Casi fue un alivio cuando sonó el timbre de la puerta y él fue a hablar con el jefe de la empresa de seguridad. En su ausencia, Paula miró los jardines con melancolía y subió arriba a buscar su equipaje. Comprobó que no se dejaba nada y bajó las maletas.
—Deberías haber esperado a Jorge —comentó Pedro.
—No era necesario. ¿Está todo arreglado?
Él asintió.
—Los hombres se dejarán ver poco por el día y harán rondas por la noche. Si hay un intruso, se encontrará con una desagradable sorpresa —Pedro tomó su bastón—. Ahora que tenemos protección, ¿Quieres pasear un poco conmigo por el jardín? Estará bien ejercitar la pierna antes del viaje.
—Me encantaría. Llevaré mi cámara —Paula lo miró con preocupación cuando bajaban los escalones de la veranda—. ¿Podrás hacer algún tipo de ejercicio en el avión?
—Irritaré a los demás pasajeros caminando por el pasillo —repuso él—. Y quizá una azafata me lleve de la mano.
Paula enarcó las cejas.
—Todas se pelearán por tener ese privilegio.
—Eres muy buena conmigo —él la abrazó y la besó—. Querida, es muy difícil separarse de tí.
Paula tenía la garganta oprimida por las lágrimas y no podía hablar. Caminaron en silencio hasta que volvieron a la casa. La joven hizo unas fotos del edificio y pidió a Pedro que posara para ella.
—Y no me muestres tu lado bueno —ordenó—. Te quiero tal y como eres.
Le hizo varias fotos y dejó que él le hiciera varias a ella. Sentía el corazón partido por la mitad. Pedro tenía razón. Uno podía enamorarse en un momento. A ella le había pasado la primera vez que lo vió, algo que antes creía que solo sucedía en la ficción. Pero eso no era motivo para largarse a Brasil con él. Pedro la deseaba, eso lo sabía bien. Pero que su corazón estuviera en sintonía con su cuerpo era ya otra cuestión. Pedro Alfonso estaba acostumbrado a que las mujeres se enamoraran de él a primera vista. O al menos a que se fueran a la cama con él. Cuando partieron, Paula se volvió a mira por última vez la casa. El tiempo pasado en la Quinta das Montanhas había sido breve, pero le había cambiado la vida. Pedro la rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí.
—No estés triste, querida. Un día te traeré de vuelta aquí, lo prometo —la besó con calor y ella le devolvió el beso—. No daré un espectáculo en el aeropuerto —le dijo—, así que esta será nuestra despedida. Hay cosas que tengo que hacer en la Estancia. Cuando las termine, iré a buscarte.
El viaje hasta Oporto terminó demasiado pronto para Paula. Cuando llegaron al aeropuerto, Jorge colocó el equipaje en un carrito y le estrechó la mano.
—Buen viaje, doctora.
Ella sonrió con calor.
—Adiós, Jorge. Lidia y tú han sido muy buenos conmigo.
—Siempre a sus órdenes —dijo él.
Y se alejó con tacto para dejarlos solos. Pedro le tomó la mano y la miró a los ojos.
—No voy a pasar de aquí, así que vete ya, antes de que te arrastre al coche y te lleve a Brasil.
Ella soltó una risita y entrelazó los dedos con los de él.
—Adiós, pues.
Él le besó la mano, y a continuación la estrechó contra sí y la besó como si su vida dependiera de ella.
—Hasta luego, Paula. Me niego a decir adiós —se apartó respirando con fuerza—. Y ahora vete, por favor. Y no mires atrás.
Paula obedeció ciegamente. El dolor físico de separarse de él la dejó como entumecida durante toda la espera. Hasta que no aceptó una taza de té que le ofreció una azafata, no se dió cuenta de que había llegado hasta allí sin darse cuenta. Movió la cabeza atónita, sorprendiendo al hombre que iba sentado a su lado. Enamorarse tenía efectos secundarios extraños. Pero le había ocurrido por fin, aunque ¿Por qué no podía haberle pasado con un hombre que viviera al menos en el mismo continente?
Cuando llegó a su casa, Laura, a la que había llamado desde el aeropuerto para decirle cuándo llegaría, corrió a su encuentro en cuanto paró el taxi y se hizo cargo del equipaje mientras Paula pagaba la carrera. Cuando estuvieron dentro, Laura le dió un abrazo y la miró con atención.
—Voy a poner agua a hervir. Fabián ha ido a jugar al golf con Rodrigo, así que podemos charlar en paz.
—Gracias. Deshacer el equipaje puede esperar —Paula bostezó—. Me siento muy vaga.
—Pareces destrozada. ¿Piensas ir a trabajar mañana?
—Ya veré cómo me encuentro.
—¿Pero cómo te sientes? —quiso saber Laura—. Prepararé el té antes de que me lo cuentes todo. Y quiero decir todo.
Paula se instaló en una esquina del viejo sofá de piel de su infancia y aceptó agradecida el té que le pasó su amiga, pero rechazó las pastas.
—Pareces agotada —comentó su amiga—. ¿Tan duro ha sido restaurar ese cuadro?
—No.
—Vamos, no seas tan escueta. Cuéntame lo que te pasa o voy a explotar.
—Me lo he pasado tan bien que ha sido muy duro salir de la Quinta das Montanhas —repuso Paula con sinceridad.
—La casa del misterioso señor Alfonso. ¿Cómo es él?
—Encantador. Y prefiere que le llamen Alfonso.
Laura achicó los ojos.
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