—Vete de aquí.
—Pero, Pedro...
—No quiero ver ni hablar con nadie que se apellide Chaves.
Paula Chaves observó la oscura expresión en la cara de Pedro Alfonso y se preguntó qué habría pasado. Su hermana Camila debía haber hecho algo, pues era la única persona capaz de alterar a Pedro de aquella forma. «¡Ojalá se fijase en mí!» pensó, con tristeza. Aunque más joven que él, era más madura de lo que él se pensaba; al menos lo suficiente como para haberse fijado en el pelo castaño claro de Pedro, en sus anchos hombros y en sus ojos azules de chico malo. Sobre todo en los ojos. Cada vez que él la miraba, el corazón se le aceleraba.
Los campeonatos estatales de rodeo de enseñanza secundaria en Abilene habían terminado. Al día siguiente volverían a casa, a Destiny, por lo que aquella era su última noche en el motel Lamplighter. Cuando encontró a Pedro en la piscina, Paula respiró hondo, se armó de valor y se sentó en una tumbona junto a él. Él parecía un volcán en erupción, y aella le asustaba lo que pudiese hacer. No podía dejarlo solo. Tocó su brazo y se quedó sorprendida cuando él se apartó.
—De acuerdo. No me mires, pero cuéntame qué ha pasado y después escúchame mientras hablo.
—Vete de aquí, niña —gruñó él—. ¿Es que no te das cuenta? No quiero que estés aquí, quiero estar solo.
¿Niña? A Paula le habría gustado agarrarlo de la camisa y demostrarle que no era ninguna niña.
—Te comportas como un niño al que le han quitado su juguete favorito. Al menos, dime qué ha pasado. Creía que éramos amigos —dijo.
—Delfi y yo hemos terminado —dijo él, pero por la dura mirada de sus ojos Paula supo que había algo más—. No quiero ser amigo de nadie que tenga relación con ella.
La primera reacción de Paula fue de incredulidad ante el hecho de que su hermana hubiese sido tan tonta como para dejar a un hombre como Pedro; la segunda fue pensar que iría al infierno por sentirse tan contenta de que él ya no estuviese comprometido.
—Lo siento —dijo sin convicción, apartando la mirada para que él no se diese cuenta de que no lo sentía en absoluto.
Se hizo el silencio entre ellos. Era tarde. Casi todos los que se hospedaban en el motel se habían marchado a las habitaciones, excepto algunos niños que seguían hablando y riendo alrededor de la piscina y tras los arbustos.
—Lo siento de veras —insistió ella. Verdaderamente sentía que él estuviese sufriendo—. Pero no es la única chica en el mundo —añadió al ver que permanecía callado.
—Lo es para mí —dijo él.
Paula se preocupaba mucho más por Pedro que su hermana. ¿Por qué no se daba cuenta? ¿Y cómo no se daba cuenta de que era él la primera persona en la que pensaba por las mañanas y la última cuando se acostaba? Cada segundo del día deseaba estar con él, poder mirarlo. Pedro se la había quitado de encima la noche anterior, cuando ella intentó pasear con él hacia el lago. Pero ahora sabía que las cosas no le iban bien con su hermana, y aquella podía ser su mejor oportunidad de que él se fijase en ella.
—¿Y yo? —dijo, incapaz de seguir callada—. Yo te quiero. Yo nunca te haría daño.
Y sin pensárselo dos veces, se inclinó hacia él y lo besó. Paula notó la sorpresa y la duda en la rigidez de la boca de Pedro ; después él se apartó y la miró fijamente. Aquella amarga y fría mirada hizo que se arrepintiera del beso. Pedro se levantó; estaba a escasa distancia del borde de la piscina. Ella también se levantó para estar a su altura.
—Besas como una niña pequeña —dijo él.
Paula oyó risas detrás de ella. Tenía las mejillas rojas por la vergüenza, pero aquello no era nada en comparación con el dolor que empezaba a sentir en su corazón.
—Aunque no hubiese decidido renunciar a las mujeres —dijo Pedro cruzando los brazos—no tendrías ninguna oportunidad.
—Sé que todavía no soy guapa —lo interrumpió ella, no queriendo oír aquellas palabras—, pero ya te enseñaré yo, Pedro Alfonso.
Y sin pensarlo, Paula puso las manos sobre el pecho de Pedro y lo empujó con todas sus fuerzas. Él se cayó de espaldas al agua, y en aquel momento su expresión fría cambió por una de sorpresa. Paula se dió la vuelta y se marchó antes de que él pudiese darse cuenta de que la humedad en sus mejillas no tenía nada que ver con el agua. Mientras se alejaba, se juraba a sí misma que le demostraría quién era, aunque fuese lo último que hiciese en su vida.
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