jueves, 30 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 28

Paula respiró hondo.

—¿Por qué no has llamado antes?

—He estado… mal una temporada —admitió él, con tan mala gana que Paula sonrió un poco. A Roberto no le gustaba confesar debilidades—. Quería estar mejor antes de hablar contigo. Además, he tenido mucho que pensar.

—Pues habla.

—Hablas como la doctora, no como mi Paula.

—Probablemente porque no soy tu Paula.

—¿Has vuelto con tu amante?

—No.

—¿Por qué?

—Ya sabes por qué.

—Porque me amas.

—Porque no quería dejar mi casa para vivir en la suya.

—Tendrás que dejarla un día, cuando te cases —intervino él.

—No necesariamente. El afortunado podría vivir aquí conmigo.

—¿Tú insistirías en eso?

—Probablemente. Pero como no me voy a casar, no hay problema. Por cierto, el cuadro está terminado.

—Me alegro. Espera —él habló con alguien al otro lado—. Perdona, tengo que dejarte. Te llamaré mañana. ¿Esta hora te viene bien?

—Sí, pero mañana no —dijo ella por orgullo.

—Pues pasado mañana. Hasta luego, Paula.

—Adiós —respondió ella.

Pasó el resto de la velada alternando la alegría porque Pedro había llamado por fin con la furia por haber pospuesto otra llamada un día entero solo por orgullo. Al día siguiente decidió hacer la compra antes de ir a casa, y apretó los dientes con frustración cuando llegó y vió que tenía un mensaje de Pedro en el contestador.

—Quería hablarte antes de que salieras, Paula. Te llamaré mañana. Que duermas bien.

Y para su sorpresa, Paula durmió bien y fue a trabajar antes que de costumbre para poder irse a su hora con la conciencia tranquila. Estaba decidida a llegar a casa con tiempo para sentarse tranquilamente con un sándwich y una taza de café a esperar el teléfono. Éste sonó puntual.

—¿Paula?

—Sí, Pedro.

—No me gusta hablar con máquinas. ¿Has tenido un buen día?

—Sí. Creo que he encontrado algo interesante, un posible boceto de Etty. ¿Has oído hablar de él?

—No. Háblame de él. ¿Por qué es famoso?

—Por desnudos —contestó ella de mala gana.

Pedro carraspeó.

—Lo buscaré. Pero ninguna mujer que haya pintado él puede ser más hermosa que tú.

—Eres muy amable. ¿Le digo a Juan que te envíe el cuadro ya?

—Sí. Así llegará con tiempo de sobra para el aniversario de boda de mis padres, en Navidad. También les regalaré la señorita desconocida de blanco para hacer la pareja.

O sea que los cuadros eran para sus padres.

—Diré a la empresa de envíos que tengan mucho cuidado —prometió ella—. ¿Cuántos años llevan casados tus padres?

—Treinta y cinco. Voy a organizar una fiesta para celebrarlo. Invitaré a todos nuestros amigos y vecinos a un churrasco tradicional.

—Suena divertido.

—¿Cómo celebras tú la Navidad?

—Muy poco —era el momento del año en el que más echaba de menos a su padre—. Ese día estoy con mi tía y su esposo —y luego regresaba por la noche a una casa más vacía que de costumbre porque Laura, Fabián y Rodrigo estaban con sus familias.

—Mi madre siente mucho interés por la mujer que autentificó mi cuadro —dijo él—. Le complacería mucho que vinieras a pasar la Navidad con nosotros.

Paula abrió mucho los ojos.

—¿A Brasil?

—Es donde vivo —repuso él—. Ven a ver cómo vivimos los gauchos en Rio Grande do Sul. Dí que sí, por favor.

Era una oferta tentadora, pero imposible, claro.

—Gracias por la invitación, pero no puedo tomarme más vacaciones.

—Si pudieras, ¿Esta vez sí vendrías?

—Supongo que podría ir —repuso ella con cautela.

—¿No quieres volver a verme? —preguntó él—. ¿Yo fui solo una aventura?

—Yo no tengo aventuras.

—Entonces ven —ordenó él—. Te daré tiempo para pensarlo y te llamaré mañana.

Paula pensó tanto en ello que pasó la noche intranquila, incapaz de olvidar que Pedro había tardado dos semanas enteras en ponerse en contacto con ella. Pero, por otra parte, no lo conocía lo suficiente para saber cómo funcionaba su mente. Descubrió un poco más de eso cuando llegó a la galería al día siguiente. Juan la llamó a su despacho para informarle que había recibido una petición de Pedro Alfonso para que concediera a la doctora Chaves dos semanas de vacaciones para pasar la Navidad en Rio Grande do Sul. Él correría con los gastos del viaje en primera clase.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 27

—¡Dios mío! —exclamó Juan Massey, cuando Paula llegó a la galería al día siguiente—. Tienes un aspecto terrible. Espero que no sea la gripe.

—No. Anoche hubo una fiesta de bienvenida en casa y me acosté tarde. ¿Tú estás ya recuperado del todo?

—Sí, gracias a Dios —él sonrió con calor—. Te debo una por haber ocupado mi puesto.

—Fue un placer ayudarte. ¿Dónde está ese cuadro?

A Paula le dió un vuelco el corazón al ver el cuadro. Una vez restaurado, el parecido con Pedro resultaba inconfundible.

—¿Cuándo lo vas a enviar?

—Esperaré a tener noticias del cliente —Juan la miró por encima de las gafas—. ¿Qué tal te fue con Pedro Alfonso?

—Bastante bien. Fue muy amable. Y la gente que trabaja para él también.

—Entonces no lamentas haber tenido que ir.

—No —respondió Paula, sincera—. Ha sido una experiencia interesante.

Un día de vuelta en la rutina resultó extrañamente reconfortante después de los altibajos emocionales de la última semana. Paula se absorbió de tal modo en el trabajo que Juan tuvo que recordarle que era hora de irse a casa. Corrió desde el metro por miedo a que llamara Pedro en su ausencia, pero a medida que avanza la velada esperando una llamada que no llegaba, sus sentimientos iban pasando de decepción a furia y, finalmente, a una amarga resignación. Después del accidente, Pedro había estado un tiempo sin compañía femenina y ella había llegado en el momento oportuno; eso era todo. Fue una semana muy larga. El trabajo que tanto amaba la ayudaba a que pasaran las horas del día relativamente deprisa, pero las veladas eran terribles. Laura era la única que sabía hasta qué punto. El fin de semana resultó soportable, gracias a que salió a almorzar con Diana y Sergio y el tema principal de conversación fue su viaje a Portugal. Pero aunque las veladas de la segunda semana resultaron igual de vacías que las de la primera, Katherine no se arrepintió de haber despedido a Andrés.

—Tenía que haberle dicho también que no a Pedro—comentó un día a Laura—. Y esta, Laura, es la última vez que menciono su nombre, lo prometo.

Dos semanas justas después del regreso de Paula, sonó el teléfono mientras ella cenaba sola.

—¿Paula?

La joven se puso tensa.

—¿Quién es? —preguntó, aunque lo sabía muy bien.

—Pedro.

Ella se pasó una mano por el corazón, que se había desbocado al oír su voz.

—¡Vaya, hola! Veo que llegaste bien a casa.

—Hace una semana —le informó él.

¿Una semana?

—Pareces cansado.

—Un poco. Dime, Paula, ¿Cómo estás tú?

—Muy bien. ¿Y tú? ¿La pierna soportó bien el vuelo?

—No. Fue un infierno. Cuando mi padre me vio en el aeropuerto, insistió en llevarme al hospital, donde trabajaron en ella y ha mejorado mucho, gracias a Dios.

—Me alegro por tí.

—Estuve un tiempo en el hospital. No te llamé desde allí porque no estaba nunca solo. Tengo mucho que decirte, pero no es para que lo oigan otros. Escucha.

—Te escucho.

—Tuve mucho tiempo de pensar en el hospital y también ahora, en Estancia Grande. Ya sabes que, cuando murió Lucas, mi intención era estar en la Estancia solo hasta que pudiera reanudar mi carrera. Pero el accidente cambió eso.

—¿Y ahora estás resignado a vivir en la Estancia?

—Exactamente. Siempre fue mi intención hacerlo algún día. Mi padre le ha comprado un departamento a mi madre en Porto Alegre para que, cuando yo esté lo bastante bien para hacerme cargo de todo, puedan pasar temporadas juntos en la ciudad.

—¿Y qué opinas tú de eso?

—Me alegro por ellos, pero me sentiré solo aquí. Te echo de menos —añadió con urgencia—. ¿Tú me has echado de menos?

—Me preguntaba por qué no habías llamado —admitió ella.

—¿Pensabas que ya no me importabas?

—Nunca dijiste que te importaba, Pedro.

—¿Cómo? ¿No oíste las cosas que dije cuando hacíamos el amor?

—No eran en inglés, así que asumía que eran las cosas que suelen decir los hombres.

—Pues no —dijo él con calor—. Tú dijiste que sentías algo por mí. ¿Eso también eran las cosas habituales que se dicen?

—Fueran lo que fueran, eso cambió al no tener noticias tuyas.

—¿Tú pensabas que te había olvidado al separarnos?—preguntó él.

—Algo así, sí.

—¿Cómo pudiste pensar eso? Yo nunca había sentido tanto éxtasis con ninguna mujer.

—Eso me cuesta creerlo cuando luego estás dos semanas en silencio sin decir nada —replicó ella, furiosa de pronto.

—Estás enfadada conmigo, querida —dijo él con satisfacción—. Así que todavía te importo un poco, ¿Verdad?

Curaste Mi Corazón: Capítulo 26

—Vamos. Quiero algo más que eso. Asumo que tiene dinero si ha pagado por tus servicios, ¿Pero es joven, viejo, soltero, casado, delgado, gordo, calvo o…?

—Divorciado. Treinta y pocos, delgado, pelo moreno rizado.

Laura era de cuerpo pequeño y delicado, pero con una cabecita rubia muy astuta y conocía a Paula desde la adolescencia.

—Te ha gustado mucho.

—Sí.

Laura frunció el ceño con frustración.

—Háblame. Dime lo que ha pasado para que estés tan triste. Estoy preocupada.

Paula le contó su estancia en la gloriosa casa de Pedro empezando por el principio. Le contó su primer encuentro, su entusiasmo cuando identificó el Gainsborough y cómo había descubierto que su anfitrión era el piloto de carreras Pedro Alfonso.

—Las carreras no son lo mío, así que no había oído hablar de él.

—¿Qué? ¡Estás de broma! —Paula abrió mucho los ojos—. Yo una vez salí con un periodista deportivo que lloró cuando Pedro se retiró tan joven. Me habría gustado estar allí contigo para entrevistarlo. Perdona, sigue.

Escuchó sin interrumpir hasta que terminó Paula y entonces movió la cabeza maravillada.

—Te ha pasado por fin, ¿Eh? Te has enamorado. ¿Vas a volver a verlo?

Paula sonrió débilmente.

—No es fácil cuando vivimos en continentes distintos. Además, probablemente se olvide de mí en cuanto vuelva a su rancho.

—¡Tonterías! —exclamó Laura—. Tengo que buscarlo en Internet. Quiero verlo por mí misma.

—Tengo fotos en el portátil. Conéctalo si quieres.

Laura obedeció en el acto y soltó un silbido cuando apareció la primera foto. Volvió la pantalla hacia Paula.

—¿Esta es la casa?

—Sí, su casa de vacaciones en Portugal. Y ese es Pedro.

Laura miró la imagen en silencio.

—Es muy sexy. Y por la expresión de sus ojos, yo diría que también está muy prendado de tí.

—Solo nos hemos conocido unos días.

—¿Y qué tiene eso que ver?

Paula miró a Laura, que observó las demás fotografías.

—¿Te das cuenta de que yo podría ganar dinero si escribiera un artículo con este material?

—Sí, pero no lo harás.

—Por desgracia, no —Laura apretó los labios—. Tu Pedro es guapo.

—Cree que la cicatriz lo vuelve feo.

—Se equivoca. Es muy sexy. ¡Y esos ojos ardientes! No me extraña que te hayas enamorado de él. ¿Cómo evitarlo?

Paula rió por primera vez y Laura asintió con aprobación.

—Eso está mejor. Fabián y Rodrigo traerán la comida y yo he puesto la mesa arriba —le tendió la mano—. No digas que no. Dormirás mucho mejor después.

Paula no deseaba nada más que meterse en la cama.

—Dame una hora —dijo—. Pero antes de lavarme quiero deshacer un poco el equipaje.

—Date prisa. Nos vemos arriba a las siete —Laura se volvió a la puerta—. ¿Le has dicho al abogado que volvías hoy?

Paula la miró con desmayo.

—Se me ha olvidado. Le pondré un mensaje ahora.

Se estaba secando el pelo cuando sonó el timbre de la puerta.

—¡Bienvenida a casa! —exclamó Andrés por el telefonillo—. Ábreme.

Ella abrió la puerta y lo esperó en la sala. Andrés entró con un ramo de flores, el pelo engominado, bien vestido y con solo un poco de sobrepeso. O quizá era el contraste con Pedro. Paula respiró hondo, preparándose para cinco minutos desagradables.

—Hola —dijo él sonriente. Agitó una mano delante de la cara de ella—. Tierra a Paula.

—Hola, Andrés —respondió ella sin calor—. Me temo que me has pillado en mal momento. Me estoy preparando para salir.

Él frunció el ceño.

—Pero acabas de llegar.

—Sí.

Él le tendió las flores.

—Son una ofrenda de paz.

—Gracias —ella las dejó sobre la mesa.

Andreés la miró con recelo.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Estoy cansada.

—¿Y por qué vas a salir?

—No salgo. Voy a cenar arriba.

—Con los sospechosos habituales, claro —se burló él, pero cambió de actitud cuando ella lo miró de hito en hito—. Paula, perdona si no estuve muy acertado antes de tu partida, pero creo que tenía cierto derecho a enfadarme porque te fueras el mismo día que tenía entradas para Glyndebourne.

—No estoy de acuerdo —repuso ella con frialdad—. Tu comportamiento fue desagradablemente inmaduro.

Él la miró con furia.

—¿Inmaduro? Eso tiene gracia. La inmadura aquí eres tú, Paula. Ya es hora de que dejes esta pensión de estudiantes y te mudes a mi casa.

—Esto no es una pensión, es la casa de mi familia. Además, tú solo quieres compartir mi cama —replicó.

—Compartiré la tuya si lo prefieres.

Ella negó con la cabeza.

—Eso no va a pasar, Andrés.

Los ojos de él se volvieron fríos.

—Oh, sí va a pasar —la tomó por los hombros y la sacudió un poco cuando ella hizo una mueca de disgusto—. Ya estoy harto de que me tomes el pelo.

—¿Que te tome el pelo? —siseó ella ultrajada cuando él le clavó los dedos en la piel; inmediatamente después se sonrojó avergonzada porque Fabián y Rodrigo entraron en la estancia seguidos de Laura.

Andrés dejó caer las manos y miró desafiante a los dos hombres musculosos que se colocaron ante él.

—¿Te ha hecho daño, Paula? —preguntó Rodrigo con voz letal.

—Dí una palabra y lo echo de aquí —ordenó Fabián, con un acento escocés más pronunciado que de costumbre.

—Nada de eso —contestó ella con irritación. Se volvió hacia Andrés—. Creo que es hora de que te vayas. No es el modo en que yo habría elegido decir adiós, pero esto es un adiós.

Andrés dió un paso hacia ella.

—Escucha, Paula, si te he hecho daño, lo siento. ¿Podrás perdonarme?

—Sí —ella consiguió sonreír débilmente—. Pero esto sigue siendo un adiós, Andrés.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 25

Casi fue un alivio cuando sonó el timbre de la puerta y él fue a hablar con el jefe de la empresa de seguridad. En su ausencia, Paula miró los jardines con melancolía y subió arriba a buscar su equipaje. Comprobó que no se dejaba nada y bajó las maletas.

—Deberías haber esperado a Jorge —comentó Pedro.

—No era necesario. ¿Está todo arreglado?

Él asintió.

—Los hombres se dejarán ver poco por el día y harán rondas por la noche. Si hay un intruso, se encontrará con una desagradable sorpresa —Pedro tomó su bastón—. Ahora que tenemos protección, ¿Quieres pasear un poco conmigo por el jardín? Estará bien ejercitar la pierna antes del viaje.

—Me encantaría. Llevaré mi cámara —Paula lo miró con preocupación cuando bajaban los escalones de la veranda—. ¿Podrás hacer algún tipo de ejercicio en el avión?

—Irritaré a los demás pasajeros caminando por el pasillo —repuso él—. Y quizá una azafata me lleve de la mano.

Paula enarcó las cejas.

—Todas se pelearán por tener ese privilegio.

—Eres muy buena conmigo —él la abrazó y la besó—. Querida, es muy difícil separarse de tí.

Paula tenía la garganta oprimida por las lágrimas y no podía hablar. Caminaron en silencio hasta que volvieron a la casa. La joven hizo unas fotos del edificio y pidió a Pedro que posara para ella.

—Y no me muestres tu lado bueno —ordenó—. Te quiero tal y como eres.

Le hizo varias fotos y dejó que él le hiciera varias a ella. Sentía el corazón partido por la mitad. Pedro tenía razón. Uno podía enamorarse en un momento. A ella le había pasado la primera vez que lo vió, algo que antes creía que solo sucedía en la ficción. Pero eso no era motivo para largarse a Brasil con él. Pedro la deseaba, eso lo sabía bien. Pero que su corazón estuviera en sintonía con su cuerpo era ya otra cuestión. Pedro Alfonso estaba acostumbrado a que las mujeres se enamoraran de él a primera vista. O al menos a que se fueran a la cama con él. Cuando partieron, Paula se volvió a mira por última vez la casa. El tiempo pasado en la Quinta das Montanhas había sido breve, pero le había cambiado la vida. Pedro la rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí.

—No estés triste, querida. Un día te traeré de vuelta aquí, lo prometo —la besó con calor y ella le devolvió el beso—. No daré un espectáculo en el aeropuerto —le dijo—, así que esta será nuestra despedida. Hay cosas que tengo que hacer en la Estancia. Cuando las termine, iré a buscarte.

El viaje hasta Oporto terminó demasiado pronto para Paula. Cuando llegaron al aeropuerto, Jorge colocó el equipaje en un carrito y le estrechó la mano.

—Buen viaje, doctora.

Ella sonrió con calor.

—Adiós, Jorge. Lidia y tú han sido muy buenos conmigo.

—Siempre a sus órdenes —dijo él.

Y se alejó con tacto para dejarlos solos. Pedro le tomó la mano y la miró a los ojos.

—No voy a pasar de aquí, así que vete ya, antes de que te arrastre al coche y te lleve a Brasil.

Ella soltó una risita y entrelazó los dedos con los de él.

—Adiós, pues.

Él le besó la mano, y a continuación la estrechó contra sí y la besó como si su vida dependiera de ella.

—Hasta luego, Paula. Me niego a decir adiós —se apartó respirando con fuerza—. Y ahora vete, por favor. Y no mires atrás.

Paula obedeció ciegamente. El dolor físico de separarse de él la dejó como entumecida durante toda la espera. Hasta que no aceptó una taza de té que le ofreció una azafata, no se dió cuenta de que había llegado hasta allí sin darse cuenta. Movió la cabeza atónita, sorprendiendo al hombre que iba sentado a su lado. Enamorarse tenía efectos secundarios extraños. Pero le había ocurrido por fin, aunque ¿Por qué no podía haberle pasado con un hombre que viviera al menos en el mismo continente?

Cuando llegó a su casa, Laura, a la que había llamado desde el aeropuerto para decirle cuándo llegaría, corrió a su encuentro en cuanto paró el taxi y se hizo cargo del equipaje mientras Paula pagaba la carrera. Cuando estuvieron dentro, Laura le dió un abrazo y la miró con atención.

—Voy a poner agua a hervir. Fabián ha ido a jugar al golf con Rodrigo, así que podemos charlar en paz.

—Gracias. Deshacer el equipaje puede esperar —Paula bostezó—. Me siento muy vaga.

—Pareces destrozada. ¿Piensas ir a trabajar mañana?

—Ya veré cómo me encuentro.

—¿Pero cómo te sientes? —quiso saber Laura—. Prepararé el té antes de que me lo cuentes todo. Y quiero decir todo.

Paula se instaló en una esquina del viejo sofá de piel de su infancia y aceptó agradecida el té que le pasó su amiga, pero rechazó las pastas.

—Pareces agotada —comentó su amiga—. ¿Tan duro ha sido restaurar ese cuadro?

—No.

—Vamos, no seas tan escueta. Cuéntame lo que te pasa o voy a explotar.

—Me lo he pasado tan bien que ha sido muy duro salir de la Quinta das Montanhas —repuso Paula con sinceridad.

—La casa del misterioso señor Alfonso. ¿Cómo es él?

—Encantador. Y prefiere que le llamen Alfonso.

Laura achicó los ojos.

martes, 28 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 24

Pedro eligió ocupar esa noche la habitación al lado de la de ella en vez de compartir de nuevo su cama, pero cuando Paula llevaba media hora dando vueltas en la cama, su puerta se abrió y cerró de nuevo con suavidad y Pedro se metió en el lecho, con su cuerpo desnudo caliente y duro al lado del de ella.

—No podía dormir —susurró.

—Yo tampoco —confesó ella.

—Te deseo mucho, Paula.

Como a ella le ocurría lo mismo, respondió con fervor apasionado a los besos de él.

—No puedo esperar más, querida.

Paula tampoco podía. No necesitaban más preliminares. Su cuerpo estaba preparado desde el momento en que entró en contacto con el de él, y ella emitió un gemido visceral de satisfacción cuando la penetró. El embrujo de los músculos interiores de ella lo excitaba de un modo que la hacía deleitarse en la sorpresa de su propio poder, poder que lamentó luego cuando el orgasmo los dejó temblando en brazos del otro demasiado pronto, atónitos por la fuerza de todo ello.

—Discúlpame, querida —jadeó Pedro; alzó un poco la cabeza—. He sido muy rápido.

Ella negó con la cabeza con vehemencia.

—Esta noche lo quería rápido.

Él soltó una risita y le besó la nariz.

—Quizá ahora podamos descansar.

Paula durmió pesadamente en el calor y la seguridad de los brazos de Pedro y despertó temprano por la mañana. Él la estrechó con más fuerza en sus brazos.

—¿Cambiarás de idea ahora? Vente conmigo hoy.

Ella lo miró recelosa.

—¿Por eso te colaste en mi cama anoche? ¿Para hacerme cambiar de idea?

—No. Vine porque no podía seguir ni un momento más sin tí. Dúchate deprisa. Desayunaremos juntos antes de que lleguen los de la empresa de seguridad.

Paula se duchó, hizo su equipaje y bajó a reunirse con Pedro ataviada con el pantalón negro y la camisa blanca de su primer encuentro.

—¡Ah! —exclamó él—. Anoche eras tentación en mis brazos y esta mañana vuelves a ser la doctora estricta. Me gustas así, estás muy sexy —olfateó el aire cuando llegaba Jorge con el desayuno—. Lidia ha preparado un desayuno caliente. ¿Se irá a Braga pronto?

—Su hermano llega a las ocho —contestó Jorge. Destapó los platos—. Lidia dice que por favor se lo coman todo.

Paula obedeció encantada, pues no sabía cuándo volvería a comer algo decente. En el avión no solía comer mucho. La mera idea de dejar que Pedro volara en dirección contraria hizo que se le contrajera el corazón.

—¿Tu vuelo es directo? —preguntó.

—No. Hay una parada corta en París y después una más larga en Sao Paulo. Y en Porto Alegre tomaré un avión más pequeño para llegar a la Estancia.

—Eso es mucho tiempo para estar inmóvil —comentó ella.

—Me las arreglaré.

—¿Qué harás con tus ejercicios y la fisioterapia cuando llegues a casa?

—La piscina está lista, y los ejercicios me los sé de memoria. Seguiré con ellos en Estancia Grande.

Paula lo miró con ansiedad.

—¿Cómo te las arreglarás con la pierna durante el vuelo?

—En primera clase tendré sitio para estirarla —él sonrió—. Y habrá azafatas que cuiden de mí.

Paula se ocupó en rellenar las tazas para ocultar una punzada de celos.

—Si estuvieras conmigo, no me importaría el dolor —musitó él—. Cambia de idea. Vente conmigo.

—No puedo —ella se secó una lágrima furtiva cuando Lidia llegó a despedirse.

La mujer la miró.

—¿Le da pena irse, doctora?

—Desde luego que sí —Paula se levantó y la besó en la mejilla—. Ha sido muy amable.

Lidia sonrió y le apretó la mano.

—Vuelva pronto, doctora. Mi hermano me espera y Pascoa está en el coche, así que tengo que irme. Adiós.

La mujer se alejó. Pedro tomó la mano de Paula.

—Estoy muy agradecido al señor Massey por haberte enviado a mí.

—Cuando me viste la primera vez, no estabas muy complacido.

—Es cierto. ¡Parecías tan seria con esa ropa y las gafas!

—Normalmente solo me las pongo para el ordenador, pero quería impresionarte con mi competencia —ella sonrió—. ¿Funcionó?

—Sí, señora. Perfectamente.

—Tú no estuviste muy amigable.

Pedro la miró a los ojos.
—No quería tener a una mujer en casa con este aspecto.

Paula se inclinó y plantó una serie de besos a lo largo de la cicatriz; recibió una serie de besos en la boca como respuesta.

—No tardaste en cambiar de idea —musitó cuando pudo hablar.

A él le brillaron los ojos.

—Me sedujo tu inteligencia.

—¿De verdad?

Él se llevó la mano de ella a los labios, súbitamente serio.

—Cambia de idea. Vente a Brasil conmigo.

Paula pensó que aquello no era justo. Pedro le ponía muy difícil la despedida.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 23

—Ya que ha salido el tema —dijo ella, sirviéndole café—, lo que ha pasado esta noche no es… no es algo habitual para mí.

—Ni para mí —le aseguró él—. Nunca había conocido un éxtasis así.

Ella sonrió.

—Seguro que eso se lo dices a todas.

—Te equivocas, Paula. No es así.

—Te pido disculpas. Solo quiero que sepas que en mí no son habituales las historias de una noche.

Él abrió un panecillo y lo llenó de jamón.

—¿Crees que te consideraré en menos por haber hecho el amor conmigo?

—Se me ha pasado por la cabeza —admitió ella—. ¿Me preparas uno de esos, por favor?

Él sonrió.

—Toma este. Yo haré otro.

—Gracias —ella mordisqueó el panecillo—. Lo que intento decir es que lo de esta noche ha sido maravilloso, único y completamente alejado de mi experiencia. Pero no volverá a ocurrir.

—¿Por qué? ¿No he sido buen amante?

Paula lo miró de hito en hito.

—¡Típica reacción masculina!

—¿Y qué? Soy un hombre, soy brasileño y gaucho. Exijo saber por qué no podemos repetir semejante placer —la miró de un modo que a ella le dió un vuelco el corazón y a continuación miró impaciente a Jorge, que se acercaba deprisa.

—Al teléfono, señor Pedro. Doña Ana.

—¿Mi madre a esta hora? —Pedro tomó su bastón y se levantó—. Con permiso, Paula. Por favor, sigue comiendo.

Ella lo observó alejarse. Se acercó a una de las columnas y se ensimismó de tal modo mirando el jardín, que se sobresaltó cuando Pedro la rodeó con sus brazos.

—Pareces triste, querida —le susurró al oído.

Ella se volvió y sonrió con valentía.

—Porque me marcho mañana. Pero me alegro de que tú también te vayas.

Él sonrió exultante.

—Nos vamos juntos. Pero no a Inglaterra.

Paula echó atrás la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Le he contado a mi madre nuestras aventuras y ha llamado inmediatamente a mi padre. Él ha dicho que debo irme enseguida. Es un hombre muy práctico y ha sugerido una solución muy sencilla para esta amenaza. Cierro la casa, contrato a una empresa de seguridad para que la vigile un par de semanas y doy vacaciones a Lidia y Jorge —le besó la mano—. Y ahora viene lo mejor. Mis padres te invitan a acompañarme a la Estancia, así que partimos mañana desde Lisboa. He conseguido dos billetes que habían cancelado para un vuelo a Porto Alegre.

Paula lo miró sorprendida.

—Pero yo tengo que volver al trabajo. No puedo largarme a Brasil.

—¿Por qué no? Yo pagaré por tu tiempo y el señor Massey te dará permiso.

Ella se apartó y negó con la cabeza.

—No puedes pagar por mí, Pedro. El dinero no lo arregla todo.

—En este caso puede comprarme más tiempo contigo —contestó él—. Ven conmigo. Solo dos semanas si no quieres más. Para compensarte por el estrés que te han causado estas amenazas.

—Tú no tienes la culpa de eso.

—¡Pues claro que la tengo! Eliana me vió en la boda y me consideró una presa sencilla. Nadie me obligó a subir al coche con ella, así que sé muy bien que soy responsable de lo que me pasó, pero no de que perdiera su trabajo en la tele. Y ahora busca otra vez dinero.

Paula se estremeció.

—Es bueno que te vayas a Brasil. Allí no podrá alcanzarte.

A él le brillaron los ojos.

—Pero ahora han cambiado las cosas entre nosotros, Paula. No quiero dejarte marchar. Ven conmigo a la Estancia, querida.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo, Pedro.

Él la miró a los ojos.

—Solo te pido dos semanas... Por ahora.

Ella se soltó y se volvió a mirar al jardín. Dos semanas en Brasil eran una oferta muy tentadora. En los últimos tiempos había tenido muy pocas vacaciones. Juan probablemente estaría ya bien para tomar las riendas, ayudado por su maravillosa Judith. Una oportunidad así no se le presentaría dos veces en la vida. Apretó los labios. No podía aceptar. Aceptar los zapatos había ido contra sus principios y dos semanas en Brasil eran algo imposible. Y aunque estuviera tan loca como para ceder, después sería un infierno volver a su vida normal. Una vida sin Pedro Alfonso.

Pedro empleó todo el tiempo que siguió Paula en la Quinta en intentar persuadirla de que lo acompañara a Brasil, pero ella se mostró inamovible en su negativa. El plan para cerrar la casa se llevó a cabo con precisión militar. En cuanto la empresa de seguridad se instalara en la Quinta a la mañana siguiente, llegaría el hermano de Lidia para llevarlas a Pascoa y a ella a su casa de Braga. Jorge los llevaría a Oporto para que ella tomara el vuelo a Inglaterra y seguiría después con Pedro hasta Lisboa para que tomara el avión para Porto Alegre. Ese día, mientras Pedro se ocupaba de cancelar sus citas con el médico y el fisioterapeuta e informaba de sus intenciones a la Guarda Nacional, Paula llamó también por teléfono a Juan para decirle que volvería a trabajar el lunes y le preguntó por el Gainsborough.

—¿Cómo está ahora, jefe?

—Casi terminado. Podría alcanzar un precio interesante en una subasta, pero Alfonso está empeñado en que lo envíe a Brasil cuando esté listo —hizo una pausa—. Paula, tómate un día de descanso y vuelve al trabajo el martes. Te noto cansada. Debido a la falta de sueño, entre otras cosas.

—Hemos tenido un par de días muy animados.

—¿El cliente ha supuesto algún problema? ¿Sabías que es Pedro, el de la Fórmula Uno?

—Lo supe cuando lo busqué en Internet. ¿Por qué preguntas si ha sido un problema?

—Judith vió su foto en el ordenador y quedó muy impresionada.

—Pues yo no —mintió Paula—. Hasta el lunes.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 22

—No. No te muevas. Déjame mirarte un rato —dijo él con voz ronca—. Quiero tener tu imagen en mi mente para poder recordar luego este momento.

Los pezones de ella se endurecieron en respuesta a esas palabras y él respiró hondo y bajó la cabeza para jugar con ellos con labios y dientes mientras hacía el amor con las manos a cada curva y hueco del cuerpo de ella. Un rato después ella tiró de él con urgencia y Pedro se colocó encima de ella con un suspiro.

—Tú me dijiste que solo permitías esta intimidad si sentías algo por el hombre —le recordó él—. ¿Sientes algo por mí, Paula?

Ella asintió sin palabras. Él sonrió, la besó en la boca y la penetró con una embestida lenta y suave que sorprendió a los dos con el enorme placer táctil que producía hasta que Roberto se rindió a la urgencia de su cuerpo y empezó a moverse, realzando los movimientos con palabras que le susurraba al oído, hasta que no le quedó aliento para hablar y sus cuerpos se sumieron juntos en un ritmo desesperado que anulaba todo lo que no fuera el placer que se daban mutuamente y una alegría tan intensa que fue casi dolor cuando el orgasmo los envolvió a ambos en una oleada palpitante de placer tan intenso que a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Pedro la abrazó con fuerza y enterró el rostro en el pelo de ella. Cuando alzó por fin la cabeza, frunció el ceño al ver las lágrimas de ella.

—¿Estás llorando?

Paula negó con la cabeza, parpadeando para apartar la humedad de sus pestañas.

—Son lágrimas maravilladas. Nunca había sentido nada tan… tan abrumador.

A él le brillaron los ojos con una satisfacción masculina tan clara que ella se echó a reír y le secó las lágrimas a besos.

—¿Por qué te ríes de mí? —preguntó él.

—¡Estabas tan ufano!

—¿Y qué hombre no estaría ufano cuando su mujer encuentra placer en sus brazos?

«Su mujer», pensó Paula, nerviosa.

—Pedro…

—No me pidas que me mueva, querida. A menos que te esté aplastando.

—Un poco —admitió ella—. Pero te iba a recordar mi vuelo de vuelta.

Pedro gimió. Giró en la cama y la llevó consigo de modo que ella quedara encima.

—Mejor así, ¿No? —subió la sábana para taparla con ella y colocó la cabeza de ella sobre su hombro—. Quédate ahí —la besó—. Todavía tenemos horas para disfrutar antes de que debas irte.

El amanecer llegó muy pronto para Paula. Y lo primero en lo que pensó al despertar fue en la amenaza que había recibido él el día anterior.

—¿Qué te preocupa, querida? —preguntó él—. ¿No quieres hacer el amor otra vez?

Ella descubrió que sí quería, cosa que la sorprendía después de la noche que acababan de pasar juntos. Él la besó y acarició y ella pospuso hablar del problema hasta que pudiera volver a pensar con normalidad. Cuando Paula se reunió con Pedro en la veranda después de haberse duchado y vestido, la expresión de él la alarmó.

—¿Qué sucede?

—Anoche tuvimos un intruso. Intentaron forzar la puerta de mi parte de la casa. No tuvieron éxito porque hace poco que he instalado un sistema de seguridad nuevo. Jorge ha revisado las demás puertas pero no ha encontrado nada más —sonrió ante la mirada de preocupación de ella—. No podían atacarme porque yo no estaba en mi habitación, ¿Vale?

—¡Gracias a Dios! —ella se mordió el labio inferior—. ¿Jorge se ha preguntado dónde estabas?

—Le he dicho que he dormido en una de las habitaciones de arriba para protegerte a tí —sonrió—. No le he dicho en cuál.

—Yo tenía razón —dijo ella, preocupada—. Sea Eliana o no, corres peligro.

—Supongo que sí —asintió él de mala gana—. He informado a la Guarda Nacional.

—Bien —dijo ella con fervor. Sonrió cuando apareció Jorge con una bandeja—. Buenos días.

—Buenos días. El señor Pedro dice que se marcha mañana, doctora.

—Si es posible, sí.

El hombre pareció aliviado.

—El señor Pedro debería irse también.

—Tengo hambre, Jorge —musitó Pedro—. ¿Quizá nos dejarás disfrutar del desayuno? Dejaremos esta conversación para luego.

—Bien —Jorge se retiró rápidamente.

Paula enarcó las cejas con desaprobación.

—Has estado algo cortante con él. El pobre está preocupado por tí.

—Ya lo sé. Pero yo quiero disfrutar de cada momento de nuestro primer desayuno juntos, querida —se llevó la mano de ella a los labios.

A Paula, que sabía que también sería el último, le costó trabajo disfrutar del desayuno, a pesar del hambre que tenía. Resultado, al parecer, de pasar la mayor parte de la noche haciendo el amor.

—¿En qué piensas? —preguntó Pedro.

Ella se sonrojó.

—No me había dado cuenta del hambre que tienes después de una noche de… de…

—¿Amor? —él sonrió—. Está claro que hasta ahora no habías tenido el amor apropiado.

Aquello era verdad.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 21

Pedro fue al vestíbulo y Katherine se quedó en la veranda. La espera le pareció interminable.

—Siento haber tardado tanto —dijo él cuando volvió al fin—. Querían hablar con Lidia y Jorge e inspeccionar el salón y la ventana. Se han llevado la nota —suspiró con cansancio—. Necesito una copa. Tómate un brandi conmigo. ¿Tienes frío en la veranda?

—En absoluto.

Él sirvió dos copas.

—Creo que lo necesitamos los dos.

Paula tomó un sorbo y dejó la copa en la mesa.

—Menos mal que mi vuelo sale el domingo —comentó.

—No tengas miedo. Yo no permitiré que te suceda nada.

—No tengo miedo por mí, temo por tí.

Él la miró de hito en hito.

—¿Porque estoy cojo y no puedo defenderme?

—¡Por el amor de Dios, déjate de melodramas! Esto es serio.

—Discúlpame —él sonrió—. ¿Qué es lo que intentas decirme?

—La verdad —ella lo miró a los ojos—. En este momento no estás en condiciones físicas de luchar con un atacante.

Él movió la cabeza.

—Hay tan pocos crímenes violentos aquí que me cuesta creer esto.

—A mí también, pero lo sensato es tomar precauciones.

—Tienes razón —Pedro miró la noche—. Y para empezar, es mejor que entremos. Apagaré las luces aquí, cerraré las puertas y te acompañaré arriba.

—Eso no es necesario.

—Sí lo es —insistió él—. Eres la única que duerme en el segundo piso y no me quedaré tranquilo hasta que te deje sana y salva dentro de tu habitación.

Paula esperó a que cerrara y le ofreció el brazo. Pedro lo aceptó encantado para subir las escaleras, pero la proximidad de ella lo excitó sobremanera. Apretó los dientes y se dijo que solo la acompañaría hasta su habitación. Pero entonces ella se quedaría sola en el piso de arriba si ocurría algo. Paula apartó el brazo cuando llegaron al rellano y le tomó la mano.

—¿Qué te preocupa, Pedro?

—Que estés sola aquí arriba.

—No pensarás en serio que alguien pueda intentar entrar.

Él se pasó una mano por el pelo con amargura.

—Ayer me habría reído de semejante idea. Esta noche no sé. No puedo soportar pensar que estarás sola y vulnerable, tan lejos de mí.

A Paula tampoco le hacía mucha gracia. Abrió la puerta y entró a encender la luz.

—Cierra la ventana, por favor —dijo él—. Esta noche las cerramos todas.

Entró en la estancia y se acercó a los ventanales. Miró los jardines bañados por la luz de la luna.

—No te preocupes. Ahí fuera hay mucha luz. Solo un tonto intentaría entrar en una noche así.

—Espero que tengas razón.

—¿Tienes miedo? —preguntó Pedro.

—Un poco —ella vaciló—. ¿Estás cansado o puedes quedarte a charlar un rato?

Pedro se volvió a mirarla.

—No estoy cansado, pero no me quedaré.

Paula se rindió.

—Buenas noches, pues.

Pedro cerró los ojos con desesperación.

—Si me quedo, querré algo más que hablar.

Ella se acercó y lo miró a los ojos.

—Quédate igualmente. ¿Por favor?

Pedro lanzó un gemido desesperado y la tomó en sus brazos. La besó con tal fiereza que ambos temblaban cuando él alzó por fin la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿Lo ves? —dijo entre dientes—. Un beso y prendemos fuego al mundo. Valoro mucho tu mente y tus conocimientos de arte, es verdad, pero también tu hermoso cuerpo.

—Y yo el tuyo, Pedro—repuso ella sonrojándose.


Él tragó saliva convulsivamente.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

Pedro suspiró.

—Pensaba que ninguna mujer volvería a mirarme con placer —le alzó la barbilla y la miró profundamente a los ojos—. Dime que me deseas.

—Pues claro que te deseo. Te he pedido que te quedes.

—Porque estás asustada.

—Y porque quiero que me hagas el amor.

Pedro volvió a besarla y cayeron juntos sobre la cama. Paula se apretó contra él y le devolvió el beso. El gimió contra sus labios entreabiertos y empezó a acariciarla. Ella no tardó en sentir un anhelo tal que ayudó con fervor a que ambos se desnudaran. Se puso tensa cuando Pedro la colocó de espaldas, pero en lugar de aplastar el cuerpo de ella con el suyo, como ella esperaba, se apoyó en un codo y se quedó mirándola, recorriendo con la vista cada centímetro de su cuerpo como si quisiera comérsela. Ella se movió impaciente, incapaz de permanecer quieta bajo la mirada brillante y ansiosa de él.

jueves, 23 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 20

—Probablemente —también estaba enfado.

A Pedro Alfonso no le gustaba que le llevaran la contraria.

—¿Le apetece un té? —preguntó Jorge cuando cruzaban el vestíbulo.

Paula le sonrió.

—Creo que subiré un rato a mi habitación.

—Le subirán té —dijo él con firmeza.

—¿Han venido a buscar el cuadro?

—Sí, señora. Está camino de Londres.

Paula suspiró. Después de su altercado con Pedro, sospechaba que esa noche la cena no sería muy divertida. Lidia le subió el té y le explicó que era el día libre de Pascoa.

—¿Ha tenido un buen viaje? —preguntó.

—Sí, muy bueno. Viana do Castelo me ha gustado mucho.

—Me alegro. Ahora descanse hasta la cena.

Paula tomó el té, pero no consiguió concentrarse en la lectura, así que tomó una ducha larga y después pasó más tiempo que de costumbre arreglándose el pelo y maquillándose para subirse la moral. Cuando llegó Lidia para anunciar que el señor Pedro la esperaba en la veranda para cenar, llevaba consigo la bolsa con los zapatos.

—El señor Pedro dice que se ha dejado esto en el coche.

Paula bajó de mala gana. Pedro le salió al encuentro en el vestíbulo y sonrió cuando vió que ella se había puesto las sandalias nuevas.

—Discúlpame, Paula. He perdido los estribos.

—Ya lo he notado —ella sonrió—. ¿Volvemos a ser amigos?

—Por supuesto —él la acompañó a la veranda suavemente iluminada y la miró con aire retador—. Pensaba que quizá no querrías cenar conmigo esta noche.

—No hay peligro de eso —le aseguró ella.

—¿Porque has perdonado mi mal genio?

Paula negó con la cabeza sonriente.

—Porque tengo hambre.

Él sonrió a su vez, lo que hizo que de pronto pareciera más joven.

—Te burlas de mí y eso me gusta mucho —se puso serio—. Te echaré mucho de menos cuando te vayas.

—¿Tú no volverás a Brasil pronto? —ella sonrió a Jorge, que llegaba con un plato de bolinhas—. ¡Mmm! Me encantan.

Pedro se echó a reír.

—Es un placer ver a una mujer que come con buen apetito.

—Supongo que las mujeres de tu pasado vivían a base de zanahorias y aire fresco.

—Es posible que lo hicieran en mi ausencia —contestó él con cinismo—, pero conmigo elegían los platos más caros de la carta.

—¿Y qué les parecía la cocina de Lidia?

Pedro negó con la cabeza.

—Ninguna de ellas vino aquí. La Quinta es mi refugio. Cuando competía en Europa, tenía un apartamento alquilado en Lisboa, y el resto de la temporada competía demasiado lejos para pensar en nada que no fuera la siguiente carrera. Las mujeres, empezando por Mariana, siempre se han quejado de que mi concentración en el deporte era tan intensa que no me quedaban sentimientos para las relaciones.

—¿Echas de menos las carreras?

—Mucho. Pero como me dijiste tú, tengo mucho por lo que estar agradecido, incluida la maravillosa cocina de Lidia.

—Amén —musitó Paula.

Después hablaron de temas menos emotivos, y Paula se sintió gratificada por el interés que mostraba él por su trabajo en la galería. Estaban tan absortos en la historia de uno de los descubrimientos importantes de Juan, que alzaron la vista consternados cuando llegó Jorge con aire preocupado y, después de disculparse con Paula, habló con Pedro en portugués y le tendió una carta. Pedrola leyó con aire sombrío.

—Jorge ha encontrado esto pegado en una de las ventanas del salón —dijo—. No la ha visto hasta ahora, que estaba comprobando que todo estuviera bien cerrado para la noche. Tengo que ir a mirar personalmente; no tardaré mucho.

Cuando se alejó con Jorge, Paula recogió los platos y llevó la bandeja a la cocina. Lidia se la quitó de las manos con desmayo.

—¡Doctora! Yo haré eso.

—Jorge está ocupado con el señor Pedro, así que he decidido hacer algo útil. ¿Puedo mirar por aquí?

—Sí.

Paula la siguió a la amplia cocina, donde electrodomésticos de última generación convivían en armonía con una cocina de leña antigua que obviamente seguía allí por sus cualidades estéticas.

—¡Qué maravilla de lugar! —exclamó.

Lidia sonrió con tristeza mientras cargaba el lavavajillas.

—Me siento culpable porque esa carta ha llegado cuando Jorge me ha llevado de compras —comentó.

—No ha sido culpa de ustedes —dijo Paula—. ¿Puedo llevarme té y café para el señor Pedro?

La mujer la miró con desmayo.

—No he servido el postre. He hecho arroz con leche.

—Lo tomaremos más tarde.

Cuando Pedro se reunió con Paula, ella lo miró y le sirvió café.

—¿Has descubierto algo?

—No —él dejó el bastón y se sentó agradecido. Le mostró la nota—. Me amenaza a mí, a mi casa y a todos los que vivimos en ella si no pago dinero.

Paula frunció el ceño.

—La persona que la ha dejado ha debido de ver que Jorge y Lidia se iban a comprar—. ¿Crees que Elena ha tenido algo que ver?

Él se encogió de hombros.

—Espero que no haya más personas que vayan a por mí —terminó el café y se puso en pie al oír el timbre de la puerta—. Será la Guarda Nacional. Los he llamado para denunciar esto.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 19

Paula bajó corriendo las escaleras y se lo encontró a Jorge en el vestíbulo.

—El señor Pedro no debe conducir mucho rato, doctora.

—Me encargaré de que no lo haga —le prometió ella—. De hecho, prefiero que nos lleve usted, si cree que él no está en buena forma.

Jorge se mostró horrorizado.

—No, doctora. No diga nada, por favor. Tiene mucho orgullo, ¿Comprende?

—Lo comprendo muy bien —ella le dió una palmada en el brazo—. No se preocupe. Me aseguraré de que no se agote.

—Muchas gracias —el hombre sonrió con aire de disculpa—. Lidia se preocupa mucho.

Paula salió a esperar fuera, donde estaba ya Pedro al volante de un Range Rover negro. Ella se acercó a la puerta del acompañante.

—Esperaba un coche deportivo —comentó.

—Es un coche deportivo. Un Range Rover Sport —comentó él.

—Claro que sí —rió ella.

—Puedes reírte —comentó él con dignidad—, pero este modelo es también automático, lo cual ahora me facilita las cosas.

—Y es muy cómodo —Paula se abrochó el cinturón y se recostó en el asiento con un suspiro de placer—. Bien, vamos allá.

En lugar de conducir deprisa como esperaba ella, Pedro la llevó en un recorrido tranquilo a lo largo del río Lima, donde le fue señalando los lugares de interés. Aunque, como le dijo Paula, a ella le resultaba de interés todo lo que veía.

—¡Es tan verde! Es muy distinto a lo que imaginaba —comentó.

—Tú pensabas en el Algarve, con sus acantilados y sus playas de arena. Aquí en el Minho la vida es muy diferente. Más lenta, algunos dirían atrasada, pero yo digo pacífica y tradicional. Y esto es muy verde porque aquí llueve mucho. Iremos a Viana do Castelo, que tiene tiendas buenas. Te gustará.

—Porque soy mujer y no puedo vivir sin comprar —bromeó ella.

Pedro se echó a reír.

—Allí, como en el resto de Portugal, hay zapatos buenos, y a todas las mujeres les gustan los zapatos.

Paula no era una excepción.

—Me gustaría ver escaparates —admitió—. Pero a tí no, así que me abstendré.

—Tengo las gafas de sol y el sombrero —señaló él; se bajó el Stetson de paja sobre los ojos—. Y contigo al lado no me mirará nadie, así que no hay problema —la miró por encima de las gafas—. Me gustaría mirar escaparates contigo, Paula.

—Entonces lo haremos —sonrió ella.

Él la tomó del brazo cuando salieron del coche.

—Si me permites esto, puedo arreglármelas sin el bastón.

—Lo permito si tú me haces de guía —sonrió ella.

—Siempre a tus órdenes —él señaló con la mano—. Estamos en la Praça da República, con una fuente construida en 1553. Es el centro vital de Viana y en ella se pueden admirar distintos tipos de arquitectura.

—Yo estoy llena de admiración —le aseguró ella.

—Me complace oír eso. El edificio renacentista de aquel extremo, la Misericórdia, tiene unas cariátides magníficas.

Pedro la llevó alrededor de la plaza, donde le fue señalando los estilos barroco y manuelino de mansiones cuyos dueños se habían hecho ricos con el comercio con Brasil o con el resto de Europa.

—Pero basta de historia —dijo abruptamente—. Ahora vamos a ver zapatos.

Paula se echó a reír y admiró con él las tentadoras muestras de los escaparates, pero se negó a comprar nada, ni siquiera unas elegantes sandalias de tacón de aguja que le encantaban.

—¿Te gustan esos? —preguntó Pedro.
—Solo estoy mirando —respondió ella con firmeza. Se volvió—. Y ahora tenemos que volver a casa o Jorge me reñirá por no cuidar de tí.
—Primero compramos los zapatos.

Y Paula se vió obligada a acompañarlo al interior de la tienda para no llamar la atención en la Praça da República. Unos minutos después salían con las sandalias, que le quedaban tan bien y eran tan fabulosas que ella decidió que valían la pena el gasto. Pero se produjo un momento desagradable cuando se enteró de que Pedro ya las había pagado mientras ella se ponía los zapatos viejos.

—Dime cuánto te han costado y te pagaré cuando volvamos —insistió ella cuando estuvieron fuera. Al ver que la cojera de él se volvía más pronunciada, lo miró con ansiedad—. Estás cansado. Tendríamos que haber parado antes. ¿Necesitas descansar antes de que volvamos?

—No, gracias —replicó él con sequedad—. Volvamos al coche.

—No tengas miedo de apoyarte en mí —le dijo ella, apenada porque se sintiera tan ofendido.

Durante el viaje de vuelta, con Pedro ya claramente más cómodo, volvió a  abordar el tema del pago de los zapatos.

—Son un regalo —declaró con frialdad.

—No puedo aceptarlo —respondió ella con la misma frialdad.

—¡Por Dios! No son diamantes —gruñó él; y se pasó el resto del viaje en silencio mirando al frente.

—Pedro, por favor, intenta comprenderlo —dijo ella cuando cruzaban la verja de la Quinta—. Ya me has pagado muy bien por mis servicios y…

—Si no puedes aceptar un regalo tan nimio de mi parte, no importa —la interrumpió él—. Tíralos.

Antes de que Paula pudiera responder, Jorge se acercó a su puerta para ayudarla a salir y Pedro se alejó con el coche a la parte trasera de la casa a tal velocidad que Jorge se quedó mirándolo consternado.

—¿Tiene dolores, doctora? —preguntó con ansiedad.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 18

—Eres muy buena conmigo. Gracias por el cumplido. Pero supongo que habrás notado que una pierna no es tan recta como la otra.

—Pues no.

—Te has vuelto a ruborizar. ¿Tanto te avergüenzo? Discúlpame, no es mi intención —la miró—. Aunque estás más hermosa cuando te sonrojas.

—Exageras.

—No, es cierto —declaró él—. Tu belleza no es solo de aspecto, sino también de inteligencia —sonrió—. Una combinación poderosa.

Ella se echó a reír.

—Hoy estás de buen humor.

—He pensado mucho en lo que dijiste ayer. Y es verdad. Tengo mi familia en Brasil y esta hermosa casa aquí y, a diferencia de mi querido hermano, estoy vivo y tengo un trabajo interesante esperándome en la Estancia cuando me reponga. Debería dar gracias a Dios por eso en vez de quejarme de la cicatriz y de mi pierna.

Alzó la vista hacia Jorge, que se acercaba a decir que lo llamaban por teléfono.

—La señora se niega a dar su nombre —comentó con tono de disculpa.

Pedro achicó los ojos.

—Disculpa, Paula.

Cuando volvió a la veranda, estaba furioso.

—¡Qué descaro! Eliana Cabral me vuelve a llamar para pedirme dinero.

—¿Esta vez ha dicho por qué?

—Dice que tiene deudas de juego y la han amenazado con violencia si no paga. Ha intentando ablandarme con lágrimas.

—¿No la crees?

Pedro se encogió de hombros.

—Es actriz. No le cuesta nada llorar. Cuando me he negado, me ha amenazado y ha dicho que me arrepentiré —enderezó los hombros—. Ya no puede hacerme más daño, así que vamos a olvidarnos de ella y pensar en cosas agradables. Esta tarde viene un mensajero a buscar el cuadro.

—Lo envolveré yo, si confías en mí para el trabajo.

—Pues claro. Tú eres la experta —él se desperezó con cautela en la silla—. He estado pensando…

—¿En el cuadro?

—No. En tí. Te pedí que te quedaras aquí en lugar de en Viana do Castelo, pero seguro que esto debe de ser aburrido para tí.

—Esta mañana no ha tenido nada de aburrida —ella señaló el jardín—. ¿Y qué hotel puede ofrecer más que esto?

—La compañía de otros huéspedes, quizá, y compras en la ciudad. A todas las mujeres les gusta comprar.

Paula se echó a reír y negó con la cabeza.

—Esta puede sobrevivir sin eso, lo prometo —hizo una pausa—. Pero me gustaría ver algo más de la comarca.

—¿Quieres que Jorge te lleve a dar una vuelta después de comer?

Aquello tenía que ser una broma.

—Yo esperaba que me llevaras tú —respondió ella—. Después de todo, se supone que conduces bien.

Pedro se echó a reír.

—Mejor que bien. Y me encantaría salir contigo esta tarde —miró su reloj—. Guardé el cajón en el que llegó el cuadro, así que, si me ayudas, podemos guardarlo ahora antes de comer.

Paula cerró el cajón en la veranda, después de comprobar que el cuadro iba seguro dentro.

—Probablemente lo pintó entre 1752 y 1759 —dijo a Pedro—. Gainsborough vivía entonces en una ciudad llamada Ipswich, antes de ir a buscar fama y fortuna en Londres.

Él sonrió satisfecho.

—Es un placer hablar con alguien que comparte mi interés por estas cosas. Menos mi madre, todas las demás mujeres que he conocido se aburrían con el tema.

—Es obvio que te has rodeado de las mujeres equivocadas —Paula se mordió el labio inferior—. Perdona, olvidaba que estuviste casado.

Él se encogió de hombros.

—A Mariana no le interesaba nada el arte. Quería un hogar, hijos y un marido que quisiera lo mismo. En aquel momento yo no lo quería.

—¿Eras muy joven cuando os conocisteis?

—Demasiado joven para el matrimonio. Pero Mariana era muy guapa y tierna y, como yo tenía que venir a Europa a competir, nos casamos a las pocas semanas de conocernos. Cuando me marché, ella estaba embarazada. Volvió a casa de su familia, pero perdió el niño. Como yo no pude ir a casa inmediatamente, buscó consuelo en un amigo de la infancia. Con el tiempo, se divorció de mí y se casó con él.

Pedro suspiró.

—El modo en que me trató hirió mi orgullo. Aunque no me faltaban atenciones de otras mujeres.

Paula lo miró con curiosidad.

—Tenía la idea de que el divorcio no era legal en Brasil.

—Es legal desde los años setenta —le informó él—. Y ahora es un asunto muy fácil. Hablando en términos legales, claro. Para las personas devotas, como mis padres, el matrimonio es de por vida —se encogió de hombros—. Ellos quieren que vuelva a casarme y les dé nietos. Ahora que Lucas ha muerto, soy el único hijo.

Paula asintió con tristeza.

—Yo tampoco tengo hermanos.

Él la miró a los ojos.

—¿Te gustaría tener hijos?

—Sí, pero antes necesitaría un marido, y nunca he conocido a nadie al que haya podido imaginarme en ese papel. Y supongo que debo darme prisa, pues ya tengo veintiocho años.

—¡Qué vieja! —se burló él—. Yo tengo unos cuantos más.

—Eso es distinto. Un hombre puede seguir engendrando hijos décadas después de lo que la Madre Naturaleza se lo permite a una mujer —Paula señaló el cajón—. ¿Cuándo vendrán a por él?

—Esta tarde. Pero no tenemos que esperar. Jorge estará aquí para entregarlo.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 17

—Me culpa del desastre de su carrera.

—¿Porque no mentiste por ella?

—Exactamente. Me llamó tanto para decirme que le había arruinado la vida que cambié de móvil. Entonces llamó a la Quinta, lo cual fue un gran error porque contestó mi madre —soltó una risita—. No sé qué le dijo, pero Eliana no ha vuelto a llamar.

—¿La querías?

—En absoluto. Apenas la conocía —Pedro se puso las gafas de sol en la cabeza para mirarla a los ojos—. En la boda de mi amigo se acercó a pedirme un favor. Me pagaría una cena si la sacaba en mi coche. Dijo que era una buena publicidad. Me divirtió su sinceridad y consentí en llevarla al restaurante que ella eligiera en mi Maserati, pero no quise que pagara la cena. Ella había organizado que hubiera un fotógrafo cuando llegáramos, pero por suerte no se quedó a presenciar la pelea de cuando nos íbamos.

—¿Se pelearon aunque hacía tan poco que se conocían?

—Me ofreció sexo a cambio de una suma importante de dinero —él frunció los labios con disgusto y volvió a ponerse las gafas—. Se puso rabiosa cuando rehusé. Argumentó que esa suma no era nada para mí pero que para ella significaría mucho.

—Si trabajaba en series de televisión, aunque fuera de secundaria, seguramente ganaría dinero suficiente —comentó Paula, sorprendida.

—Eso mismo le dije yo, pero se negó a decirme para qué necesitaba el dinero. Cuando le dije que no, me quitó las llaves de la mano y corrió al coche gritando que ahora tendría que darle el dinero para recuperarlo —Pedro hizo una mueca—. Fui un tonto. Tenía que haber dejado que se lo llevara. Pero era mi adorado Maserati, ¿Comprendes?, así que abrí la puerta del acompañante y entré cuando ya se largaba.

Ella no tenía experiencia con un coche tan potente y no pudo controlarlo. Agarré el volante cuando tomamos la curva, pero no pude impedir el choque que acabó con mis esperanzas de volver algún día a las carreras. Se encogió de hombros.

—Mis padres culpan a Eliana, pero ella no me obligó a subir al coche. Un hombre que valora más su coche que su seguridad, solo puede culparse a sí mismo, ¿No crees?

Paula guardó silencio un momento. Lo miró pensativa.

—Esa mujer no es muy lista, ¿Verdad?

—¿Por qué dices eso?

—Por lo que leí anoche, intentó venderte algo que las mujeres hacen cola para darte gratis.

Él se encogió de hombros.

—Si lo hacían antes, ya no.

—Probablemente porque te escondes de ellas —respondió Katherine con pragmatismo—. Vamos, Pedro. Sé positivo. Tienes una cicatriz y una cojera, pero ambas cosas mejorarán. Podrías haber muerto, pero estás vivo.

Él se echó a reír y ella se mordió el labio inferior, sonrojada.

—Creo que voy nadar otro rato —musitó—. ¿Vienes?

—Sí —él se levantó, se quitó los pantalones y la camisa y le tendió la mano, aunque la retiró enseguida—. Es mejor que entres sin ayuda o nos pasará lo de anoche. A mí me gustaría, pero a tí no.

—Yo no diría eso —repuso ella.

Corrió por el lateral de la piscina y se lanzó al agua.

—Ven —gritó—. Está buenísima.

«Tú también», pensó Pedro.

—No te retaré a una carrera porque no nado mucho últimamente —dijo ella—, pero intentaré seguirte el paso un rato.

—Iremos despacio —prometió él. Pero después de un par de largos, ella le sonrió y aumentó la velocidad.

Él se echó a reír y aceleró el paso. Paula no tardó en quedarse atrás.

—Estoy destrozada —dijo cuando se dirigían a la escalera.

Corrió arriba a ducharse. Cuando se ponía vaqueros y una camiseta roja, recordó a la vocecita cautelosa de dentro de su cabeza que pronto estaría de vuelta en la vida normal y lejos de Pedro. Éste miraba el jardín desde su lugar habitual en la columna cuando se reunió con él. Las espadillas de ella no hacían ruido y él no la oyó hasta que estuvo casi a su lado.

—Has sido muy rápida —comentó con una sonrisa.

—Supongo que las mujeres que conoces tú tardan más en vestirse.

Él caminó con ella hasta la mesa donde los esperaba una bandeja con café.

—Tú no necesitas esforzarte mucho. Lidia nos ha traído también unos pastelitos. Come un poco.

—Lo haré. Había olvidado lo hambrienta que me siento después de nadar. Y tú ya no tienes que hacer dieta para caber en un coche de carreras.

—Es una ventaja —asintió él—, aunque yo no hacía dieta en un sentido estricto. Simplemente me limitaba a las comidas que me hacían más fuerte para el trabajo. Y parte de esa fuerza era mental y no solo física.

—¿Te deprimías si acababas con menos puntos?

—No era depresión exactamente, era más bien obsesión. Porque unas décimas de segundo en la clasificación implicaban empezar en mejor posición —se encogió de hombros con filosofía—. Ahora no tengo esas obsesiones.

—Aparte de creer que la cicatriz te convierte en un monstruo —dijo ella.

Pedro tomó un sorbo de café y la miró pensativo por encima de la taza.

—¿Tú no lo crees así?

—Ya sabes que no. De hecho… —ella se interrumpió sonrojada.

—¿De hecho? —preguntó él.

Paula suspiró y decidió decir lo que pensaba.

—Te he visto en la piscina y es obvio que a ninguna mujer que te vea sin ropa le importará nada tu cicatriz.

Él soltó una risita de satisfacción.

martes, 21 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 16

—Probablemente —contestó Paula con ligereza—. Volvamos a la casa.

Pedro se levantó enseguida y le tendió la mano. En el camino de vuelta, a ella le habría gustado rendirse a su instinto y buscar el beso que deseaba tanto como él. Pero un beso llevaría inevitablemente a otra cosa y ella no tenía mucha resistencia con aquel hombre. Él tenía razón. Bastaba un momento para… ¿Qué? ¿Enamorarse o desearse? Fuera lo que fuera, parecía peligroso a la luz de la luna.

—Mañana terminaré mis ejercicios pronto y esperaré para nadar a que bajes tu — le dijo Pedro cuando llegaron a la casa—. Si quieres, claro.

Paula sonrió.

—Será un placer.

—Para mí también —la acompañó hasta el pie de las escaleras—. Hasta mañana, Paula.

Ella le dió las buenas noches y subió a su habitación. Estaba ya en su cama, mirando la luz de la luna que se filtraba por las persianas, cuando recordó que Roberto no le había contado todavía el peligro de su vida pasada. Miró su portátil y vaciló un momento, pero acabó por ceder a la tentación. Salió de la cama, conectó el ordenador e introdujo el nombre de él en el buscador. Un momento después miraba transfigurada la foto de un Pedro más joven y sin cicatrices. Le costó trabajo apartar la vista de su cara sonriente para leer lo que había debajo:

"Pedro Alfonso Zolezzi, el piloto de Fórmula Uno conocido como Pedro Alfonso, fue comparado muchas veces con su compatriota Ayrton Senna, que murió trágicamente en el circuito de Imola, en Italia. Pero Pedro Alfonso se retiró de las carreras después de unos pocos años de éxitos y regresó a su casa, a Brasil, justo cuando el campeonato del mundo empezaba a parecer más una probabilidad que una mera posibilidad."

Paula siguió leyendo los progresos de Pedro, cómo había ganado casi todas las carreras hasta subir a la cima. Y cómo se había hecho casi tan famoso por su estilo de vida de playboy como por su habilidad al volante. Miró tanto rato aquel rostro sonriente y atractivo que era ya tarde cuando apagó el ordenador y volvió a la cama. Apretó los labios. Con su belleza, su dinero y sus éxitos en un deporte tan lleno de glamour, había sido inevitable que se viera acosado por un desfile de actrices y modelos. Sin embargo, había renunciado a todo eso para volver a la Estancia. Se preguntó por qué. Y bien pensado, su interés por la cultura no parecía estar en consonancia con su carrera anterior. Decidió preguntarle por todo eso al día siguiente.

Cuando llegó el desayuno, Paula estaba ya vestida con pantalón corto y camiseta encima del bañador. Desayunó, tomó una toalla y salió de la casa. Corrió por los jardines hasta la piscina, donde ya había sombrillas abiertas protegiendo las tumbonas. Se quitó el pantalón y la camiseta, los dejó en el banco de hierro y alzó la cara al sol un momento antes de lanzarse al agua. Cuando había hecho dos largos, apareció Pedro con un montón de toallas y ella salió del agua sonriente.

—Buenos días.

—Buenos días, hermosa sirena. ¿Cómo estás hoy?

—Mucho mejor después de nadar. ¿No vienes?

—Iré enseguida —él le tendió un par de toallas—. Antes tomemos un poco el sol.

Paula se envolvió en una toalla grande, se secó la cara con la otra y lo siguió hasta una tumbona.

—¡Qué mañana tan hermosa!

Pedro se sentó a su lado.

—¿Has dormido bien?

—No mucho. De hecho, tengo algo que confesar. Anoche te busqué en Internet.

Él se encogió de hombros.

—Ahora mi pasado es un libro abierto para tí.

—Un pasado muy glamuroso.

—No todo era glamour —le aseguró él—. Un piloto de carreras que quiera alcanzar el éxito tiene que hacer sacrificios. Yo dediqué muchos años a eso y dejé mi casa y mi familia cuando era demasiado joven para ello.

—Eso tuvo que ser duro.

—Lo fue. Sentía una gran nostalgia de mi casa. Pero siempre que entraba en el coche y me ponía el casco antes de empezar una carrera, no quería estar en otro lugar.

—Sin embargo, renunciaste a eso en el cénit de tu carrera y volviste a casa.

—No tuve elección, Paula—él respiró con fuerza—. Mi hermano Lucas era la mano derecha de mi padre en la Estancia. Al igual que yo, había montado a caballo desde que aprendiera a andar. Pero un día que estaba fuera con el ganado en una tormenta, un relámpago asustó al caballo y lo tiró al suelo. La caída no habría sido fatal, pero el caballo lo golpeó en la cabeza con el casco, matándolo en el acto.

Paula lo miró horrorizada.

—¡Oh, Pedro, qué tragedia!

Él asintió sombrío.

—Volví a casa inmediatamente para acompañar a mis padres en su dolor y con intención de quedarme una temporada antes de volver a las carreras. Sabía que para ellos había sido muy duro dejarme seguir mi sueño y con el miedo constante a que muriera en el circuito como Senna. Sin embargo, yo no tuve accidentes graves en todos los años que corrí —frunció los labios—. La única vez que estuve a punto de morir fue volviendo a casa desde un restaurante.

—Pero eso fue porque conducía tu amiga Eliana.


—Es verdad. Pero no era amiga mía.

—¿Ya no se hablaban?

Él apretó los dientes.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 15

Él le lanzó una mirada interrogante.

—¿Por qué?

Paula no tenía por costumbre hablar de su vida personal, pero él parecía genuinamente interesado, así que, ¿Por qué no?

—Necesito que me guste un hombre y respetarlo para que haya una relación física. Cuando era estudiante, me consideraban rara porque era selectiva.

A él se le iluminaron los ojos.

—Y los hombres que seleccionabas eran muy envidiados, ¿No?

—¡No hubo muchos! Yo era feliz con mis amigas, una de las cuales, Romina Frears, está ahora prometida con Fabián, uno de mis inquilinos —ella suspiró—. Supongo que se irán juntos a algún sitio, así que tendré que buscar otra persona.

—Lo necesitas económicamente.

Paula asintió.

—Adoro mi trabajo, pero el sueldo no es muy alto y mantener la casa cuesta dinero —lo miró con curiosidad—. ¿A tí te gustó la vida de estudiante?

—Yo no fui a la universidad. Hasta el accidente, trabajaba duro en la Estancia. Luego vine aquí a la boda de un amigo y conocí a Eliana, que casi me mata —sonrió sin humor—. Cuando me recupere, volveré a Brasil para ayudar a mi padre a dirigir Estancia Grande. Es mi herencia.

Fue más tarde, después de que Jorge les hubiera dado las buenas noches, cuando Paula hizo la pregunta que había querido hacer desde que él sacara el tema.

—¿El peligro que dices que afrontabas estaba relacionado con tu trabajo en la Estancia?

—No —él sonrió con soma—. Pero preocupaba mucho a mi madre —hizo una pausa—. ¿Estás cansada?

—En absoluto. He dormido un poco antes.

—¿Entonces quieres pasear conmigo a la luz de la luna?

—Me encantaría.

Paula se levantó y le tendió la mano. Él la tomó y se incorporó. Cuando pasaron al lado de una de las columnas, pulsó un interruptor y se encendieron luces por los jardines.

—¡Qué bonito! —exclamó ella—. Si no te importa tomarme del brazo, no necesitarás el bastón.

—Será un gran placer —él soltó una risita.

—¿De qué te ríes? —preguntó ella.

—No es de buena educación hablar de mujeres pasadas, pero estaba pensando que a ninguna de ellas le habría gustado pasear en la oscuridad… ni tampoco a la luz del sol.

—¿Ha habido muchas?

—Suficientes —él se encogió de hombros—. Tenía dinero para gastar. Y hasta el accidente, no era mal parecido.

—¿Y todas eran actrices?

—Había también modelos.

—¿Pero cómo las conocías? Dijiste que Estancia Grande estaba lejos de la ciudad más cercana.

—Estuve muchos años trabajando fuera de casa hasta que volví a la Estancia.

—Eres muy misterioso sobre tus actividades fuera de casa —señaló ella.

—No era nada criminal —le aseguró Pedro.

Sonrió cuando ella soltó un gritito de alegría al llegar a la piscina.

—¡Está preciosa a la luz de la luna! —avanzó hacia un banco de hierro forjado—. ¿Nos sentamos un momento a admirarla?

—Tienes mucho tacto y crees que necesito descansar, ¿No? —preguntó él cuando se sentaron.

—No, la que necesita descansar soy yo con estos tacones —Paula se apoyó en el banco con un suspiro de satisfacción—. ¿Tienen piscina en la Estancia?

—Sí. Mi padre la está agrandando para cuando llegue yo. Como tú dijiste, tengo mucho por lo que estar agradecido, más de lo que merezco —la miró—. Cuando mi madre me dejó aquí para que me recuperara, no sabía que el destino te enviaría a mí.

Ella apartó la vista.

—Fue Juan el que me envió, no el destino.

Él soltó una risita.

—Prefiero mi versión. ¿Volvemos ya a la casa?

Paula tropezó cuando se levantaron y Pedro dió un salto para ayudarla, pero la pierna cedió y cayeron enredados hacia atrás, sobre el banco, riendo con ganas. Él apretó los brazos en torno a ella.

—Tengo que soltarte —dijo de mala gana—. Si no lo hago, mañana huirás de aquí, ¿Verdad?

Curaste Mi Corazón: Capítulo 14

Pensó por un momento que él iba a besarla de nuevo, pero Pedro se volvió a mirar el cuadro.

—Lidia cree que se parece a tí —dijo Paula.

—¿Es cierto? —él miró el cuadro sorprendido—. ¿Tú estás de acuerdo?

—Sí.

—Es mucho más guapo que yo —Pedro miró el cuadro con atención—. Pero sí que resulta familiar. La primera vez que lo ví también me lo pareció —movió la cabeza—. Ven. Tenemos que volver. Lidia se enfadará si se estropea la cena.

Paula, con el entusiasmo, apenas se dio cuenta de lo que comía. Pedro también había perdido su melancolía habitual hablando del cuadro.

—¿Te lo vas a quedar? —preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

—Ahora que su autoría está confirmada, no puedo colgarlo aquí por razones de seguridad. Será un regalo de Navidad muy especial.

—O sea, que tu jovencita tendrá que languidecer sola en la sala.

—No, ella formará parte del mismo regalo. Colgaré otro cuadro en la sala.

¡Menudo regalo! Paula envidiaba al afortunado receptor. Alzó la vista con una sonrisa cuando llegó Jorge a por los platos.

—¿La señora quiere postre? —preguntó él.

Puesto que Paula apenas había notado el pescado excelente que había comido, asintió con una sonrisa.

—Sí, por favor.

—Es la primera vez que pides postre —comentó Pedro cuando se quedaron solos.

—Esta noche creo que hay que celebrarlo.

Pedro la miró un momento en silencio; su euforia parecía haber disminuido.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. ¿Te duele algo?

—No. Estoy pensando que ahora que has hecho tu trabajo, te irás.

Hubo una pausa. Llegó Jorge con unas natillas para Paula y volvió a marcharse sin que nadie rompiera el silencio.

—Todavía no me voy a casa —dijo ella—. Quiero ir a Viana do Castelo un par de días antes de volver.

Pedro enarcó las cejas.

—¿Vas a un hotel?

—No he reservado en ninguna parte, pues no sabía cuánto tiempo estaría aquí, pero si me quedaban días antes del vuelo de vuelta, pensaba pedir transporte hasta Viana do Castelo y buscar algún sitio allí.

—¿Cuándo es tu vuelo?

—El domingo.

Él sonrió de un modo que se le iluminó todo el rostro.

—¿Tienes algún motivo para elegir Viana?

Ella negó con la cabeza.

—Solo que no está lejos de aquí y, que por lo que ví en la guía, parecía un lugar agradable para descansar. Me apetecía estar un par de días sin hacer nada aparte de nadar y tomar el sol antes de volver a la galería de arte.

—¡Pero eso puedes hacerlo aquí! —él se inclinó hacia ella—. Quédate en la Quinta hasta que tomes el avión.

Ella lo miró en silencio, con el pulso latiéndole con fuerza.

—Lo único que pido es tu compañía, lo juro —él esperó, pero como ella no dijo nada, se recostó en la silla—. Olvídalo. Jorge te llevará a Viana cuando tú quieras.

Ella carraspeó.

—¿No podrías llevarme tú mañana?

Él achicó los ojos.

—¿Por qué?

—Para enviarle el cuadro a Juan.

—No es necesario. Vendrá una mensajería a recogerlo.

—¡Lástima! —Paula le sonrió—. Había pensado que podíamos comer juntos luego.

Pedro achicó los ojos.

—¿Es una condición para quedarte aquí?

—No. Claro que no. He pensado que te vendría bien salir de aquí.

—Ya salgo… al hospital —la sonrisa de él era sombría—. He afrontado el peligro muchas veces en el pasado, pero ahora parezco un monstruo y no soy lo bastante valiente para comer en público.

—No pareces un monstruo para nada —repuso ella—, pero comprendo lo que sientes.

Pedro la miró a los ojos.

—Entonces quédate.

Ella lo miró a los ojos y tardó un rato en contestar.

—De acuerdo, pero no sé si debería. La vida en casa me va a parecer muy monótona luego.

—Pero allí tienes un amante.

—De una vez por todas, Andrew no es mi amante —ella echaba chispas por los ojos—. Y ya ni siquiera sé si es mi amigo.

—Pero él quiere que vivas con él.

—Porque cree que es un modo seguro de lograr que me acueste con él —contestó ella, que lamentó sus palabras en cuanto las hubo dicho.

Pedro sonrió ampliamente.

—Casi siento lástima por él. Porque tú no harás lo que quiere, ¿Verdad?

—No.

—Él no puede ser el primero que desea ser tu amante —dijo Pedro.

—Cierto. Pero ha habido pocas relaciones en mi vida.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 13

—¿Y bien? —preguntó cuando llamó Juan después de que le enviara una foto.

—Uno de sus primeros trabajos menores —repuso él con júbilo—, pero estoy seguro de que es un Gainsborough.

Paula suspiró.

—¡Aleluya! Yo también.

—¿Se lo has dicho al cliente?

—No. Se lo diré esta noche.

—Muy bien. Y una vez que hagas eso, ya no será necesario que sigas allí.

—No, no lo será —asintió ella—. Pero a menos que me necesites en la galería, me gustaría quedarme hasta el domingo, cuándo tengo el vuelo. Me apetece pasar un par de días al sol.

—Me parece bien. Has terminado el trabajo antes de lo esperado y Judith controla la galería con firmeza —él soltó una risita—. Soy un paciente tan malo que la pobre está deseando alejarse de mí.

—Pues date prisa en ponerte bien. Y gracias. Te avisaré cuando el cuadro esté en camino.

Paula cerró el teléfono y se sentó a mirar la cara del cuadro. Estaba segura de que no la había visto en investigaciones pasadas, ¿Pero por qué le resultaba tan familiar? Era un hombre joven, de no más de veinte años. La llegada de Lidia con una bandeja la sobresaltó. La mujer dejó la bandeja en la otra mesa y se acercó a mirar. Movió la cabeza sorprendida.

—Se parece al señor Pedro.

Paula abrió mucho los ojos.

—Tiene razón. Por eso me resulta familiar. Tendría que haberlo visto antes. Los ojos y las cejas… La boca no tanto y tiene el pelo liso, pero sí hay un parecido. ¿Cuándo cree que volverá el señor Alfonso?

—No sé. Jorge llamará cuando salgan.

—Bien. Tomaré el té y luego me daré un baño. Me llevaré el cuadro arriba conmigo. Quiero que sea una sorpresa.

Lidia se echó a reír.

—Una sorpresa muy agradable.

Paula llevó el cuadro a su habitación y lo dejó sobre el arcón a los pies de la cama. Tomó un baño rápido, se envolvió el pelo mojado en una toalla para poder tumbarse en la cama y se durmió en el acto. La despertó el sonido del teléfono.

—Hola, Andrés —dijo con resignación.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó él furioso—. Esta noche tengo una cena de trabajo.

—Pues entonces vete ya. Lo siento. He trabajado tanto que me he quedado dormida después de darme un baño.

—¡Por el amor de Dios! ¿Tan duro es pasarse el día limpiando un cuadro?

Paula desconectó el teléfono. Se levantó y, después de un momento de duda, se puso el vestido verde que tanto realzaba su figura, se cepilló el pelo hasta sacarle brillo, se adornó las orejas con unos pendientes de oro y volvió a conectar el teléfono. No tenía sentido que se aislara del mundo porque Andrés fuera un pelma. El aparato sonó inmediatamente, pero esa vez la que llamaba era Romina Frears, amiga íntima suya desde que compartieran habitación en la universidad.

—¿Qué le pasa a Andrés? —preguntó Romina—. Me ha llamado nervioso y dice que le has colgado. ¿Ha hecho algo malo? Porque me ha dicho que te pida disculpas en su nombre.

—Eso es nuevo —Romina y Andrés no se caían muy bien—. Está enfadado porque me vine a Portugal sin él y porque no lo llamo.

—¿Te exige sexo por teléfono?

—¡Y unas narices! ¿Cómo va el mundo del periodismo?

—Aburrido. Acabo de hacer un artículo sobre las diez ideas más sensuales en vestidos para el otoño. Y por cierto, ¿Por qué tu trabajo te lleva a la playa y el mío me tiene aquí encerrada?

—No estoy en la playa. Esto en el norte.

—¿Y quién es ese hombre que te paga las vacaciones?

—¡Eh, que yo trabajo mucho!

—Eso no responde a mi pregunta.

—Te daré detalles cuando vuelva —llamaron a la puerta—. Tengo que dejarte, es hora de cenar. Te llamaré antes de irme.

Paula dejó a Pascoa al pie de las escaleras y continuó sola hasta la veranda. Pedro le salió al encuentro y al verla la miró de un modo que hizo que a ella se le acelerara el pulso.

—Buenas noches, Paula. Estás muy hermosa.

—Gracias —respondió ella.

—¿Qué tal el día?

—Muy ocupado. ¿Cómo te ha ido a tí  con el doctor?

—Se ha mostrado complacido por mis progresos —contestó él con satisfacción—. Y la fisioterapia no ha sido tanta tortura hoy —llenó dos copas de vino y le pasó una—. Quizá porque mi recompensa era contar con tu compañía esta noche.

Paula se sentó en la silla que le apartó él.

—Me alegra que hayas tenido un buen día. Yo también.

Pedro se sentó a su lado.

—¿Has hecho progresos?

Ella asintió y se puso en pie.

—Debería haber traído el cuadro conmigo. Voy a buscarlo.

Pedro la siguió hasta el pie de las escaleras, donde se quedó mirándola. Si había terminado de trabajar en el cuadro, se marcharía pronto. Tenía que encontrar el modo de persuadirla para que se quedara más tiempo. Sonrió cuando la vió aparecer con el cuadro.

—Aquí está. ¿Lo llevamos a la sala debajo de las luces?

—Sí, señora —Pedro se adelantó cojeando a dar las luces de la sala.

Paula puso el lienzo encima del escritorio. La exclamación que lanzó Pedro al verlo fue toda la recompensa que necesitaba ella.

—Lo he limpiado todo lo que he podido —explicó—. La restauradora quitará las partes más recalcitrantes y le dará un acabado lo más parecido posible al original. No hay firma, lo cual es bastante común, pero Juan comparte mi opinión. Por la fotografía que le he enviado, cree que no hay duda sobre el artista.

—¿Puedo osar adivinarlo? —preguntó él.

—Por favor.

Pedro respiró hondo y la miró.

—¿Thomas Gainsborough?

La sonrisa radiante de ella fue toda la respuesta que necesitaba. Lanzó un grito de triunfo, la rodeó con sus brazos y la besó en la mejilla. Enseguida la soltó y se apartó con timidez.

—Perdóname.

—Perdonado —le aseguró ella sin aliento—. Yo también habría besado a alguien cuando Juan me lo ha confirmado.

jueves, 16 de agosto de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 12

A Pedro se le iluminaron los ojos.

—¿Lo has visto antes?

—Creo que sí. Desde luego, lo conozco de algo —ella suspiró frustrada—. Pero todavía no sé de qué.

Él soltó una risita.

—Ya lo descubrirás. Y dime —cambió bruscamente de tema—, ¿Ese amigo tuyo te llama todas las noches?

Paula parpadeó.

—No. Andrés no está muy contento conmigo en este momento. Cancelé una noche en la ópera con él para venir aquí y siente que le he fallado.

Pedro frunció el ceño.

—Ese hombre es un tonto.

—Estoy empezando a estar de acuerdo —ella suspiró—. Es encantador y buena compañía, pero se mostró muy insolente cuando insistí en que ayudar a James era mucho más importante que ir a la ópera.

—Entonces no te casarás con él.

—¡Cielo santo, no! —Paula lo miró atónita—. Nunca he tenido esa intención. Ni Andrés tampoco. Mi empeño en dirigir mi vida sería un grave problema para él. Y puesto que la mayoría de los hombres son como él, no veo el matrimonio en mi futuro.

Pedro asintió de mala gana.

—El matrimonio ya es bastante difícil cuando los dos quieren las mismas cosas. Cuando no es así, es un desastre. Mi esposa me suplicó que renunciara a mi modo de vida por ella. Me negué y me dejó.

—¿No le gustaba vivir en el rancho?

—No —él apartó la vista—. ¿Quieres tomar una copita de coñac?

Paula negó con la cabeza.

—No, gracias. Terminaré el té y me iré a la cama. ¿Te pongo más café o te impedirá dormir?

—Yo no duermo bien tome café o no —repuso él—. Y eso es un hecho, no autocompasión.

Ella frunció el ceño.

—¿La pierna te impide dormir?

Pedro asintió.

—Pero está mejorando. Cuando llegué aquí iba con muletas, luego con dos bastones y ahora ya solo necesito uno. Pronto caminaré sin ayuda.

—Amén —Paula se puso en pie—. Buenas noches, pues.

Él se levantó a su vez.

—Buenas noches. Que duermas bien.

Al día siguiente, Paula estaba inmersa en el trabajo e intentando pensar dónde había visto antes la cara del modelo, cuando sonó el teléfono; era Andrés.

—Ah, la esquiva doctora Chaves en persona —dijo él con sarcasmo—. Por fin te dignas contestar al teléfono.

—Había olvidado conectarlo, lo siento.

—Estaba preocupado.

—No tienes por qué, Andrés. Simplemente estoy absorta en el trabajo.

—Descubriéndole al mundo un Rembrandt perdido, supongo —comentó él con tono burlón.

—No, un Rembrandt no, pero sí algo muy interesante tanto para mi cliente como para mí. Oye, ahora estoy ocupada.

—Pues llámame luego.

—De acuerdo. ¿A las siete y media?

—Bien. Espero tu llamada.

Más tarde, Paula estaba tan impaciente por empezar con la cara del cuadro que devoró casi toda la ensalada del almuerzo sin apenas saborearla. Trabajaba con energía y sintió un gran alivio cuando identificó pinceladas inconfundibles. En el pelo del modelo empezaron a aparecer tonos más claros y ella soltó un gritito de triunfo cuando una mancha de luz en un mechón de pelo le dió la confirmación que anhelaba.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 11

—Me llamó al hospital para suplicarme que dijera que era yo el que conducía — contestó él, inexpresivo—. Pero no lo hice porque la policía ya sabía que no conducía yo. Tardaron mucho en sacarme del asiento del acompañante.

—¿Y por qué te pidió eso?

—Tuvimos un desacuerdo durante la cena y, debido a eso, habíamos bebido más vino de lo aconsejable, así que yo insistí en pedir un taxi, pero ella tenía mucha prisa por salir de allí y me quitó las llaves —el rostro de él se volvió sombrío—. En el coche seguíamos peleando porque ella no quería ponerse el cinturón.

—Por eso pudo saltar del coche y dejarte allí —Paula movió la cabeza con incredulidad—. ¿Y después de eso esperaba que dijeras que conducías tú?

—Sí. Pero la policía ya sabía que yo no conducía y que Elena había pasado la velada conmigo, por las fotos que nos habían hecho cuando íbamos a cenar. Cuando se supo la verdad, la despidieron de la serie de televisión en la que trabajaba. Tenía un papel secundario de joven inocente a la que deseaba un hombre casado —él sonrió con sorna—. Cuando se supo que Eliana Cabral no solo había bebido sino que además había saltado del coche dejándome atrapado, la prensa la crucificó.

—¿Dónde sucedió eso?

—Cerca de Oporto. Salieron fotos horribles mías en la prensa —él apretó los labios—. Mis padres querían llevarme a casa, pero vivir en la Estancia habría implicado viajar mucho para los tratamientos y preferí quedarme aquí a recuperarme. Mi padre solo pudo quedarse un tiempo corto, pero mi madre se ha marchado hace poco — sonrió—. No les gusta estar separados, así que al final la convencí de que estaba lo bastante bien para que se fuera.

Paula lo miró en silencio. Con un rancho como residencia habitual, la Quinta para las vacaciones y novias actrices, llevaba una vida muy distinta a la de ella.

—Gracias por contármelo. Espero que no te haya resultado muy doloroso hablar de ello.

—Con una oyente tan comprensiva, no —él miró a Jorge, que llegaba para recoger la mesa—. Dile a Lidia que la cena ha sido excelente, como siempre.

Paula asintió con fervor y el hombre sonrió complacido.

—¿Quiere postre, doctora?

—No, gracias. ¿Pero puedo tomar un té?

—Por supuesto. Traeré también café para el señor.

Pedro asintió.

—Los dos me cuidan bien —dijo cuando se quedaron solos—. Jorge es muy estricto con mis ejercicios y mañana me llevará a Viana do Castelo a una revisión con el doctor y una sesión con el fisioterapeuta. Prefiero conducir yo, pero para las visitas al hospital, Jorge insiste en hacerlo él —dijo en voz alta, para que lo oyera el aludido, que regresaba con una bandeja.

Jorge sonrió.

—Ordenes de doña Ana—repuso.

—Se lo ordenó mi madre, así que no hay nada que hacer —comentó Pedro resignado.

—Gracias —Paula sonrió a Jorge cuando le puso el té delante.

—De nada, doctora. Buenas noches.

—Y bien —preguntó Pedro cuando se quedaron solos—. ¿Crees que mañana resolverás nuestro misterio?

—Espero que sí, o habrás gastado mucho dinero para nada trayéndome aquí.

—Y gastaré más para que te quedes más tiempo —él arrugó el ceño—. No sé si eso ha sonado bien. Tienes que disculpar mi inglés.

Paula negó con la cabeza.

—Tu inglés es excelente. Y el de tus empleados también, aunque tienen mucho más acento que tú.

—Ellos aprendieron inglés básico para tratar con los visitantes de la Quinta. Parte del año la alquilamos para vacaciones; por eso construí la piscina y la cancha de tenis.

Paula lo miró atónita.

—¿Puedes soportar que el público use tu casa?

—Cuando no estoy aquí, sí —él se encogió de hombros—. Soy un hombre práctico. La gente paga bien por quedarse aquí y eso me da dinero para el mantenimiento. Pero este año hemos aceptado pocas reservas.

—¿Lidia cocina para los huéspedes?

—Eso no lo permito. Solo ofrecemos el desayuno. Hay buenos restaurantes en la zona. Yo no los frecuento, por razones obvias.

—No me extraña, teniendo a Lidia para cocinar para tí.

—Tú no me dejas que explote mi autocompasión —comentó él con una mueca.

—Pues no —respondió ella—. Podrías haber muerto en el accidente, pero estás aquí, en este lugar hermoso y con gente sirviéndote.

—Es verdad —se burló él—. No me falta de nada, excepto compañía.

—Supongo que eso será porque quieres.

Él se encogió de hombros.

—Hasta ahora no la echaba de menos. No me había dado cuenta de lo solo que estaba hasta que he tenido el placer de contar con tu compañía.

Paula achicó los ojos.

—No me interpretes mal —se apresuró a decir él—. Lo que intento decir es que no sería humano si no disfrutara de la compañía de una mujer que es experta en el tema que más me interesa y que es una mujer muy atractiva. Eso no puedes negarlo.

—Soy pasable —comentó ella.

—Pero aprisionas ese hermoso cabello y llevas ropa severa para disfrazarte —la miró a los ojos—. No temas, yo no espero nada más que tu trabajo y tu conversación.

—Ya lo sé —repuso ella, furiosa porque él hubiera imaginado que ella pensaba otra cosa.

—Ahora he vuelto a molestarte —musitó él.

Paula suspiró.

—Volviendo al tema que tanto te interesa, hay algo en ese joven que me resulta muy familiar.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 10

—Sola en casa. Hago la cena, plancho un poco, veo la televisión o leo —Paula hizo una mueca—. Nada emocionante.

—¿Y otras veces la invitan a cenar fuera? —preguntó él, que se había sentado ya enfrente de ella.

—Sí. O salgo con amigos, principalmente amigas.

—Pero uno de sus amigos es un hombre, ¿no?

—Más de uno —ella sonrió—. Comparto casa con dos; algo que no aprueba el hombre con el que salgo a cenar últimamente.

Pedro le ofreció tostaditas untadas con paté.

—¿Está celoso?

Paula pensó en eso.

—Andrés quiere que me vaya a vivir a su casa.

A Pedro le brillaron los ojos.

—¿Y usted quiere hacerlo?

Ella negó con la cabeza.

—En absoluto. Mi casa es mía. La heredé de mi padre. Y mis inquilinos pagan un buen alquiler y los tres salimos a veces con más gente a tomar una copa o a cenar, cosas que disfruto mucho. Muy bueno el paté, por cierto.

—Lo ha hecho Lidia, así que coma más —Pedro se inclinó a llenarle la copa de nuevo—. ¿Su padre ha muerto?—preguntó.

—Sí. Mi madre murió cuando era pequeña, papá me crió solo y lo hizo muy bien — ella carraspeó—. Y cuando yo acababa de cumplir los dieciocho años, murió de un infarto.

—¡Qué tragedia! —musitó él—. ¿Tiene más familia?

—Diana, la hermana pequeña de papá, se vino a vivir conmigo entonces, pero luego conoció a Sergio Napier, el arquitecto con el que está casada ahora —Paula sonrió con calor—. Querían que viviera con ellos, pero yo preferí quedarme en casa. Dos compañeros de universidad buscaban un lugar para vivir y Sergio hizo unas modificaciones para crear tres departamentos separados. El arreglo funciona tan bien que Rodrigo y Fabián siguen conmigo.

—Y usted no quiere dejarlos para vivir con su amante —señaló él.

—Es solo un amigo —repuso ella irritada.

Y enseguida se mordió el labio inferior. Pedro la miró divertido.

—No me ofende, doctora. Soy yo el que la ofende hablando de amantes. Pero ese hombre se considera así, ¿No?

—Lo conocí hace poco —protestó ella.

—Solo se necesita un momento para enamorarse.

Paula frunció el ceño.

—A veces he visto que también se necesita solo un momento para desenamorarse —comentó.

Llegó Jorge con una bandeja de rodajas de cerdo asado flanqueadas por verduras y un plato de rodajas de patatas asadas.

—¡Huele divino! —exclamó ella.

—Nos serviremos nosotros, Jorge —dijo Pedro —. Da las gracias a Lidia.

Tomó la botella de vino y rellenó de nuevo las copas.

—¿Estabas muy unida a tu padre, Paula? ¿Me permites tutearte?

—Por supuesto —repuso ella. Y se irritó consigo misma porque se sonrojó—. Sí, mucho —contestó a la pregunta de él—. Hasta seguí sus pasos profesionalmente. Él daba clases de Historia del Arte. Conoció a Juan Massey en la universidad.

—Y ahora trabajas para el amigo de tu padre.

Ella se puso tensa.

—Pero no hay nada de nepotismo en eso.

—Claro que no —repuso él—. Pero a tu padre le gustaría saber que trabajas con su amigo.

—Cierto, pero yo me gano mi sueldo.

Pedro suspiró.

—Ahora te he ofendido. Perdona. No era mi intención. Por favor, come más o Lidia se ofenderá también.

Paula comió un rato en silencio y después decidió lanzarse en picado.

—¿Puedo preguntarte por tu accidente?

Pedro se puso rígido y dio la impresión de que se iba a negar, pero acabó encogiéndose de hombros con mirada amarga.

—Tuve un accidente de coche y la suerte de sobrevivir. Pero durante un tiempo me resultó difícil considerarme afortunado.

—¿Porque tenías muchos dolores?

Él sonrió con sorna.

—También por vanidad. Toda la pierna rota estaba escayolada, tenía conmoción, los ojos morados, la nariz y los dientes rotos y la mitad de la cara cosida con puntos. El monstruo de Frankenstein era más guapo que yo.

—Parece que sí tuviste suerte de salir con vida —Paula se estremeció—. ¿Llevabas pasajeros en el coche?

—El pasajero era yo. El coche se salió de la carretera en una curva y el conductor saltó fuera. Gracias a Dios, el coche no estalló en llamas como en las películas, pero sufrió muchos daños al chocar pendiente abajo contra los árboles.

—¿Y qué le pasó al conductor?

Los ojos de él se volvieron duros como el granito.

—Era una mujer. Luego me enteré de que solo tenía un esguince en la muñeca y algunas contusiones, pues los arbustos paliaron su caída. Huyó de allí presa del pánico y a mí me ayudó un automovilista que pasaba. Yo no supe nada de eso. Me desperté en el hospital, con mis padres al lado de mi cama.

—Debió de ser terrible para ellos verte así —musitó ella—. ¿Y la mujer que conducía el coche?

Curaste Mi Corazón: Capítulo 9

—¿Qué fue lo que le llamó la atención de él la primera vez que lo vió? —preguntó caminando a su lado por el vestíbulo.

—Algo en la cara del modelo —él se detuvo delante de unas puertas dobles—. Si quiere hacer el favor de abrirlas…

Ella entró delante en un salón amplio, donde había un cuadro a un lado de la chimenea. Una chica joven con un vestido de gasa blanca sonreía soñadora desde el lienzo.

—¿Quién es? —preguntó Katherine.

—No sé de dónde procede —respondió él. Cruzó la estancia y dejó el cuadro que transportaba encima de un escritorio—. Se titula Retrato de una joven, de artista desconocido, y por lo tanto costó poco. Es encantadora, pero me parece que se siente sola.

—¿Y compró el otro cuadro para hacerle compañía?

Pedro asintió.

—Quedará bien al otro lado, ¿No?

—Cuando esté restaurado, sí. ¿Nunca ha investigado a la chica?

—No. Cuando la compré estaba ocupado y no he tenido tiempo.

—Pero se ha tomado muchas molestias y gastado mucho dinero para averiguar más cosas del joven.
Pedro asintió.

—Porque creo conocer al artista.

—¿Quién? —quiso saber Paula.

A él le brillaron los ojos.

—¡Ah, no! Espero su opinión antes de arriesgar la mía, doctora.

—Me parece justo. Paga usted.

—Cierto. E insisto en que descanse antes de cenar. Jorge se viene conmigo mañana, pero le he dicho a Lidia que procure que no trabaje usted mucho en mi ausencia.

—Cuando estoy absorta, me olvido del tiempo —admitió ella—. Pero cuando vea a su joven mañana, estará muy distinto. ¿Pasará todo el día fuera?

Él negó con la cabeza.

—Volveré a tiempo de cenar con usted.

—Esta habitación es muy hermosa —comentó ella cuando avanzaban hacia la puerta.

—Pero muy formal, ¿No? Yo prefiero mi apartamento en la parte de atrás de la casa. Allí puedo ser desordenado sin arriesgarme a la ira de Lidia.

Ella se echó a reír.

—Eso me cuesta imaginarlo.

Pedro asintió con la cabeza.

—Soy afortunado de contar con gente tan buena para cuidarme —abrió la puerta para ella—. También cuidarán de usted mientras esté aquí. Y no solo porque sea mi deseo, sino porque tanto Jorge como Lidia opinan que es una señorita encantadora.

Paula se ruborizó.

—Son muy amables.

Pedro la miró encantado.

—¡Qué maravilla! Una mujer que se sonroja.

—No me ocurre a menudo —le aseguró ella.

—Quizá es que está cansada. Ahora descanse. ¿Quiere cenar otra vez en la veranda?

—Sí, por favor.

Paula subió rápidamente las escaleras y, una vez en su cuarto, se desnudó con impaciencia, llenó la bañera y se metió en ella. Tenía que dejar de ruborizarse. Por atractivo que fuera su cliente, ella estaba allí por trabajo. Además, quizá al día siguiente supiera ya quién era el autor del cuadro y su trabajo habría terminado. Como recompensa podía pedir que la llevaran a Viana do Castelo, aunque esa perspectiva ya no le resultaba tan atrayente como antes. Para ella era una novedad descansar en la cama durante el día, pero la vida en la Quinta das Montanhas resultaba peligrosamente adictiva. Sería muy fácil caer en el hábito. Se preguntó si Pedro hacía lo mismo. Había mencionado un drpartamento en la parte de atrás, así que quizá tenía un dormitorio en la planta baja, que resultaría más fácil para su pierna. Sentía mucha curiosidad por saber lo que le había pasado, pero era inútil interesarse demasiado por él. Cuando terminara su trabajo allí, no volvería a verlo. Además, un hombre como él vivía en un planeta distinto al suyo. Eso no le impidió intentar ponerse más atractiva para la cena de esa noche. Eligió un pantalón de lino color marfil y una túnica de seda color bronce con zapatos de tacón. Se dejó el pelo suelto, añadió un toque más de maquillaje que antes y decidió prescindir de las gafas. Estaba preparada y esperando cuando una chica morena muy bonita llamó a la puerta.

—Pascoa —anunció, sonriente—. El señor Pedro espera.

—Gracias, Pascoa.

Jorge la esperaba en el vestíbulo.

—Buenas tardes, doctora. Lidia está preparando el asado de cerdo —le dijo mientras caminaban hacia la veranda.

Pedro estaba apoyado en una columna con la vista fija en el jardín. Se volvió al oírlos y abrió mucho los ojos al verla.

—Está… muy encantadora, doctora —dijo—. Cuesta creer que haya trabajado todo el día.

—Todo el día no. He pasado una hora tumbada en la cama —sonrió ella—. Algo que nunca hago en casa.

Pedro sacó una silla para ella y señaló el vino que descansaba en su cubo de plata.

—¿Quiere una copa?

—Sí, gracias.

—¿Y cómo pasa las veladas en Inglaterra? —preguntó él después de llenar las copas.