Paula se sentía avariciosa y le alegró que él pretendiese satisfacer sus necesidades. Le clavó las uñas en los hombros, sin importarle si lo estaba marcando de por vida. Entonces él retomó el ritmo y el placer de un modo que no se parecía a nada que ella hubiese experimentado antes y que le nublaba la vista. Pero durante todo el tiempo, ella siguió mirándole y vió cómo cada sonido, cada movimiento que hacía, le llegaba y lo empujaba a seguir. Entonces sintió que el cuerpo se le rompía en mil pedazos, gritó su nombre y él empezó a hundirse en ella como si su vida dependiese de ello. El orgasmo que la recorrió vació sus pulmones mientras él la embestía de forma intensa e incesante hasta casi hacerle perder el sentido. Y cuando escuchó el grito ronco que salía de los labios de Pedro y vio algo oscuro y turbulento en el fondo de sus ojos, lo perdió por completo y volvió a gritar a pleno pulmón sacudida hasta el fondo de su ser por un segundo orgasmo. Y él la siguió, mientras seguía penetrándola con más fuerza. Deslizó los dedos por su pelo y se inclinó para atrapar de sus labios el temblor de su cuerpo. En ese momento ella quiso decirle todas las palabras que se habían formado en su corazón, palabras de amor que quería que él escuchase. Pero no pudo. Aquello era todo entre ambos. Ella lo había aceptado hacía mucho tiempo. Y por el momento estaba satisfecha y contenta. Y cuando llegase en día en que él quisiera que se marchase, recuerdos de este tipo la sostendrían y le ayudarían a sobrevivir cada instante que pasara sin él. Y pidió a Dios que le bastase con esos recuerdos.
—¿Cuándo vamos a organizar la recepción? —preguntó Sofía cuando los Afonso comieron juntos en casa de Federico unas semanas más tarde.
Paula miró a Pedro en silencio y éste se encogió de hombros y dijo:
—Piensa en varias fechas, a ver si nos vienen bien.
Sofía comentó que el primer fin de semana de agosto era perfecto porque los Alfonso que estudiaban en la universidad estarían en casa y Micaela, que estaba en Pekín, le había dicho que estaría de vuelta en los Estados Unidos para esa fecha. Camila, que esperaba un hijo, había obtenido el permiso del médico para viajar desde Australia.
Pedro volvió a mirar a Paula. Algo le pasaba a su mujer. Sabía que le había afectado lo de los gemelos Chaves. Debido a la cantidad de pruebas existentes en su contra, el abogado había convencido a los padres de que confesaran su culpabilidad para intentar obtener una sentencia menos dura. Sin embargo, debido a diabluras anteriores que les habían ocasionado problemas con la ley, el juez no fue indulgente y les condenó a dos años. Paula había insistido en acudir a la lectura de la sentencia a pesar de las advertencias de Pedro. Antonio, quien todavía se negaba a aceptar su responsabilidad, montó una escena y acusó a Paula de lo que les había pasado a sus nietos. Desde aquel día, Pedro había detectado un cambio en ella. Había empezado a apartarse de él. Y había intentado que hablaran, pero ella se había negado a hacerlo.
—¿Qué les parece entonces? —preguntó Sofía, volviendo a captar su atención.
Él miró a Paula.
—¿Qué opinas, cariño?
Ella esbozó una sonrisa que él sabía que estaba forzando.
—Por mí la fecha está bien. Dudo que mis padres fuesen a venir de todas formas.
—Pues entonces se perderán una buena fiesta —respondió Pedro.
Más tarde, cuando volvían a casa a caballo, Pedro acabó por descubrir lo que le pasaba a Paula.
—Hoy me acerqué a mi rancho, Pedro. ¿Por qué no me dijiste que todavía no habían empezado las obras en la casa?
—No tenía por qué decírtelo. Sabías que me estaba ocupando de todo, ¿No?
—Sí. Pero asumí que las obras ya habían empezado.
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