Reconocía su mirada. Una mirada enigmática y ansiosa que sugería que la deseaba y que, si se le diese la oportunidad, la tomaría allí mismo, sobre la mesa de la cocina, en un acto que entrañaría algo más que besos. Tragando saliva con dificultad, Paula apartó la mirada y pensó que sería buena idea cambiar de tema. Hablar de un posible casamiento entre ambos no era lo más adecuado en ese momento.
—Al menos he pagado los electrodomésticos que me traerán la semana que viene. Creo que esta cocina y esta nevera estaban ya en la casa cuando mi padre vivía aquí.
—Seguramente.
—Así que hacían falta nuevos, ¿No te parece?
Durante los diez minutos siguientes estuvieron hablando de asuntos triviales. Cualquier otra cosa podía levantar chispas e incendiarse en Dios sabe qué.
—¿Pau?
—¿Sí?
—Esto no funciona.
Entendió lo que Pedro quería decir. La conversación había derivado de los electrodomésticos a las tazas rotas, de que él no quería cerveza a los muebles del salón y a la película más taquillera de la semana anterior, pero todo como si a ninguno de los dos les importara lo más mínimo.
—¿No?
—No. Está bien que sintamos lo que estamos sintiendo en este momento, tomes la decisión que tomes dentro de una semana. Y precisamente por eso —dijo, levantándose—, si estás segura de que no quieres que te ayude a retirar las tazas rotas, será mejor que me vaya antes de que...
—¿Antes de qué? —preguntó ella al ver que dudaba a la hora de acabar la frase.
—Antes de que te coma viva.
Ella inspiró de forma rápida al imaginarse la escena. Y entonces, en vez de dejarlo estar, preguntó algo realmente estúpido:
—¿Y por qué querrías hacer algo así?
Pedro sonrió. Y la forma en que lo hizo aceleró rápidamente el pulso de Paula en varias partes de su cuerpo. No fue una sonrisa depredadora, sino una que decía: «Si de veras quieres saberlo...».
—La razón por la que te comería viva es que el otro día sólo tuve ocasión de probarte un poco. Pero lo suficiente como para haber perdido el sueño desde entonces. Y he descubierto que me muero por conocer a qué sabes. Así que, si no estás preparada para que eso ocurra, acompáñame hasta la puerta.
Francamente, en ese instante ella no estaba segura de para qué estaba preparada y pensó que ese grado de duda era razón suficiente como para acompañarle hasta la puerta. Tenía muchas cosas que pensar y que solucionar en su cabeza, y tan sólo una semana para hacerlo. Se levantó y rodeó la mesa. Cuando él le tendió la mano, ella supo que, si se tocaban, se desataría una cadena de sensaciones y acontecimientos para lo que no estaba segura de estar preparada. Trasladó la mirada de su mano a su rostro y vio que él también lo sabía. ¿Se suponía que aquello era un desafío? ¿O sencillamente era una forma de enfrentarla a lo que sería vivir con él bajo el mismo techo? Podía haber ignorado su mano extendida, pero habría sido de muy mala educación y ella no era una persona maleducada.
Pedro la estaba observando. Esperando a que ella diera el paso siguiente. Así que lo dió, colocando su mano en la de él. Y en cuanto se tocaron ella lo notó. El calor de su cuerpo se extendió por el de ella y en lugar de resistirlo se sumergió más y más en él. Antes de que detectara sus intenciones, Pedro le soltó la mano y le deslizó los dedos por el brazo arriba y abajo, en una caricia tan suave y sensual que ella tuvo que cerrar la boca con fuerza para no gemir. La miraba con intensidad, y ella se dio cuenta en ese momento de que la caricia no era lo único que la estaba desarmando. El olor de su cuerpo la impregnaba y atraía de tal forma que se le humedecieron las braguitas. «Dios mío».
—Puede que me equivoque, Pau—dijo Pedro con voz grave y susurrante mientras seguía acariciándole los brazos—. Puede que estés preparada para que te saboree entera, deslice la lengua por tu piel, te deguste en mi boca y me dé un festín de ti con la terrible ansia que necesito saciar. Y puede que también estés preparada para que, mientras su sabor delicioso se interna en mi boca, use la lengua para mantenerte en vilo una y otra vez y te suma en un deseo que tengo intención de satisfacer.
Sus palabras ya la estaban excitando tanto como sus caricias. Le hacían sentir cosas. Desear cosas. Y aumentaban su deseo de explorar. Experimentar. Ejercitar su libertad de esa manera.
—Dime que estás preparada —le urgió en voz baja—. Me excito y me caliento sólo con mirarte. Por favor, dime que estás preparada para mí.
Paula pensó que aquél era el susurro más ronco que había escuchado jamás, y le afectó tanto física como mentalmente. Le empujó a desear lo que fuese que él le ofrecía. Lo que fuese aquello para lo que supuestamente estaba preparada. Como para otras mujeres, el sexo no era para ella un gran misterio. Al menos desde que, cuando tenía doce años, vió a Carla, el ama de llaves de sus padres, con el jardinero. Entonces no había entendido el por qué de aquellos gemidos y gruñidos y por qué tenían que estar desnudos. Conforme crecía, la habían protegido de cualquier encuentro con el sexo opuesto y nunca había tenido tiempo de pensar en ello.
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