martes, 17 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 4

—¿Y qué significa ser un Alfonso? —preguntó mientras se sentaba sobre las piernas para acomodarse aún más en el asiento.

—Somos muchos, quince en total —dijo Pedro.

—¿Quince?

—Sí. Sin contar las tres cuñadas y el marido australiano de una prima. En  nuestro árbol genealógico se nos conoce como los Alfonso de Denver.

—¿Significa eso que hay más en otras partes del país?

—Sí, hay una rama procedente de  Atlanta.  Allí  tenemos  quince  primos.  La  mayoría estaban en el baile.

Ella sonrió divertida.  Recordó  haber  pensado en  lo mucho  que se parecían  todos. Pedro había sido el único al que había podido ver de cerca, el único con el que había mantenido una conversación antes de que su tío la sacara casi a la fuerza de la fiesta.

—Mi tío Antonio y tú no se llevan muy bien.

 Si aquella afirmación sorprendió a Pedro, no se reflejó en su rostro.

—No, nunca nos hemos llevado bien —dijo como si la idea no le molestase. De hecho,  lo  prefería  así—.  Nunca hemos estado de acuerdo en una serie de cosas, no sabría decirte exactamente por qué.

—¿Y qué me dices de mi abuelo? ¿Te llevabas bien con él?

—Así es. Roberto y yo teníamos una muy buena relación, que comenzó siendo yo  un  niño.  Me  enseñó  muchas  cosas  sobre  cómo  llevar  un  rancho  y  yo  disfrutaba  mucho de nuestras charlas.

—¿Te comentó alguna vez que tenía una nieta?

—No, pero tampoco sabía que tenía  un  hijo. El único  familiar  suyo  al  que  conocía era Antonio , y Roberto y él mantenían una relación un tanto tirante.

Ella asintió. Había oído que su padre se había marchado de casa a los diecisiete años  para  ingresar  en  la  universidad  y  no  había  regresado  jamás.  Su  tío  Antonio afirmaba  que  no  estaba  seguro  de  si  las  discrepancias  habían  surgido  siendo  él  mismo todavía un niño. Miguel Chaves había amasado su fortuna en la Costa Este, primero como promotor inmobiliario y luego como inversor en todo tipo de negocios lucrativos.  Así  había  conocido  a  su  madre,  una  joven  de  la  alta  sociedad  de  Savannah, hija de un armador y diez años mayor que él. El matrimonio se había basado más en un incremento de sus respectivas fortunas que en el amor. Paula sabía que tanto su padre como su madre habían mantenido discretas aventuras. En cuanto a Antonio Chaves, sabía que el padre viudo de Roberto, de setenta años de edad, se había casado con una joven de treinta y tantos años cuyo único hijo era  Antonio.  Dedujo  por  ciertos  comentarios  que  había  logrado  escuchar  de  la  hija de Antonio, Valentina, que Antonio y Roberto nunca se habían llevado bien porque éste pensaba que Beatríz, la madre de su tío, no era más que una cazafortunas que se había casado con un hombre que podía ser su abuelo.

—Aquí todo el mundo se sorprendió al saber que Roberto tenía una nieta.

Paula rió por lo bajo.

—Sí, para mí también fue una sorpresa descubrir que tenía un abuelo.

—¿No sabías de la existencia de Roberto?

—No. Mi padre tenía casi cuarenta años cuando se casó con mi madre y ya tenía cincuenta  cuando  yo  era  una  adolescente.  Como  nunca  los  mencionó,  asumí  que  habían  fallecido.  No  supe  de  Roberto hasta  que  me  citaron  para  la  lectura  del  testamento.  Mis  padres  ni  siquiera  me  comentaron  nada  sobre  el  funeral.  Ellos  asistieron  a  la  ceremonia,  pero me habían dicho que se iban  de  la  ciudad  por un asunto de negocios.  Fue a su vuelta  cuando  me  anunciaron  que  el  abogado  de  Roberto les había aconsejado que yo asistiese al cabo de una semana a la lectura del testamento.  No  hace  falta  que  diga que me disgustó  que  mis padres  me  ocultaran  algo  así  durante  tantos  años.  Pensaba  que  la  enemistad  entre  mi  padre  y  mi  abuelo  no  tenía  por  qué  haberme  incluido  a  mí.  Me  invadió  un  enorme  sentimiento  de  pérdida por no haber conocido a Roberto Chaves.

Pedro asintió.

—A veces podía llegar a ser todo un caso, créeme.

—Háblame de él. Quisiera saber más del abuelo al que nunca conocí.

—Me sería imposible contártelo todo en un día.

—Entonces vuelve otro día a tomar el té y hablamos, si te parece bien.

Ella se mantuvo  expectante,  aunque  pensaba  que  seguramente  Pedro tenía  muchas más cosas que hacer con su tiempo aparte de sentarse con ella a tomar el té. Era probable que un hombre como él tuviese otras cosas en mente cuando estaba con alguien del sexo opuesto.

—Sí, me parece bien. De hecho, me encantaría.

Ella  suspiró aliviada  para  sus  adentros,  sintiéndose  de pronto aturdida, encantada.

—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo.

—¿A qué te dedicas? —preguntó ella sin pensarlo.

—Comparto  con  varios  de  mis  primos  un  negocio  de  cría  y  entrenamiento  de  caballos.

Le tendió la taza vacía, y entonces sus manos se rozaron y Paula se estremeció al tiempo que notaba que él había sentido lo mismo.

—Gracias por el té, Pau.

 —De nada. Vuelve cuando quieras.

Él la miró a los ojos y sostuvo la mirada por un instante.

—Lo haré.

El martes de la semana siguiente, Paula fue en coche a la ciudad a comprar electrodomésticos  nuevos  para  la  cocina.  Quizá  la  adquisición  de  una  cocina  y  un  frigorífico  no  supongan  mucho  para  algunos,  pero  para  ella  era  la  primera  vez  y  estaba  expectante.  Además,  así  olvidaría  la  llamada  que  había  recibido  de  su  abogado a primera hora de la mañana. Antes  había  hablado  con  sus  padres  y  la  conversación  le  había  resultado  agotadora.  Su padre había insistido en  que  vendiese  el  rancho  y  volviese  a  casa  de  inmediato.  Al colgar  el  teléfono, se  había  sentido  más  dispuesta  que  nunca  a  mantenerse lo más alejada posible de Savannah. Llevaba tan sólo tres semanas en el rancho, pero el sabor de la libertad, el poder hacer lo que quisiera y cuando quisiera era un lujo al que se negaba a renunciar. Luego  pasó  a  pensar  en  otra  cosa,  o,  mejor  dicho,  en  otra  persona.  Pedro Alfonso.

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