—Estás muy guapa. Y he pensado que podríamos ir a cenar luego, antes de traerte de vuelta a tu casa.
A ella le brillaron los ojos de tal modo que a Pedro se le encogió el estómago.
—Me encantaría, Pedro.
Eran cerca de las diez de la noche cuando Paula regresó a casa. Pedro inspeccionó el interior, encendiendo las luces conforme comprobaba habitación tras habitación. A ella le hizo sentirse aún más segura ver que había un coche de policía estacionado a la salida de la finca.
—Parece que todo está en orden —dijo Pedro interrumpiendo sus pensamientos.
—Gracias. Te acompaño a la puerta —dijo ella rápidamente, dirigiéndose hacia las escaleras.
—¿Tienes prisa por echarme, Paula?
En ese momento a ella no le importaba lo que él pensara. Sólo necesitaba que se marchase para aclarar sus pensamientos, ya que las ocho horas que había pasado con él habían hecho mella tanto en su cuerpo como en su mente. Cada vez que él la había tocado, incluso al hacer algo tan sencillo como colocarle la mano en la espalda para entrar en el cine, le había afectado de tal modo que había pasado el resto de la noche excitada y preocupada.
—No, no quiero apremiarte, pero es que es tarde —le dijo—. Si te proponías agotarme esta noche, te aseguro que lo has conseguido. Quiero darme una ducha y meterme en la cama.
Estaban uno rente al otro, y él la rodeó con sus brazos y la apretó contra su cuerpo. Ella pudo sentirlo desde el pecho hasta las rodillas, pero sobre todo sintió la erección que se alzaba a medio camino.
—Me encantaría ducharme contigo, mi vida —susurró él.
Ella no sabía qué era lo que pretendía, pero llevaba toda la noche susurrándole insinuaciones y cada una de ellas no habían hecho más que sumarse a su tormento.
—No estaría bien, y lo sabes.
Él rió entre dientes.
—Tampoco está bien que intentes enviarme a mi casa a dormir en una cama vacía. ¿Por qué no aceptas mi proposición? Podríamos casarnos de inmediato. Sin esperar más. Y entonces —dijo, inclinándose para mordisquearle los labios—... podríamos dormir bajo el mismo techo. Piénsalo.
Paula gimió ante aquella invasión de su boca. Lo estaba pensando e imaginándoselo. Oh, ¡Menuda noche sería! Pero debía pensar además qué pasaría si él se cansaba de ella como su padre acabó cansándose de su madre. Y en la forma en que su madre se cansó de su padre. ¿Y si él deseaba una relación abierta? ¿Y si le decía después del primer año que quería el divorcio y ella estaba enamorada de él?
—¿Estás segura de que no quieres que me quede esta noche? Podría dormir en el sofá.
Ella negó con la cabeza. Incluso así estaría demasiado cerca como para que estuviese tranquila.
—No, Pedro, estaré bien. Vete a casa.
—No sin hacer esto antes —dijo, atrapándole la boca con la suya.
Ella no tuvo ningún reparo en ofrecerle lo que quería y él tampoco tuvo reparos a la hora de tomarlo. La besó apasionadamente, a conciencia y sin reservas en cuanto a hacerla sentirse querida, necesitada y deseada. Ella sintió el calor que irradiaba el cuerpo de Pedro y aquello no le provocó rechazo, sino que encendió en ella una pasión tan acentuada que tuvo que luchar por mantener la cabeza fría y no arriesgarse a que aquel beso les llevara a un lugar al que no estaba preparada para ir. Un rato después fue ella la que interrumpió el beso. Inspiró profundamente, desesperada por recuperar el aliento. Pedro se limitó a quedarse allí mirándola y esperando, como si estuviese dispuesto para un segundo asalto. Paula supo que le estaba decepcionando cuando dió un paso atrás.
—Buenas noches, Pedro.
Él curvó los labios en una atractiva sonrisa.
—Dime un solo beneficio de los que obtendrás una vez haya salido por esa puerta.
No estaba segura de qué decir y en esos casos le habían enseñado que lo mejor era no decir nada en absoluto. En lugar de eso, repitió mientras giraba el pomo de la puerta para abrirla:
—Buenas noches, Pedro.
Él se inclinó, la besó suavemente en los labios y susurró:
—Buenas noches, Paula.
Paula no sabía qué era lo que la había despertado a mitad de la noche. Miró el reloj y comprobó que eran as dos de la mañana. Estaba inquieta, acalorada. Y definitivamente seguía alterada. No sabía que el simple hecho de pasar el tiempo con un hombre podía poner a una mujer en semejante estado de excitación. Salió de la cama y se puso la bata y las zapatillas. La luna llena brillaba en el cielo y su luz se internaba en la habitación. Se asomó a la ventana y vio la forma de las montañas iluminadas por la luna. Por la noche resultaban tan imponentes como a la luz del día.
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