martes, 17 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 3

—No  me  puedo  quejar  —sus  facciones  se  relajaron  y  desmontó  del  enorme  caballo como si fuese la cosa más fácil del mundo.

«Yo  tampoco  me  puedo  quejar»,  pensó  ella,  al  ver  que  subía  las  escaleras  del  porche.  Cuando lo tuvo delante, se quedó sin habla.  Algo que sólo  pudo describir  como un deseo ardiente y fluido se apoderó de ella, impidiéndole respirar, porque él mantenía la mirada fija en sus ojos tal y como lo había hecho en el baile.

—¿Y tú qué tal, Pau?

Ella parpadeó al darse cuenta de que le estaba hablando.

—¿Cómo?  ¿Yo?  —la  forma  en  que  Pedro sonrió  le  hizo  pensar  en  cosas  que  no  debía, como en lo mucho que le gustaría besar aquella sonrisa.

—¿Cómo has pasado estos días... aparte de ocupada? —preguntó él.

Paula inspiró con fuerza y le dijo:

—Han sido unos días de mucho ajetreo, a veces de auténtica locura.

—Ya me imagino. Y lo de antes lo decía en serio. Si alguna vez necesitas ayuda, dímelo.

—Muchas gracias por el ofrecimiento  —ella había  visto  el  desvío  hacia  su  rancho. 

Había  allí  un  cartel  que  decía:  "Casa  de  Pedro".  Y  por  lo  que  había  conseguido  adivinar  entre  los  árboles,  era  un  rancho  enorme  con  una  hermosa  casa  de  dos  plantas. De pronto recordó sus modales y le dijo:

—Estaba a punto de tomar un té. ¿Te apetece?

Él se apoyó en un poste y su sonrisa se hizo más grande.

—¿Té?

—Sí.

 Ella  supuso  que  él  lo  encontraba  divertido.  Lo  último  que  podría  apetecerle  a  un  vaquero  después  de  montar era una taza  de  té.  Seguramente  una  cerveza  fría  hubiese sido más de su agrado, pero era lo único que no tenía en la nevera.

—Si no te apetece, lo entenderé —le dijo ella.

—Una taza de té me irá bien.

—¿Estás seguro?

—Sí, segurísimo.

—Estupendo —abrió la puerta y él la siguió al interior de la casa.

Pedro pensó  que  estaba  guapísima,  pero  es  que,  además,  Paula olía  muy bien. Deseó encontrar una forma de ignorar el calor que le inundó al percibir el aroma de su cuerpo.

—Siéntate, Pedro, te traeré el té.

—De acuerdo.

La vió  meterse  en  la  cocina,  pero  en  lugar  de  sentarse,  se  quedó  de  pie  contemplando los cambios que se habían hecho en la vivienda. Inspiró con fuerza al recordar la última vez que vió a Roberto Chaves con vida. Fue un mes antes de su muerte. Pedro había ido a ver cómo estaba y a montar a Hercules. Era una de las pocas personas  que  podía  hacerlo,  porque  Roberto había  decidido  que  fuese  él  quien  domase al caballo.

Había bajado la vista para examinar el dibujo de la alfombra cuando la oyó entrar en la habitación.  Al levantar la mirada, parte de él deseó no haberlo hecho. La media  melena  rizada  que  enmarcaba  su  rostro  convertía  en  suave  al  tacto  su  piel  caoba y realzaba sus ojos color avellana. Era  una  mujer  refinada,  pero  él  percibía  en  ella  una  fuerza  interior  a  tener  en  cuenta.  Se  lo  había  demostrado  al  suponer  que  había  ido  a  verla  para  poner  en  cuestión  su  cordura  al  mudarse  allí.  Pero  quizá  era  él  quien  debía  cuestionarse  su  propia  cordura  por  no  convencerla  de  que  regresara  al  lugar  del  que  había  venido.  Por  muy  buenas  intenciones  que  tuviese,  no  estaba  hecha  para  ser  ranchera,  no  con  aquellas manos suaves y las uñas arregladas. Supuso  que  debía  existir  algún  tipo  de  conflicto  interno  que  la  había  llevado  a  decidirse  a  dirigir  el  rancho.  En  ese  momento  decidió  que  haría  todo  lo  posible  por  ayudarla  a  hacerlo  con  éxito.  Y  mientras  ella  posaba  la  bandeja  del  té  en  la  mesa,  supo que, entretanto, deseaba además conocerla mejor.

—Es  una  infusión  de  hierbas.  ¿Quieres  que  traiga  algo  para  endulzarla?  —preguntó Paula.

—No —negó él con rotundidad, a pesar de no estar muy seguro.

Aún seguía de pie cuando ella cruzó la habitación para acercarle su taza de té, y a  cada  paso  que  daba,  él  tenía  que  expulsar  el  aire  de  sus  pulmones.  Era  de  una  belleza  apabullante,  pero  al  mismo  tiempo  resultaba  tranquilizadora.  ¿Qué  edad  tendría  y  qué  estaría  haciendo  allí,  en  mitad  de  ningún  sitio  e  intentando  dirigir  un  rancho?

—Aquí tienes, Pedro.


 Le  gustó  el  modo  en  que  pronunciaba  su  nombre.  Cuando  agarró  la  taza,  sus  manos se rozaron e, inmediatamente, sintió una punzada en el estómago.

—Gracias  —dijo. 

Pensó que tenía que apartarse  y  no  dejar  que  Paula invadiera su espacio, pero al mismo tiempo deseaba que se quedase allí.

—De  nada.  Sugiero  que  nos  sentemos  o  acabaré  con  dolor  de  cuello  de  tanto  alzar la cabeza para mirarte.

Pedro pensó que sentarse con una mujer en su salón para tomar el té y conversar era una de las locuras más grandes que había hecho jamás. Pero lo estaba haciendo y, en ese momento, no podía imaginar otro lugar en el que pudiera sentirse mejor.

—Háblame de tí, Pedro—se oyó decir, deseosa de saber del hombre que parecía ocupar tanto espacio en su salón como en su cabeza.

—Soy un Alfonso—respondió él con una sonrisa.

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