—Eso intento —dijo él—. Pero echaba de menos el rodeo.
—¿Y quién no? Todo el mundo debería caer en el barro empujado por un toro furioso al menos una vez al día.
Los dos se rieron. Así es como Paula se sentía diez años atrás, antes de que todo se estropease. Como arcilla entre sus manos. Pero inmediatamente sofocó aquella sensación. No quería volver a sentirla, no quería volver a amar a un hombre enamorado de otra mujer.
—¿Cómo te convencieron para que te presentases a presidente de la asociación? —le preguntó.
—Marcos Hart me llamó.
—¿De verdad?
Marcos tenía un rancho en Destiny, y se había hecho cargo del negocio de su padre. Suministraba animales a los rodeos de todo el país. Pedro y él habían participado en rodeos juntos en el instituto.
—Sí. Hemos mantenido en contacto. La asociación estaba en apuros cuando dimitió el presidente; puso como excusa el trabajo y las obligaciones familiares. Como yo no tengo obligaciones familiares —dijo dejando la frase en el aire— Marcos pensó que podría ayudar, porque además tengo negocios en esta zona.
¡Así que no estaba casado! Paula sintió alegría.
—¿Y? —dijo, segura de que había una razón más importante para que Pedro hubiese aceptado.
—Me ofreció el puesto. Es solo temporal; no hubiese aceptado un cargo permanente.
—Marcos debía saber que por alguna razón, lo considerarías —dijo ella.
—Sí.
—¿Qué fue?
—Sabía que el rodeo me había salvado la vida.
Pedro no estaba seguro de por qué había dicho aquello, sobre todo al ver la cara de sorpresa de Paula. Ella intentó disimular y a él le pareció increíblemente atractivo verla intentarlo. Sintió que había algo especial en estar de vuelta en Destiny, y más aún en estar de nuevo con Paula Chaves en aquella habitación. Había dicho la verdad cuando al llegar le dijo que casi no la había reconocido. Ella había cambiado: el pelo castaño claro con mechas doradas le llegaba por los hombros, y sus ojos marrones, llenos de vida e inteligencia, lo retaban. Era una niña la última vez que la vió, pero aquella noche... Cuanto más tiempo pasaba en aquella cocina hablando con la hermana pequeña de Camila, más cosas recordaba. Se dejó llevar por los sentimientos: frustración, añoranza y enfado, que se convertían en ira e impotencia.
—¿Por qué dices que te salvó la vida?
—Ya sabes que yo era un niño al que nadie quería —dijo, y pensó: «ni siquiera tu hermana»—. Podría haber tomado cualquier camino en la vida.
—Conozco los antecedentes —dijo ella.
—Esa es una forma amable de decir que mi padre se marchó antes de que yo naciese y que mi madre se fugó con un trabajador de la construcción cuando yo tenía diez años.
¿Por qué se empeñaba Paula en hablar de algo que ya sabía? pensó furioso. Algo que él llevaba toda la vida intentando olvidar. No tenía ningún sentido.
—Bueno, es agua pasada —dijo ella sin ningún tipo de emoción en la voz.
Pedro estuvo a punto de sonreír.
—Para mí no, pero lo he asumido —dijo mintiendo a medias—. El caso es que por aquel entonces el rodeo era lo único que tenía y que se me daba bien.
—Eras la única persona más malvada y más loca que los propios toros —dijo ella.
—Tenía razones para ello —dijo haciendo una mueca—. Pero aprendí unas lecciones importantes.
—¿Cuáles? —preguntó ella en vista de que él no continuaba.
—No asentir con la cabeza a no ser que sea en serio.
—Solías decir que esa era la regla número uno para montar sobre un toro.
—Me sorprende que lo recuerdes.
—Tengo buena memoria —dijo ella.
«No como yo» pensó Pedro. No había muchas cosas buenas que recordar de aquella época.
—Pero me dí cuenta de que hay algo más importante que eso —dijo recordando otra regla de oro.
—¿Qué es?
—No cuentes con nadie más que contigo mismo.
Pedro vió la sombra que cruzó la bonita cara de Paula y se preguntó a qué podría deberse, pero no dijo nada.
—Creo que aprendiste una lección equivocada —dijo ella—. ¿Quién te la enseñó?
—Tu hermana. En el campeonato de rodeo, la noche en que la encontré acostada con Diego Adams.
—No sabía que te habías enterado de lo suyo de esa forma —dijo ella abriendo los ojos de par en par.
Pedro miró a todas partes excepto a Paula. Cuando por fin la miró a los ojos, la irritación que sentía se disolvió y se sintió ligeramente culpable, pues se dio cuenta de que su intención había sido conmocionarla. ¿Por qué? ¿Porque ella le hacía recordar todo lo que intentaba olvidar? Parecía una mujer franca, pero también había pensado lo mismo de su hermana y ella lo había dejado por otro. ¿Por qué iba ser Paula distinta? De todos modos, le daba igual, pues no andaba en busca de pareja, pero algo en ella lo atraía, y por aquella sola razón, se dijo a sí mismo, debía andarse con cuidado. Además, le resultaba difícil creer que Paula no sabía que había encontrado a los amantes en el coche de Diego, porque las dos hermanas siempre fueron como uña y carne. No obstante, aunque no recordaba muchas cosas de Paula, sí recordaba que era incapaz de fingir.
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