martes, 28 de noviembre de 2017

Irresistible: Prólogo

—Vete de aquí.

—Pero, Pedro...

—No quiero ver ni hablar con nadie que se apellide Chaves.

 Paula Chaves observó  la  oscura  expresión  en  la  cara  de  Pedro Alfonso y  se  preguntó  qué  habría  pasado.  Su  hermana Camila debía  haber  hecho  algo,  pues  era  la  única persona capaz de alterar a Pedro de aquella forma. «¡Ojalá se fijase en mí!» pensó, con tristeza. Aunque más joven que él, era más madura de lo que él se pensaba; al menos lo suficiente como para haberse fijado en  el  pelo  castaño  claro  de  Pedro,  en  sus  anchos  hombros  y  en  sus  ojos  azules  de  chico  malo.  Sobre todo en  los  ojos.  Cada vez que él  la  miraba,  el  corazón  se  le  aceleraba.

 Los campeonatos estatales de rodeo de enseñanza secundaria en Abilene habían terminado.  Al  día siguiente  volverían  a  casa,  a  Destiny,  por  lo  que aquella  era  su  última noche en el motel Lamplighter. Cuando encontró a Pedro en la piscina, Paula respiró hondo, se armó de valor y se sentó en una tumbona junto a él.  Él  parecía  un  volcán  en  erupción,  y aella le asustaba lo que pudiese hacer. No podía dejarlo solo. Tocó su brazo y se quedó sorprendida cuando él se apartó.

—De acuerdo. No me mires, pero cuéntame qué ha pasado y después escúchame mientras hablo.

—Vete de aquí, niña  —gruñó  él—.  ¿Es  que no  te das  cuenta?  No quiero que estés aquí, quiero estar solo.

¿Niña? A Paula le habría gustado agarrarlo de la camisa y demostrarle que no era ninguna niña.

—Te comportas como  un  niño al  que  le  han  quitado  su  juguete  favorito.  Al  menos, dime qué ha pasado. Creía que éramos amigos —dijo.

—Delfi y  yo  hemos  terminado  —dijo  él,  pero  por  la  dura  mirada  de  sus  ojos  Paula supo que había algo más—. No quiero ser amigo de nadie que tenga relación con ella.

La  primera  reacción  de  Paula fue  de  incredulidad  ante  el  hecho  de  que  su  hermana  hubiese  sido  tan  tonta  como  para  dejar  a  un  hombre  como  Pedro;  la segunda fue pensar que iría al infierno por sentirse tan contenta de que él ya no estuviese comprometido.

—Lo  siento  —dijo  sin  convicción,  apartando  la  mirada  para  que  él  no  se  diese  cuenta de que no lo sentía en absoluto.

Se hizo el silencio entre ellos. Era tarde. Casi todos los que se hospedaban en el motel  se  habían  marchado  a  las  habitaciones,  excepto  algunos  niños  que  seguían  hablando y riendo alrededor de la piscina y tras los arbustos.

—Lo siento de  veras  —insistió  ella.  Verdaderamente  sentía  que  él estuviese  sufriendo—.  Pero no es  la  única chica en  el  mundo  —añadió  al  ver  que  permanecía  callado.

—Lo es para mí —dijo él.

Paula se  preocupaba  mucho  más  por  Pedro que  su  hermana.  ¿Por  qué  no  se  daba cuenta? ¿Y cómo no se daba cuenta de que era él la primera persona en la que pensaba  por  las  mañanas  y  la  última  cuando  se  acostaba?  Cada segundo  del  día  deseaba estar con él, poder mirarlo. Pedro se  la  había  quitado  de  encima  la  noche anterior,  cuando  ella  intentó  pasear  con  él  hacia  el  lago.  Pero  ahora  sabía  que  las  cosas  no  le  iban  bien  con  su  hermana, y aquella podía ser su mejor oportunidad de que él se fijase en ella.

—¿Y  yo?  —dijo,  incapaz  de  seguir  callada—.  Yo  te  quiero.  Yo  nunca  te  haría  daño.

Y sin pensárselo dos veces, se inclinó hacia él y lo besó. Paula notó la sorpresa y la duda en la rigidez de la boca de Pedro ; después él se apartó y la miró fijamente. Aquella  amarga  y  fría  mirada  hizo  que  se  arrepintiera  del  beso.  Pedro se  levantó;  estaba a escasa distancia del borde de la piscina. Ella también se levantó para estar a su altura.

—Besas como una niña pequeña —dijo él.

Paula oyó  risas  detrás  de  ella.  Tenía  las  mejillas  rojas  por  la  vergüenza,  pero  aquello  no  era  nada  en  comparación  con  el  dolor  que  empezaba  a  sentir  en  su  corazón.

—Aunque  no  hubiese  decidido  renunciar  a  las  mujeres  —dijo  Pedro cruzando  los brazos—no tendrías ninguna oportunidad.

 —Sé que todavía no soy guapa —lo interrumpió ella, no queriendo oír aquellas palabras—, pero ya te enseñaré yo, Pedro Alfonso.

 Y sin pensarlo, Paula puso las manos sobre el pecho de Pedro y lo empujó con todas sus fuerzas. Él se cayó de espaldas al agua, y en aquel momento su expresión fría cambió por una de sorpresa. Paula se dió la vuelta y se marchó antes de que él pudiese darse cuenta de que la humedad en sus mejillas no tenía nada que ver con el agua. Mientras se alejaba, se juraba a sí misma que le demostraría quién era, aunque fuese lo último que hiciese en su vida.

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