—Somos muchos, quince en total —dijo Pedro.
—¿Quince?
—Sí. Sin contar las tres cuñadas y el marido australiano de una prima. En nuestro árbol genealógico se nos conoce como los Alfonso de Denver.
—¿Significa eso que hay más en otras partes del país?
—Sí, hay una rama procedente de Atlanta. Allí tenemos quince primos. La mayoría estaban en el baile.
Ella sonrió divertida. Recordó haber pensado en lo mucho que se parecían todos. Pedro había sido el único al que había podido ver de cerca, el único con el que había mantenido una conversación antes de que su tío la sacara casi a la fuerza de la fiesta.
—Mi tío Antonio y tú no se llevan muy bien.
Si aquella afirmación sorprendió a Pedro, no se reflejó en su rostro.
—No, nunca nos hemos llevado bien —dijo como si la idea no le molestase. De hecho, lo prefería así—. Nunca hemos estado de acuerdo en una serie de cosas, no sabría decirte exactamente por qué.
—¿Y qué me dices de mi abuelo? ¿Te llevabas bien con él?
—Así es. Roberto y yo teníamos una muy buena relación, que comenzó siendo yo un niño. Me enseñó muchas cosas sobre cómo llevar un rancho y yo disfrutaba mucho de nuestras charlas.
—¿Te comentó alguna vez que tenía una nieta?
—No, pero tampoco sabía que tenía un hijo. El único familiar suyo al que conocía era Antonio , y Roberto y él mantenían una relación un tanto tirante.
Ella asintió. Había oído que su padre se había marchado de casa a los diecisiete años para ingresar en la universidad y no había regresado jamás. Su tío Antonio afirmaba que no estaba seguro de si las discrepancias habían surgido siendo él mismo todavía un niño. Miguel Chaves había amasado su fortuna en la Costa Este, primero como promotor inmobiliario y luego como inversor en todo tipo de negocios lucrativos. Así había conocido a su madre, una joven de la alta sociedad de Savannah, hija de un armador y diez años mayor que él. El matrimonio se había basado más en un incremento de sus respectivas fortunas que en el amor. Paula sabía que tanto su padre como su madre habían mantenido discretas aventuras. En cuanto a Antonio Chaves, sabía que el padre viudo de Roberto, de setenta años de edad, se había casado con una joven de treinta y tantos años cuyo único hijo era Antonio. Dedujo por ciertos comentarios que había logrado escuchar de la hija de Antonio, Valentina, que Antonio y Roberto nunca se habían llevado bien porque éste pensaba que Beatríz, la madre de su tío, no era más que una cazafortunas que se había casado con un hombre que podía ser su abuelo.
—Aquí todo el mundo se sorprendió al saber que Roberto tenía una nieta.
Paula rió por lo bajo.
—Sí, para mí también fue una sorpresa descubrir que tenía un abuelo.
—¿No sabías de la existencia de Roberto?
—No. Mi padre tenía casi cuarenta años cuando se casó con mi madre y ya tenía cincuenta cuando yo era una adolescente. Como nunca los mencionó, asumí que habían fallecido. No supe de Roberto hasta que me citaron para la lectura del testamento. Mis padres ni siquiera me comentaron nada sobre el funeral. Ellos asistieron a la ceremonia, pero me habían dicho que se iban de la ciudad por un asunto de negocios. Fue a su vuelta cuando me anunciaron que el abogado de Roberto les había aconsejado que yo asistiese al cabo de una semana a la lectura del testamento. No hace falta que diga que me disgustó que mis padres me ocultaran algo así durante tantos años. Pensaba que la enemistad entre mi padre y mi abuelo no tenía por qué haberme incluido a mí. Me invadió un enorme sentimiento de pérdida por no haber conocido a Roberto Chaves.
Pedro asintió.
—A veces podía llegar a ser todo un caso, créeme.
—Háblame de él. Quisiera saber más del abuelo al que nunca conocí.
—Me sería imposible contártelo todo en un día.
—Entonces vuelve otro día a tomar el té y hablamos, si te parece bien.
Ella se mantuvo expectante, aunque pensaba que seguramente Pedro tenía muchas más cosas que hacer con su tiempo aparte de sentarse con ella a tomar el té. Era probable que un hombre como él tuviese otras cosas en mente cuando estaba con alguien del sexo opuesto.
—Sí, me parece bien. De hecho, me encantaría.
Ella suspiró aliviada para sus adentros, sintiéndose de pronto aturdida, encantada.
—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo.
—¿A qué te dedicas? —preguntó ella sin pensarlo.
—Comparto con varios de mis primos un negocio de cría y entrenamiento de caballos.
Le tendió la taza vacía, y entonces sus manos se rozaron y Paula se estremeció al tiempo que notaba que él había sentido lo mismo.
—Gracias por el té, Pau.
—De nada. Vuelve cuando quieras.
Él la miró a los ojos y sostuvo la mirada por un instante.
—Lo haré.
El martes de la semana siguiente, Paula fue en coche a la ciudad a comprar electrodomésticos nuevos para la cocina. Quizá la adquisición de una cocina y un frigorífico no supongan mucho para algunos, pero para ella era la primera vez y estaba expectante. Además, así olvidaría la llamada que había recibido de su abogado a primera hora de la mañana. Antes había hablado con sus padres y la conversación le había resultado agotadora. Su padre había insistido en que vendiese el rancho y volviese a casa de inmediato. Al colgar el teléfono, se había sentido más dispuesta que nunca a mantenerse lo más alejada posible de Savannah. Llevaba tan sólo tres semanas en el rancho, pero el sabor de la libertad, el poder hacer lo que quisiera y cuando quisiera era un lujo al que se negaba a renunciar. Luego pasó a pensar en otra cosa, o, mejor dicho, en otra persona. Pedro Alfonso.
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