la misma frialdad.
—¡Por Dios! No son diamantes —gruñó él; y se pasó el resto del viaje en silencio mirando al frente.
—Pedro, por favor, intenta comprenderlo —dijo ella cuando cruzaban la verja de la Quinta—. Ya me has pagado muy bien por mis servicios y…
—Si no puedes aceptar un regalo tan nimio de mi parte, no importa —la interrumpió él—. Tíralos.
Antes de que Paula pudiera responder, Jorge se acercó a su puerta para ayudarla a salir y Pedro se alejó con el coche a la parte trasera de la casa a tal velocidad que Jorge se quedó mirándolo consternado.
—¿Tiene dolores, doctora? —preguntó con ansiedad.
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