Pero más que nada, pensó que era la mujer más bella que había visto jamás. Deseó haberle dado algo en lo que pensar, algo que anticipar, porque, por encima de todo, quería casarse con ella. Pretendía casarse con ella.
—Vamos, acompáñame hasta la puerta —susurró—. Te prometo que esta vez me marcharé.
La tomó de la mano e ignoró las sensaciones que le producía tocarla.
—Ven a desayunar conmigo mañana.
Ella alzó la vista para mirarle.
—No piensas ponerme fácil la decisión, ¿Verdad?
Una risilla escapó de los labios de Pedro.
—No hay nada de malo en darte algo sobre lo que pensar. Algo que recordar. Y esperar. Sólo te ayudará a tomar la decisión adecuada sobre mi proposición.
Al llegar a la puerta, se inclinó y volvió a besarla. Ella abrió la boca para él, que la besó con mayor intensidad, buscando su lengua y jugando al escondite con ella para después liberarla con un gemido profundo, gutural.
—¿Qué tal un desayuno en mi casa mañana por la mañana?
—Pero eso será todo, ¿No? ¿Desayuno y nada más? —preguntó ella en apenas un susurro.
Él le sonrió maliciosamente.
—Ya veremos.
—En ese caso, paso. Un poco de tí es demasiado, Pedro Alfonso.
Él se echó a reír al tiempo que la abrazaba con más fuerza.
—Cariño, si me dejas, uno de estos días te lo daré todo —supuso que ella sabía lo que quería decir, ya que clavaba en su vientre una erección palpitante.
Puede que ella tuviese razón y que desayunar juntos al día siguiente no fuese una buena idea. Se abalanzaría sobre ella antes incluso de que entrase en la casa.
—¿En otro momento, quizá? —la animó.
—Puede.
Él alzó una ceja.
—¿No estarás intentando hacerte la dura conmigo?
Ella sonrió.
—¿Y me preguntas eso después de lo que acaba de ocurrir en la cocina? Pero te advierto que mi intención es construir cierto tipo de inmunidad a tus encantos para la próxima vez que te vea. Puedes llegar a resultar abrumador, Pedro.
Él volvió a reír, pensando que todavía no había visto nada. Volvió a agacharse para besarla en los labios.
—Piensa en mí esta noche, Pau.
Abrió la puerta y salió, pensando que los siete días siguientes iban a ser los más largos de su vida.
Esa noche Paula no consiguió dormir. Todo el cuerpo le hormigueaba debido a las caricias de un hombre, pero de no cualquier hombre: a las caricias de Pedro. Cuando intentaba cerrar los ojos sólo podía ver lo sucedido en la cocina, el modo en que Pedro la había tendido sobre la mesa y disfrutado de ella de forma tan escandalosa. A las monjas de su colegio les hubiese dado un ataque al corazón si supieran lo que le había sucedido... y lo mucho que había disfrutado. ¿Cómo podía estar tan mal algo que te hacía sentir tan bien? El rubor coloreó sus mejillas. Necesitaba confesarse a la primera oportunidad. Esa noche había caído en la tentación y por mucho que hubiese disfrutado era algo que no podía repetirse. Ese tipo de actividades eran propias de personas casadas, y lo contrario era algo indecoroso. Iba a tener que asegurarse de que ella y Pedro no coincidieran bajo el mismo techo durante una buena temporada. La situación se les podía ir de las manos. Cuando estaba con él, ella se convertía en un pelele. Podía tentarla a hacer cosas que sabía que no debía hacer. Y el precio que estaba pagando por su pequeña indulgencia era el de perder el sueño. Para ella no cabía duda: la boca de él debería estar proscrita. Suspiró internamente. Le iba a llevar mucho tiempo borrar aquellos pensamientos de su cabeza.
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