Estacionó el coche y cuando abría la puerta para salir vió que Pedro ya estaba a su lado. Empezó a respirar agitadamente y sintió pánico.
—No hace falta que me acompañes hasta la puerta, Pedro—dijo ella rápidamente.
—Quiero hacerlo —se limitó a decir él.
Ella lo miró con fastidio al recordar que se había pasado la noche evitándola.
—¿Y por qué?
—¿Y por qué no? —sin esperar respuesta, la tomó de la mano y la llevó hasta la puerta de la casa.
«¡Bien!», pensó, echando chispas internamente y aguantando las ganas de soltarle la mano. El capataz vivía en el rancho y ella sabía que no debía montar una escena con Pedro bajo aquellas luces. Él se quedó tras ella mientras abría la puerta y Paula pensó que pretendía asegurarse de que no había ningún peligro dentro de la casa antes de marcharse. Y tenía razón, porque la siguió hasta el interior. Cuando cerró la puerta tras ellos, ella apoyó las manos en las caderas y abrió la boca para decirle lo que pensaba, pero él se le adelantó:
—¿El beso del otro día estuvo fuera de lugar, Paula?
La suavidad con que hizo la pregunta, dió a Paula que pensar y dejó caer las manos. No, no había estado fuera de lugar en primer lugar porque ella había deseado ese beso. Había deseado sentir su boca en la de ella, su lengua enredada con la de ella. Y siendo sincera, podría admitir que deseaba que sus manos la recorriesen y la acariciasen como ningún otro hombre lo había hecho antes. Pedro esperaba una respuesta.
—No, no estuvo fuera de lugar.
—¿Entonces a qué viene que hoy estuvieses tan fría conmigo?
Ella alzó la barbilla.
—Lo mismo podría preguntarte yo, Pedro. No es que hayas sido el señor Simpatía precisamente.
Pedro se quedó en silencio durante un instante, pero ella adivinó que su comentario había hecho mella en él.
—No, no lo he sido precisamente —admitió.
Aunque había sido ella quien le había acusado, le sorprendió que lo admitiera.
—¿Por qué? —ella sabía la razón de su distanciamiento, pero quería conocer sus razones.
—Las damas primero.
—Bien —dijo ella, dejando el bolso sobre la mesa—. Creo que deberíamos tener una pequeña conversación. ¿Quieres beber algo?
—Sí —dijo él, frotándose la cara con frustración—. Me vendría bien una taza de té.
Ella alzó la vista hacia él, sorprendida por la elección. No hace falta decir que desde aquel primer día en que apareció por allí, Paula había comprado un par de botellas de cerveza y otra de vino para ofrecerle. Pero como había pedido té, le dijo:
—Muy bien, vuelvo enseguida —y salió de la habitación.
Pedro la vió marchar y se sintió más frustrado que nunca. Ella tenía razón, debían hablar. Negó con la cabeza. ¿Desde cuándo se habían complicado tanto las cosas entre ambos? ¿Desde aquel beso? ¿Un beso que iba a llegar tarde o temprano dada la enorme atracción que sentía el uno por el otro? Lanzó un profundo suspiro, preguntándose cómo le iba a explicar la frialdad con que la había tratado esa noche. ¿Cómo iba a decirle que su comportamiento no era más que un mecanismo de defensa porque la deseaba más de lo que jamás había deseado a ninguna otra mujer? El teléfono de Paula sonó y Pedro se preguntó quién podría ser a aquellas horas, pero pensó que no era asunto suyo cuando ella contestó al segundo timbrazo. Nunca se había atrevido a preguntarle si tenía novio o no y había asumido que no lo tenía. Un rato después, miró hacia la cocina al escuchar un ruido, el sonido de algo que se estrellaba contra el suelo. Rápidamente, entró a ver qué había pasado y a asegurarse de que Paula estaba bien. Se extrañó al entrar en la cocina y encontrársela agachada recogiendo la bandeja que se le había caído y dos tazas rotas.
—¿Estás bien, Paula? —preguntó.
Ella siguió recogiendo sin mirarlo.
—Estoy bien. Se me cayó sin querer.
Pedro se inclinó hacia ella.
—Al menos, no había té en las tazas. Podrías haberte quemado. Deja que te ayude.
Entonces se giró.
—Puedo hacerlo sola, Pedro. No necesito tu ayuda.
La miró a los ojos y, de no haber visto que los tenía rojos, se habría tomado en serio sus palabras hirientes.
—¿Qué pasa?
En lugar de contestar, negó con un gesto y apartó la mirada, negándose a volver mirarlo. Recuperando rápidamente la calma al verla tan disgustada, la agarró por la cintura y la ayudó a levantarse del suelo. Una vez la tuvo frente a él, inspiró profundamente y dijo:
—Quiero saber qué es lo que pasa, Paula.
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