jueves, 23 de noviembre de 2017

Propuesta: Capítulo 41

Un rato después, él la tomó en brazos y salieron de la cocina. De algún modo  consiguieron  subir  las  escaleras  que llevaban  al  dormitorio. Y  allí,  en  medio  de  la  habitación,  él  volvió  a  besar  a  Paula con  un  deseo  al  que  ella  correspondió  con  ansia.  Finalmente,  él  liberó  su  boca  para  inspirar  profundamente,  pero  antes  de  que  ella  pudiese  hacer  lo  propio,  él  le  estaba  levantando  el  vestido  hasta la cintura y bajándole las braguitas mojadas. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando él bajó hasta sus caderas y enterró la cabeza entre sus piernas.

—¡Pepe!

Ella se vino en el momento en que notó la lengua de Pedro moviéndose dentro de ella y acariciando sus labios, pero enseguida se dio cuenta de que aquello a él no le  iba  a  bastar.  Utilizó  la  lengua  como  un  cuchillo  para  apuñalar  literalmente  su  interior y describir círculos alrededor de su clítoris, y luego lo succionó. Los  ojos  de  Paula empezaron  a  cerrarse  porque  él  empezó  a  hacerle  perder  el  sentido  y,  el  deseo,  el  más  poderoso  que  ella  había  sentido  jamás,  empezó  a  consumirla,  a  recorrer  cada  una  de  las  partes  de  su  cuerpo  y  a  empujarla hacia  el  orgasmo.

—¡Pepe!

Pero él no cejaba en su empeño. Ella intentó agarrarle, pero no lo consiguió porque  él  empezó  a  introducir  de  nuevo  la  lengua  en  su  interior.  Paula pensó  que  habría que patentar la lengua de Pedro con un cartelito de advertencia: que cuando él falleciese, había que donarla al Smithsonian. Y cuando ella volvió a correrse, él le abrió aún más los muslos para bebérsela a lengüetazos.  Paula gimió  mientras  la  lengua  y  los  labios  de Pedro jugaban  con  su  clítoris  y  la  volvían  loca  de  lujuria  porque  sensaciones  cada  vez  más  poderosas  se  extendían por su cuerpo. De  pronto,  Pedro se  retiró  y  a  través  de  los  ojos  empañados,  Paula vió que se ponía de  pie  y  se  desvestía  rápidamente,   procediendo  a  desvestirla  a  ella  a  continuación. Paula fijó la vista en su erección. Sin  más  preámbulos, la  llevó  a  la  cama,  la  tumbó  boca  arriba,  se  deslizó  sobre  ella  hasta  colocarse  entre  sus  piernas  y  apuntó  con  su  miembro  hacia  los  pliegues  húmedos de sus labios.

—¡Sí!   —casi  gritó  ella,   y   entonces  lo   sintió,   empujando  dentro   de   ella,   desesperado por unirse a ella.

Luego se detuvo. Dejó caer la cabeza junto a la de ella y dijo con un gruñido sensual:

—Esta noche no habrá preservativo.

Paula alzó la vista hacia él.

—Ni  ésta  ni  ninguna otra durante  un  tiempo  —susurró  ella—.  Luego  te explicaré el por qué. De todas formas, pensaba decírtelo esta noche.

Y antes de que pudiese entretenerse demasiado pensando en lo que le tenía que decir, Pedro empezó a moverse de nuevo dentro de ella. Y  cuando le hubo  introducido  toda  la  longitud  de  su miembro,  ella  jadeó  sin  aliento  por  la  plenitud  de  tenerlo  tan  dentro. Sus músculos empezaron a aferrarse a él, lo sujetaba con fuerza y lo masajeaba, succionando su sexo por todo lo que estaba recibiendo  y  pensaba  que  podía  obtener,  mientras  pensaba  que  una  semana  había  sido demasiado tiempo. Él  le  separó  aún  más  las  piernas  con  las  manos  y  le  alzó  las  caderas  para  penetrarla  más  profundamente.  Bella  casi  gritó  cuando  empezó  a  embestirla  de  forma  constante,  con  implacable  precisión.  Era el  tipo  de  éxtasis  que  ella  había  echado de menos. No sabía que existía tal grado de placer hasta experimentarlo con él.  Cuando  Pedro le  agarró  las  piernas  y  se  las  colocó  por  encima  de  los  hombros  mientras entraba y salía de ella, sus miradas se encontraron.

—Córrete para mí, amor —susurró Pedro—. Córrete para mí ahora.

 El  cuerpo  de  Paula obedeció  y  empezó  a  agitarse en  un clímax  tan  gigantesco  que  le  pareció  que  temblaba  toda  la  casa.  Gritó.  No pudo contenerse de ninguna forma  posible,  y  cuando  él  empezó  a  venirse  dentro  de  ella,  el  calor  de  sus  fluidos,  denso  por  la  intensidad  del  acto,  hizo  que  sólo  pudiese  gritar  y  dejarse  ir  una  vez  más.

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