Paula habría podido jurar que solo habían pasado unos minutos cuando llegó Pedro a decirle que el almuerzo los esperaba en la veranda, y para entonces, la papelera que ella tenía a los pies se iba llenando de algodones y no le apetecía interrumpir el trabajo para comer. Pero sonrió con educación, enderezó la espalda y cambió las lentes de los prismáticos por las gafas, consciente de la decepción de él porque tuviera tan poco que enseñar por su trabajo.
—Solo estoy retirando la suciedad. Empezará a ver una diferencia cuando empiece a quitar la pintura de arriba.
—No esperaba que estuviera peor que antes —confesó él.
—Yo también estoy peor —comentó ella cuando caminaban hacia la casa—. Tengo que lavarme.
—La esperaré en la veranda, no hay prisa.
—Sí la hay —lo contradijo ella—. Tengo que volver al trabajo.
Pedro sonrió.
—¿Tanto le gusta su trabajo de detective?
—Pues sí —Paula podía haber añadido que en aquel caso resultaba de lo más emocionante, pero guardó silencio por si se equivocaba.
Durante el almuerzo, Pedro le dijo que estaría fuera casi todo el día siguiente.
—No olvide parar a descansar a menudo. Le diré a Lidia que se encargue de ello.
—Oh, lo haré —le aseguró ella.
—¿Tiene ya alguna idea sobre cuál fue la mano que pintó a ese joven? —preguntó él después de llenar las tazas de café.
—En esta fase no es fácil saberlo. Cuando haya limpiado el lienzo, retiraré parte de la pintura de arriba y buscaré la firma de las pinceladas. Pero solo lo suficiente para formarme una opinión. Si el cuadro es valioso, dejaré el resto a la restauradora con la que más trabaja Juan, una mujer con mucha experiencia. A menos que usted prefiera que lo restaure otra persona, claro.
—No. Mi intención era dejarlo todo en manos del señor Massey. Pero yo confío en usted para ese trabajo, doctora Lister.
Aquello era un alivio.
—Es usted muy amable, pero yo soy historiadora de arte, no restauradora profesional. Además, no puedo quedarme aquí tanto tiempo.
—¿Tan impaciente está por regresar a Inglaterra? ¿Hay un amante esperándola?
Paula se ruborizó.
—Tengo un amigo, sí. Pero yo me refería a mi trabajo —repuso con frialdad.
Él enarcó las cejas.
—Estoy seguro de que el señor Massey le permitiría quedarse si se lo pidiera yo.
Paula terminó el café y se puso en pie.
—Eso depende de él.
—Si él accediera, ¿Le causaría problemas en su vida privada quedarse aquí? — Pedro se levantó más despacio, con los dientes apretados por el esfuerzo.
—En absoluto —ninguno que importara en comparación con el cuadro. Paula miró su reloj—. Tengo que volver al trabajo. Voy a subir a mi habitación a por el portátil.
—Nos veremos en la cena. No la acompaño a la casita, porque sé muy bien que soy demasiado lento para usted —dijo él con sorna.
Paula se sintió culpable porque sabía que él tenía razón. Sonrió.
—Estaré impaciente por decirle algo en la cena.
Pedro la observó subir las escaleras corriendo. Su hostilidad inicial hacia ella remitía rápidamente y daba paso a un deseo creciente de conocerla mejor. La Quinta era un paraíso hermoso y pacífico, pero solitario. Sonrió amargamente mientras cojeaba hasta su habitación. En otro tiempo había anhelado tener intimidad y tiempo para sí mismo. Ahora pagaría encantado a Juan Massey lo que le pidiera con tal de tener a Paula allí más tiempo, aunque solo fuera para conversar con ella durante la cena. Consideraba que era un tipo raro de mujer, una experta en un tema que a él le interesaba mucho. Y si le repelía su cicatriz, lo disimulaba muy bien. Sonrió. Era poco habitual conocer a una mujer que no se esforzara en utilizar sus encantos físicos para atraerlo, una novedad comparado con lo que le ocurría en los viejos tiempos. Y era obvio que ella no había oído hablar de él, aunque eso no tenía mucho de sorprendente, pues su carrera se había visto interrumpida antes de que llegara a la cima que había esperado alcanzar en otro tiempo.
Paula habló con Lidia al salir y descubrió que había un cuarto de baño en la planta baja destinado a las visitas y que utilizaría solo ella durante su estancia. Cuando llegó a la casita, se dispuso a trabajar con celo renovado ahora que había terminado la primera fase de limpieza. Con un lienzo más sucio, habría repetido el proceso de limpieza, pero debido al factor tiempo, pasó directamente a la siguiente fase. Empezó por una sección del abrigo del modelo. Colocó una tarjeta que tenía una ventanita cortada, mojó un trozo de algodón en acetona y empezó a trabajar dentro de la apertura. El efecto fue instantáneo. Esa capa de pintura se había aplicado en los últimos cincuenta años, pues se disolvió como por arte de magia dentro de la ventanita, dejando al descubierto un pigmento mucho más claro debajo. Continuó, moviendo el cartón poco a poco, usando la acetona, y después hizo una foto para enviársela a Juan y se sentó en una de las sillas a descansar. Éste la llamó al móvil casi enseguida.
—Creo que tu trabajo va a ser interesante. Eso parece un pigmento del siglo XVIII, pero te apuesto diez a uno, a que encontrarás daños en alguna parte. Pregunta a Alfonso si debes continuar.
—Ya está hablando de que me quede aquí a hacer eso, si tú estás de acuerdo.
—¿De verdad? —hubo una pausa—. Solo por curiosidad, ¿Cuántos años tiene? ¿Y está casado?
No hay comentarios:
Publicar un comentario