—No me puedo quejar —sus facciones se relajaron y desmontó del enorme caballo como si fuese la cosa más fácil del mundo.
«Yo tampoco me puedo quejar», pensó ella, al ver que subía las escaleras del porche. Cuando lo tuvo delante, se quedó sin habla. Algo que sólo pudo describir como un deseo ardiente y fluido se apoderó de ella, impidiéndole respirar, porque él mantenía la mirada fija en sus ojos tal y como lo había hecho en el baile.
—¿Y tú qué tal, Pau?
Ella parpadeó al darse cuenta de que le estaba hablando.
—¿Cómo? ¿Yo? —la forma en que Pedro sonrió le hizo pensar en cosas que no debía, como en lo mucho que le gustaría besar aquella sonrisa.
—¿Cómo has pasado estos días... aparte de ocupada? —preguntó él.
Paula inspiró con fuerza y le dijo:
—Han sido unos días de mucho ajetreo, a veces de auténtica locura.
—Ya me imagino. Y lo de antes lo decía en serio. Si alguna vez necesitas ayuda, dímelo.
—Muchas gracias por el ofrecimiento —ella había visto el desvío hacia su rancho.
Había allí un cartel que decía: "Casa de Pedro". Y por lo que había conseguido adivinar entre los árboles, era un rancho enorme con una hermosa casa de dos plantas. De pronto recordó sus modales y le dijo:
—Estaba a punto de tomar un té. ¿Te apetece?
Él se apoyó en un poste y su sonrisa se hizo más grande.
—¿Té?
—Sí.
Ella supuso que él lo encontraba divertido. Lo último que podría apetecerle a un vaquero después de montar era una taza de té. Seguramente una cerveza fría hubiese sido más de su agrado, pero era lo único que no tenía en la nevera.
—Si no te apetece, lo entenderé —le dijo ella.
—Una taza de té me irá bien.
—¿Estás seguro?
—Sí, segurísimo.
—Estupendo —abrió la puerta y él la siguió al interior de la casa.
Pedro pensó que estaba guapísima, pero es que, además, Paula olía muy bien. Deseó encontrar una forma de ignorar el calor que le inundó al percibir el aroma de su cuerpo.
—Siéntate, Pedro, te traeré el té.
—De acuerdo.
La vió meterse en la cocina, pero en lugar de sentarse, se quedó de pie contemplando los cambios que se habían hecho en la vivienda. Inspiró con fuerza al recordar la última vez que vió a Roberto Chaves con vida. Fue un mes antes de su muerte. Pedro había ido a ver cómo estaba y a montar a Hercules. Era una de las pocas personas que podía hacerlo, porque Roberto había decidido que fuese él quien domase al caballo.
Había bajado la vista para examinar el dibujo de la alfombra cuando la oyó entrar en la habitación. Al levantar la mirada, parte de él deseó no haberlo hecho. La media melena rizada que enmarcaba su rostro convertía en suave al tacto su piel caoba y realzaba sus ojos color avellana. Era una mujer refinada, pero él percibía en ella una fuerza interior a tener en cuenta. Se lo había demostrado al suponer que había ido a verla para poner en cuestión su cordura al mudarse allí. Pero quizá era él quien debía cuestionarse su propia cordura por no convencerla de que regresara al lugar del que había venido. Por muy buenas intenciones que tuviese, no estaba hecha para ser ranchera, no con aquellas manos suaves y las uñas arregladas. Supuso que debía existir algún tipo de conflicto interno que la había llevado a decidirse a dirigir el rancho. En ese momento decidió que haría todo lo posible por ayudarla a hacerlo con éxito. Y mientras ella posaba la bandeja del té en la mesa, supo que, entretanto, deseaba además conocerla mejor.
—Es una infusión de hierbas. ¿Quieres que traiga algo para endulzarla? —preguntó Paula.
—No —negó él con rotundidad, a pesar de no estar muy seguro.
Aún seguía de pie cuando ella cruzó la habitación para acercarle su taza de té, y a cada paso que daba, él tenía que expulsar el aire de sus pulmones. Era de una belleza apabullante, pero al mismo tiempo resultaba tranquilizadora. ¿Qué edad tendría y qué estaría haciendo allí, en mitad de ningún sitio e intentando dirigir un rancho?
—Aquí tienes, Pedro.
Le gustó el modo en que pronunciaba su nombre. Cuando agarró la taza, sus manos se rozaron e, inmediatamente, sintió una punzada en el estómago.
—Gracias —dijo.
Pensó que tenía que apartarse y no dejar que Paula invadiera su espacio, pero al mismo tiempo deseaba que se quedase allí.
—De nada. Sugiero que nos sentemos o acabaré con dolor de cuello de tanto alzar la cabeza para mirarte.
Pedro pensó que sentarse con una mujer en su salón para tomar el té y conversar era una de las locuras más grandes que había hecho jamás. Pero lo estaba haciendo y, en ese momento, no podía imaginar otro lugar en el que pudiera sentirse mejor.
—Háblame de tí, Pedro—se oyó decir, deseosa de saber del hombre que parecía ocupar tanto espacio en su salón como en su cabeza.
—Soy un Alfonso—respondió él con una sonrisa.
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