Paula pensó que estaba muy atractivo. De hecho, tenía mejor aspecto que hace diez años. No solo no tenía entradas, sino que no tenía ni una sola cana. Llevaba el pelo muy corto, y sabía que si estuviese un poco más largo se le rizaría. Un hombre de su edad debería tener un poco más de tripa, pues ya estaba cerca de los treinta. Pero al echar un vistazo a su camisa blanca bien recogida dentro de los vaqueros, se dio cuenta de que su abdomen estaba firme y liso. Llevaba las mangas de la camisa dobladas justo por debajo del codo, precisamente por donde a ella le parecía que deberían llevarlas los hombres. Y aquel era un aspecto que le gustaba. Pero tenía que recuperar el control de sí misma. Ya no era una niña de catorce años enamorada, y él ya no le interesaba. Si hablaban sobre su embarazosa confesión y el impulsivo beso, lo atribuirían a las hormonas de la adolescencia y se olvidarían de ello.
—¿Entonces, no recuerdas la última vez que nos vimos? —insistió ella, intentando averiguar qué recordaba.
—¿Debería? —preguntó él pensativamente.
—Supongo que no.
Realmente no lo recordaba. Era una buena noticia, pero entonces, ¿Por qué le enfurecía que el instante más humillante de su vida no fuese lo suficientemente importante para él como para recordarlo?
Pedro negó con la cabeza.
—Lo único que puedo decir es que has cambiado mucho.
—Lo tomaré como un cumplido —dijo ella.
—Casi no te reconocí. Tienes el pelo distinto.
Él recordaba su pelo largo y liso de color castaño oscuro. Pero, tras dos años estudiando en Texas, su compañera de habitación la había ayudado a elegir un atractivo corte de pelo y le había enseñado que el carmín sirve para algo más que para escribir en los espejos. A partir de ahí, Paula empezó a recobrar la confianza en sí misma que había perdido en unos instantes con Pedro, y su vida social mejoró. Y así hasta hacía un año, cuando su prometido la dejó por la mujer que anteriormente lo había dejado a él. Aquello le recordó lo verdaderamente frágil que era aquella recuperada confianza en sí misma. Pedro la observaba detenidamente. ¿Era un brillo de admiración lo que había en sus ojos? Paula sintió una oleada de felicidad, y se maldijo a sí misma por reaccionar de aquella manera a las sutiles pero agradables palabras de Pedro. Si, como había creído, estaba preparada para enfrentarse a él, ¿Por qué la afectaba aún de aquella manera? Solo había pasado dos minutos con Pedro Alfonso, el que fuera el vaquero más solicitado de Texas, y el calor que desprendía amenazaba con derretirle los huesos. Paula se dió cuenta de que aún estaban en el porche.
—No era mi intención tenerte aquí afuera. Pasa, por favor.
Las botas de él resonaron en el suelo de madera cuando entró.
—Gracias —dijo.
Una sola palabra pronunciada por él, con su voz profunda, era suficiente para hacerla estremecer. Paula cerró la puerta. Era mayo y aún no hacía mucho calor, pero había regulado el termostato para que en el interior de la casa se estuviese a gusto. No quería darle ninguna excusa para que rechazase su rancho. Pedro se quedó en la entrada con el abrigo entre las manos. Miró a su alrededor y frunció el ceño. ¿Qué estaría pensando? se preguntó ella mirando también a su alrededor. A la derecha estaba el cuarto de estar con la chimenea de piedra, y delante había dos butacas con una mesita de café, de madera de roble, en medio. A su izquierda, el salón, que también tenía chimenea, pero de ladrillo, con un sillón nuevo reclinable delante de la televisión. El suelo era de madera oscura en todas las habitaciones del primer piso. La casa se había construido en los años treinta, y las tierras sobre la que se asentaba habían pertenecido a la familia de Taylor durante generaciones. El dinero que ella había invertido en el mobiliario nuevo era parte de su plan para que la casa siguiese perteneciendo a la familia.
—¿Qué tal está Cami? —preguntó él.
Debería haber imaginado que él se acordaría de su hermana. Sintió una punzada de dolor en el corazón.
—Camila está bien, gracias. Está trabajando en Dallas —añadió.
Por si acaso era ella la razón de que hubiese vuelto, sería mejor que Pedro supiese que no la iba a ver; al menos no en Destiny.
—¿Es abogada? —preguntó él.
—Está especializada en derecho de familia.
Paula intentó que no la molestase el hecho de que él recordara que Camila siempre había querido ser abogada; sin duda alguna, se habían contado el uno al otro sus sueños y esperanzas. A ella apenas la había reconocido, y sin embargo recordaba que Camila quería ser abogada a pesar de que le había roto el corazón marchándose con otro. ¿Seguiría sin querer ver o hablar con nadie que se apellidase Chaves?
—¿Qué has estado haciendo estos últimos años? —preguntó Paula para romper el silencio.
Pedro fijó su mirada en ella.
—Al principio me dediqué a los rodeos.
—Me enteré de que renunciaste a tu beca.
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