martes, 21 de noviembre de 2017

Propuesta: Capítulo 37

Paula se sentía avariciosa  y  le alegró  que él  pretendiese   satisfacer sus necesidades. Le clavó las uñas en los hombros, sin importarle si lo estaba marcando de por vida. Entonces él retomó el ritmo y el placer de un modo que no se parecía a nada  que  ella  hubiese  experimentado  antes  y  que  le  nublaba  la  vista.  Pero  durante  todo el tiempo, ella siguió mirándole y vió cómo cada sonido, cada movimiento que hacía, le llegaba y lo empujaba a seguir. Entonces sintió que el cuerpo se le rompía en mil pedazos, gritó su nombre y él empezó  a  hundirse  en  ella  como  si  su  vida  dependiese  de  ello.  El orgasmo  que  la  recorrió  vació  sus  pulmones  mientras  él  la  embestía  de  forma  intensa  e  incesante  hasta casi hacerle perder el sentido. Y cuando escuchó el grito ronco que salía de los labios de Pedro y vio algo oscuro y turbulento en el fondo de sus ojos, lo perdió por completo y volvió a gritar a pleno pulmón sacudida hasta el fondo de su ser por un segundo orgasmo. Y  él  la  siguió,  mientras  seguía  penetrándola  con  más  fuerza.  Deslizó  los  dedos  por  su  pelo  y  se  inclinó  para  atrapar  de  sus  labios  el  temblor  de  su  cuerpo.  En  ese  momento ella quiso decirle todas las palabras que se habían formado en su corazón, palabras de amor que quería que él escuchase. Pero no pudo. Aquello era todo entre ambos.  Ella  lo  había  aceptado  hacía  mucho  tiempo.  Y  por  el  momento  estaba  satisfecha y contenta.  Y  cuando  llegase  en  día  en  que  él  quisiera  que  se  marchase,  recuerdos  de  este  tipo la sostendrían y le ayudarían a sobrevivir cada instante que pasara sin él. Y pidió a Dios que le bastase con esos recuerdos.

—¿Cuándo  vamos  a  organizar  la  recepción?  —preguntó  Sofía cuando  los  Afonso comieron juntos en casa de Federico unas semanas más tarde.

 Paula miró a Pedro en silencio y éste se encogió de hombros y dijo:

—Piensa en varias fechas, a ver si nos vienen bien.

Sofía comentó que el primer fin de semana de agosto era perfecto porque los Alfonso que estudiaban en la universidad estarían en casa y Micaela, que estaba en  Pekín,  le  había  dicho  que  estaría  de  vuelta  en  los  Estados  Unidos  para esa fecha.  Camila, que  esperaba  un  hijo, había  obtenido  el  permiso  del  médico  para  viajar  desde Australia.

Pedro volvió  a  mirar  a  Paula.  Algo  le  pasaba  a  su  mujer.  Sabía  que  le  había  afectado  lo  de  los  gemelos  Chaves.  Debido a  la  cantidad  de  pruebas  existentes  en  su   contra,   el   abogado  había  convencido  a  los  padres de que confesaran su culpabilidad para intentar obtener una sentencia menos dura. Sin   embargo,   debido   a   diabluras   anteriores  que  les habían ocasionado   problemas con la ley, el juez no fue indulgente y les condenó a dos años. Paula había insistido  en  acudir  a  la  lectura  de  la  sentencia  a  pesar  de  las  advertencias  de  Pedro.  Antonio, quien todavía se negaba a aceptar su responsabilidad, montó una escena y acusó  a  Paula de  lo  que  les  había  pasado  a  sus  nietos.  Desde  aquel  día,  Pedro había  detectado  un  cambio  en  ella.  Había  empezado  a  apartarse de él.  Y  había  intentado  que hablaran, pero ella se había negado a hacerlo.

—¿Qué les parece entonces? —preguntó Sofía, volviendo a captar su atención.

Él miró a Paula.

—¿Qué opinas, cariño?

Ella esbozó una sonrisa que él sabía que estaba forzando.

—Por  mí  la  fecha  está  bien.  Dudo  que  mis  padres  fuesen  a  venir  de  todas  formas.

—Pues entonces se perderán una buena fiesta —respondió Pedro.

Más tarde, cuando volvían a casa a caballo, Pedro acabó por descubrir lo que le pasaba a Paula.

 —Hoy me acerqué a  mi  rancho,  Pedro.  ¿Por  qué  no  me  dijiste  que  todavía  no  habían empezado las obras en la casa?

—No tenía por qué decírtelo. Sabías que me estaba ocupando de todo, ¿No?

—Sí. Pero asumí que las obras ya habían empezado.

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