A la mañana siguiente, después de desayunar en la cama, Paula pensó que era el momento de decirles a sus padres que era una mujer casada. Inspirando con fuerza marcó el número y respondió el ama de llaves, quien le dijo que esperase a que se pusiera su padre.
—Paula. Espero que llames para decirme que has entrado en razón y te has comprado un billete de vuelta a casa.
Ella frunció el ceño. Ni siquiera se tomaba un segundo para preguntarle cómo estaba. Aunque imaginaba que sus padres no tenían nada que ver con los dos incidentes ocurridos esa semana, decidió preguntar de todas formas.
—Dime una cosa, papá. ¿Acaso tú y mamá pensaban que asustándome me harías regresar a Savannah?
—¿De qué estás hablando?
—Hace tres días alguien arrojó una piedra a mi salón con una nota intimidatoria en la cual se me pedía que abandonase la ciudad, y dos días después alguien prendió fuego a mi casa. Por suerte no estaba allí en ese momento.
—¿Que alguien ha incendiado la casa de papá?
Paula se percató de su tono de sorpresa, pero también detectó algo más: empatía. Era la primera vez que lo escuchaba referirse a Roberto como «papá».
—Sí.
—Yo no he tenido nada que ver en eso, Paula. Tu madre y yo jamás te pondríamos en peligro de ese modo. ¿Qué clase de padres crees que somos?
—Autoritarios. Pero no he llamado para discutir, papá. Sólo para comunicarles a tí y a mamá una buena noticia. Ayer me casé.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. Me he casado con un hombre maravilloso que se llama Pedro Alfonso.
—¿Alfonso? Hubo unos Alfonso que fueron compañeros míos en el colegio. Su finca estaba pegada a la nuestra.
—Seguramente eran sus padres. Ambos fallecieron.
—Lamento oír eso, pero espero que sepas las razones por las que ese hombre se ha casado contigo. Quiere la finca. Pero no te preocupes, querida. Se puede solucionar fácilmente una vez pidas la nulidad.
Ella negó con la cabeza. Sus padres no lo entendían.
—Pedro no me obligó a casarme con él, lo hice por propia voluntad.
—Escucha, Paula, no llevas ni un mes viviendo allí. No conoces a ese tipo y no permitiré que te cases con él.
—Papá, ya estoy casada y tengo intención de enviar a tu abogado una copia de la licencia para que levante el bloqueo a mi fondo fiduciario.
—Te crees muy lista, Paula. Sé lo que estás haciendo y no pienso permitirlo. No lo amas y él no te ama a tí.
—Se parece mucho a la forma en que tú y mamá han organizado su matrimonio. Al mismo tipo de matrimonio que quieres que tenga con David, así que ¿Cuál es el problema? Yo no veo ninguno y me niego a seguir hablando contigo del tema. Adiós papá, da recuerdos a mamá —y colgó el teléfono.
—Imagino a tu padre no le ha sentado bien la noticia.
Ella miró a Pedro, que yacía tumbado a su lado, y le dedicó una leve sonrisa.
—¿De veras creías que iba a sentarle bien?
—No y no importa. Tendrán que asumirlo.
Ella se acurrucó junto a él.
—¿A qué hora tenemos que abandonar la habitación?
—A mediodía. Y entonces partiremos a la Casa de Pedro.
Paula tuvo que contener la felicidad que sentía al saber que irían a su casa y viviría allí al menos durante los doce meses siguientes.
—¿Existen algunas normas que deba conocer? Sólo estaré un tiempo en esa casa y no quiero abusar de tu hospitalidad —podía jurar que había visto algo asomar a los ojos de Pedro, pero no estaba segura.
—No es así y no, para tí no hay normas, a menos que... Se te ocurra pintar mi dormitorio de color rosa.
Ella no pudo evitar echarse a reír.
—¿Y qué tal de amarillo? ¿Te gustaría?
—No es uno de mis colores favoritos, pero supongo que valdría.
Paula sonrió y se arrimó aún más a él. Estaba deseando compartir con Pedro el mismo techo.
—¿Pau?
—¿Sí?
—La última vez que hicimos el amor no llevaba preservativo.
—Sí, lo sé.
—No fue a propósito.
—También lo sé —dijo ella con suavidad.
Pedro no tenía razones para desear dejarla embarazada. Sólo sería un inconveniente para su acuerdo. Durante un momento, ambos guardaron silencio. Entonces él preguntó:
—¿Te gustan los niños?
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