—Lo sabes muy bien —dijo finalmente.
Pedro arrugó la frente. Luego, cuando recordó lo que podría suceder si pasaban la noche bajo el mismo techo, sonrió.
—Ah, eso.
—¿Ah, eso qué? —quiso saber Pablo.
Pedro lo miró enfurruñado.
—No es asunto tuyo.
Eduardo se aclaró la garganta.
—Tengo que irme, pero como le he dicho, señorita Chaves, el departamento enviará más policías para que vigilen la zona —metió la piedra y la nota en una bolsa de plástico.
Pablo y Leonardo siguieron a Eduardo hacia la salida, cosa que Pedro agradeció porque le permitió estar un rato a solas con Paula. Lo primero que hizo fue besarla. Necesitaba saborearla para comprobar si de verdad estaba bien.
—¿Por qué no me llamaste? ¿Por qué he tenido que enterarme por otra persona?
Ella le devolvió la mirada y también frunció el ceño.
—No me has dado tu número de teléfono.
Pedro parpadeó sorprendido y se dió cuenta de que lo que decía era cierto. No le había dado su número de teléfono.
—Perdona el descuido —dijo—. De ahora en adelante lo tendrás. Y tenemos que discutir eso de que te mudes a mi casa por un tiempo.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo irme contigo, Pedro. Como te he dicho antes, ambos sabemos por qué.
—¿De verdad piensas que, si me dijeras que no te tocase, yo no apartaría mis manos de tí? —preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—Sí, creo que harías lo que te pidiese, pero no estoy segura si, en esa situación y dado lo que pasó en esta cocina el viernes por la noche, yo sería capaz de apartar las mías de tí.
Él pestañeó. Bajó la vista hacia ella y volvió a pestañear. Esta vez, con una sonrisa en los labios.
—¡No me digas!
—Te lo digo, y que sé que es terrible admitirlo, pero en este momento no puedo prometerte nada —dijo, frotándose las manos como si la idea le incomodase.
Pero él no se sentía incómodo, en absoluto. De hecho, estaba eufórico. Durante un minuto fue incapaz de decir nada, pero luego reaccionó.
—¿Y crees que para mí es un problema que no puedas mantener las manos apartadas de mí?
Ella asintió.
—Si no lo tienes, deberías. No estamos casados. Ni siquiera prometidos.
—El viernes por la noche te pedí que te casaras conmigo.
Ella desechó el recordatorio con un gesto de la mano.
—Sí, pero sería un matrimonio de conveniencia al que no he accedido aún dado que el tema de cómo vamos a dormir sigue todavía en el aire. Hasta que me decida creo que será mejor que te quedes bajo tu propio techo y yo bajo el mío. Sí, es lo más adecuado.
Él alzó una ceja.
—¿Lo más adecuado?
—Sí, adecuado, apropiado, correcto, conveniente, ¿Qué palabra prefieres que utilice?
—¿Qué tal ninguna de ellas?
—No importa, Pedro. Bastante malo es ya que nos dejáramos llevar la otra noche en esta cocina. Pero no podemos repetirlo.
Él no entendía por qué no podían hacerlo y estaba a punto de decirlo cuando oyó unos pasos que se acercaban y vió que Leonardo y Pablo entraban en la cocina.
—Eduardo cree que ha encontrado una huella fuera, cerca de los arbustos, y la está comprobando —les contó Leonardo.
Pedro asintió. Luego se volvió hacia Paula y se dirigió a ella en un tono que no admitía discusión.
—Prepara ropa para una noche, Paula. Te vas a quedar en mi casa aunque tenga que dormir en el granero.
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