—Me culpa del desastre de su carrera.
—¿Porque no mentiste por ella?
—Exactamente. Me llamó tanto para decirme que le había arruinado la vida que cambié de móvil. Entonces llamó a la Quinta, lo cual fue un gran error porque contestó mi madre —soltó una risita—. No sé qué le dijo, pero Eliana no ha vuelto a llamar.
—¿La querías?
—En absoluto. Apenas la conocía —Pedro se puso las gafas de sol en la cabeza para mirarla a los ojos—. En la boda de mi amigo se acercó a pedirme un favor. Me pagaría una cena si la sacaba en mi coche. Dijo que era una buena publicidad. Me divirtió su sinceridad y consentí en llevarla al restaurante que ella eligiera en mi Maserati, pero no quise que pagara la cena. Ella había organizado que hubiera un fotógrafo cuando llegáramos, pero por suerte no se quedó a presenciar la pelea de cuando nos íbamos.
—¿Se pelearon aunque hacía tan poco que se conocían?
—Me ofreció sexo a cambio de una suma importante de dinero —él frunció los labios con disgusto y volvió a ponerse las gafas—. Se puso rabiosa cuando rehusé. Argumentó que esa suma no era nada para mí pero que para ella significaría mucho.
—Si trabajaba en series de televisión, aunque fuera de secundaria, seguramente ganaría dinero suficiente —comentó Paula, sorprendida.
—Eso mismo le dije yo, pero se negó a decirme para qué necesitaba el dinero. Cuando le dije que no, me quitó las llaves de la mano y corrió al coche gritando que ahora tendría que darle el dinero para recuperarlo —Pedro hizo una mueca—. Fui un tonto. Tenía que haber dejado que se lo llevara. Pero era mi adorado Maserati, ¿Comprendes?, así que abrí la puerta del acompañante y entré cuando ya se largaba.
Ella no tenía experiencia con un coche tan potente y no pudo controlarlo. Agarré el volante cuando tomamos la curva, pero no pude impedir el choque que acabó con mis esperanzas de volver algún día a las carreras. Se encogió de hombros.
—Mis padres culpan a Eliana, pero ella no me obligó a subir al coche. Un hombre que valora más su coche que su seguridad, solo puede culparse a sí mismo, ¿No crees?
Paula guardó silencio un momento. Lo miró pensativa.
—Esa mujer no es muy lista, ¿Verdad?
—¿Por qué dices eso?
—Por lo que leí anoche, intentó venderte algo que las mujeres hacen cola para darte gratis.
Él se encogió de hombros.
—Si lo hacían antes, ya no.
—Probablemente porque te escondes de ellas —respondió Katherine con pragmatismo—. Vamos, Pedro. Sé positivo. Tienes una cicatriz y una cojera, pero ambas cosas mejorarán. Podrías haber muerto, pero estás vivo.
Él se echó a reír y ella se mordió el labio inferior, sonrojada.
—Creo que voy nadar otro rato —musitó—. ¿Vienes?
—Sí —él se levantó, se quitó los pantalones y la camisa y le tendió la mano, aunque la retiró enseguida—. Es mejor que entres sin ayuda o nos pasará lo de anoche. A mí me gustaría, pero a tí no.
—Yo no diría eso —repuso ella.
Corrió por el lateral de la piscina y se lanzó al agua.
—Ven —gritó—. Está buenísima.
«Tú también», pensó Pedro.
—No te retaré a una carrera porque no nado mucho últimamente —dijo ella—, pero intentaré seguirte el paso un rato.
—Iremos despacio —prometió él. Pero después de un par de largos, ella le sonrió y aumentó la velocidad.
Él se echó a reír y aceleró el paso. Paula no tardó en quedarse atrás.
—Estoy destrozada —dijo cuando se dirigían a la escalera.
Corrió arriba a ducharse. Cuando se ponía vaqueros y una camiseta roja, recordó a la vocecita cautelosa de dentro de su cabeza que pronto estaría de vuelta en la vida normal y lejos de Pedro. Éste miraba el jardín desde su lugar habitual en la columna cuando se reunió con él. Las espadillas de ella no hacían ruido y él no la oyó hasta que estuvo casi a su lado.
—Has sido muy rápida —comentó con una sonrisa.
—Supongo que las mujeres que conoces tú tardan más en vestirse.
Él caminó con ella hasta la mesa donde los esperaba una bandeja con café.
—Tú no necesitas esforzarte mucho. Lidia nos ha traído también unos pastelitos. Come un poco.
—Lo haré. Había olvidado lo hambrienta que me siento después de nadar. Y tú ya no tienes que hacer dieta para caber en un coche de carreras.
—Es una ventaja —asintió él—, aunque yo no hacía dieta en un sentido estricto. Simplemente me limitaba a las comidas que me hacían más fuerte para el trabajo. Y parte de esa fuerza era mental y no solo física.
—¿Te deprimías si acababas con menos puntos?
—No era depresión exactamente, era más bien obsesión. Porque unas décimas de segundo en la clasificación implicaban empezar en mejor posición —se encogió de hombros con filosofía—. Ahora no tengo esas obsesiones.
—Aparte de creer que la cicatriz te convierte en un monstruo —dijo ella.
Pedro tomó un sorbo de café y la miró pensativo por encima de la taza.
—¿Tú no lo crees así?
—Ya sabes que no. De hecho… —ella se interrumpió sonrojada.
—¿De hecho? —preguntó él.
Paula suspiró y decidió decir lo que pensaba.
—Te he visto en la piscina y es obvio que a ninguna mujer que te vea sin ropa le importará nada tu cicatriz.
Él soltó una risita de satisfacción.
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