En el transcurso de las semanas siguientes, Paula se acostumbró a lo que consideraba una cómoda rutina. Todas las noches se acostaban juntos y hacían el amor apasionadamente. Por las mañanas se levantaban temprano, él se sentaba a la mesa a tomar café y ella bebía té mientras él le hablaba de los caballos que iba a entrenar durante el día. Mientras él estaba fuera, ella solía dedicarse a leer los diarios de su abuelo, que se habían salvado del incendio porque los tenía guardados arriba en su habitación. Como en Savannah había participado activamente en muchas obras benéficas, dedicaba parte de su tiempo a trabajar como voluntaria en el hospital infantil y la Alfonso Foundation. Hércules ya estaba en los establos de Pedro, que colaboraba con la compañía de seguros en la reparación del rancho. Aunque ella agradecía que él interviniese y se hiciese cargo de todas sus cosas, no se quitaba de la cabeza las advertencias de su tío Antonio. Era consciente de que no la amaba y que sólo se había casado con ella por la finca y por Hércules. Pero, ahora que tenía ambas cosas, ¿Sería cuestión de tiempo que intentara deshacerse de ella?
Era consciente de que durante los dos últimos días había estado un poco nerviosa con respecto a Pedro porque tenía dudas sobre su futuro con él. Y para empeorar las cosas tenía un atraso, lo que podía ser signo de un posible embarazo. No le había comentado sus sospechas porque no estaba segura de cómo iba a reaccionar a la noticia. Si estaba embarazada, el niño nacería dentro del primer año de su matrimonio. ¿Querría él divorciarse incluso siendo ella la madre de su hijo, o preferiría quedarse por esa misma razón, porque se sentiría obligado a hacerlo? Pero otra cuestión, más importante si cabe, era si él realmente quería convertirse en padre. Pedro le había preguntado qué pensaba de la maternidad, pero ella nunca le había preguntado a él. Le gustaban los niños, a juzgar por la relación que mantenía con Mateo, pero eso no significaba necesariamente que quisiera ser padre. Oyó el sonido de la puerta de un vehículo al cerrarse y se acercó a la ventana. Era Pedro. Él alzó la vista, la vió y esbozó una sonrisa. En ese instante sintió que sus pezones se ponían erectos. Una oleada de deseo se apoderó de ella y notó en ese momento que había humedecido las braguitas. Aquel hombre podía excitarla con sólo mirarla. Había vuelto a casa antes de lo acostumbrado. Tres horas antes. Puesto que estaba allí, a Paula se le ocurrieron muchas formas de utilizar aquellas horas extra. Lo primero que quería hacer era llevárselo a la boca, algo que había descubierto que le encantaba hacer. Y luego él podía devolverle el favor poniendo a trabajar la lengua entre sus piernas. Se estremeció sólo con pensarlo y supuso que era cosa de las hormonas, porque si no, no estaría pensando en cosas tan escandalosas.
Él dejó de mirarla para entrar en la casa y ella salió apresuradamente del despacho para esperarle en lo alto de las escaleras. Bajó la vista en cuanto él abrió la puerta. La mirada de Pedro se posó sobre ella y le hizo perder el aliento. Mientras ella lo observaba, cerró la puerta con pestillo y empezó a quitarse la ropa lentamente, primero arrojó el sombrero sobre el perchero y luego se desabotonó la camisa. Ella empezó a excitarse mientras lo miraba al comprobar que no se detenía. Se había quitado la camisa, y Paula admiró su ancha espalda y sus muslos vigorosos marcados bajo los pantalones vaqueros.
—Voy a subir —dijo en voz grave y susurrante.
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