jueves, 9 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 1

El aeropuerto de Oporto estaba abarrotado, pero cuando Paula se abría paso por él empujando el carrito con las maletas, vio por fin a un hombre que sostenía un cartel con su nombre. Sonrió con cortesía y se acercó a él.

—Soy la doctora Chaves, de la Galería Massey, en Inglaterra.

El hombre la miró un momento sorprendido y luego se apresuró a quitarle el carrito.

—Bem-vinda, doutora. El señor Alfonso me ha enviado a buscarla. Mi nombre es Jorge Machado. Por favor, sígame hasta el coche.

Paula obedeció encantada. Se instaló en la elegante limusina y se relajó en el asiento de cuero cuando el vehículo salió del aeropuerto para dirigirse hacia el norte, al corazón del Minho, una zona de Portugal que había leído seguía todavía llena de tradiciones. Cuando cambiaron la autopista por una ruta más lenta con más curvas a lo largo del río Lima, pasaron un carro arrastrado por bueyes, con dos mujeres vestidas de negro caminando al lado, y ella sonrió encantada. El Portugal auténtico.

En un principio había pensado alquilar un coche y tomar unas breves vacaciones en la zona después de completar su misión, pero había acabado por seguir el consejo del hombre que la había contratado y aceptar el transporte que le ofrecían. Después iría en taxi a Viana do Castelo y buscaría un hotel para los días que le quedaran, pero por el momento era un placer relajarse y ver pasar aquella pintoresca parte del mundo mientras pensaba en lo que encontraría al final del viaje.

Estaba allí por trabajo. El desconocido señor Alfonso necesitaba un experto en arte que autentificara un cuadro recién comprado y había pagado todos los gastos para llevar al jefe de Paula a Portugal. Juan Massey era muy respetado en el mundo del arte y tenía fama de buscar obras no reconocidas de artistas importantes, y Paula se consideraba afortunada no solo de trabajar en su galería, sino también por poder contar con su valiosísima experiencia y aprender con él a diferenciar entre el artículo genuino y la falsificación. Pero Juan había caído víctima de la gripe poco antes de que tuviera que salir para Portugal y le había pedido  que ocupara su lugar. Y esta, encantada de que confiara en ella hasta tal punto, no había vacilado en aceptar.

El nuevo hombre en su vida había protestado bastante cuando ella había puesto en paréntesis aquella incipiente relación para irse a Portugal, principalmente porque había rechazado la oferta de él de acompañarla, pero Paula se había mostrado inconmovible. Un cliente que pagaba tan generosamente por sus servicios merecía una concentración total. Probablemente habría que limpiar el cuadro antes de poder aventurar una opinión y eso, dependiendo de su edad y de su estado, podía llevar tiempo. Andrés Hastings se había tomado tan mal la negativa que a Paula le había sorprendido recibir un mensaje de él en el aeropuerto en el que le pedía que se pusiera en contacto en cuanto llegara. La joven se encogió de hombros y decidió que prefería pensar en el señor Alfonso.  Juan Massey sabía sorprendentemente poco de su cliente, aparte de que poseía un cuadro que creía podía ser importante y que estaba dispuesto a pagar muybien por averiguarlo. Katherine esperaba fervientemente que estuviera en lo cierto, pues no le apetecía tener que dar la mala noticia si el cuadro no valía nada. Esa era una parte del trabajo con la que normalmente lidiaba Juan.

—Hemos llegado, doctora —dijo el chófer.

Paula se enderezó en el asiento y vio unos muros altos con una entrada en forma de arco coronada por una cruz de piedra. Él apuntó un control remoto a las puertas de hierro, que se abrieron para mostrar un jardín tan hermoso que ella le pidió que avanzara despacio por aquel vergel con vista de montañas al fondo. Cuando la casa apareció por fin a la vista, no desmerecía en nada de lo que la rodeaba. Era una estructura de paredes blancas y tejado rojo, con dos alas que se abrían desde una torre central de piedra cubierta de hiedra. Antes de que el vehículo se detuviera en el patio circular, se abrió la enorme puerta de la torre y una mujer bajita y regordeta salió apresuradamente por ella.

—Aquí está la doctora Chaves, Lidia —dijo Jorge Machado.

—Bienvenida a la Quinta das Montanhas, doctora —dijo la mujer.

Paula le sonrió con calor, encantada de oírla hablar en inglés aunque fuera con un fuerte acento.

—¿Cómo está usted? ¡Qué casa tan gloriosa!

La mujer sonrió contenta.

—El señor Pedro lamenta no estar aquí para recibirla, pero llegará muy pronto. La llevaré a su habitación, doctora.

Jorge las siguió con el equipaje. Lidia precedió a Paula por un vestíbulo amplio de techo abovedado y por una escalinata de piedra que tenía una balaustrada de hierro forjado tan delicado como encaje negro. La sonriente mujer le mostró una habitación de techo alto con amplios ventanales con las persianas bajadas, un armario y una cama enorme de madera oscura tallada cubierta con una colcha blanca. Y lo mejor para Paula en aquel momento, una bandeja con un cubo de hielo y agua mineral situada en una mesa entre los ventanales. Jorge dejó su maleta al lado de un arcón colocado a los pies de la cama y se volvió para salir.

—Cuando esté lista, doctora, baje por favor a ver la veranda.

Lidia mostró a Paula una puerta que daba a un cuarto de baño.

—Necesita, ¿Verdad?

—Sí. Obrigada —musitó Paula aliviada; dio las gracias a la otra con tal fervor que la mujer sonrió comprensiva.

—¿Le traigo comida ahora? —preguntó.

Paula negó con la cabeza.

—No, gracias. Ahora tengo mucho calor. Solo necesito agua.

Lidia se apresuró a llenarle un vaso.

—Vuelvo pronto.

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