Pedro se pasó la mano por la cara mientras observaba a Paula correr hacia el coche. Se cercioró de que entraba en él y salía del estacionamiento, y luego salió él detrás en el suyo. No pensaba preguntarse por qué la había besado, porque lo sabía perfectamente. Ella era pura feminidad, una tentación que no muchos logran resistir y una inyección de deseo en los brazos de un hombre. Él había tenido de todo aquello, y no en pequeñas, sino en grandes cantidades. Una vez conocido su sabor, deseaba saborearla una y otra vez. Al detener la camioneta ante un semáforo, miró su reloj. Paula no era la única que tenía una reunión aquella tarde. Pablo, Leonardo y él tenían una teleconferencia con sus tíos desde Montana en menos de una hora. No lo había olvidado, pero no había sido capaz de acortar el tiempo que había pasado con Paula. Todavía conservaba su sabor en la boca, así que se alegraba de no haberlo hecho. Negó con la cabeza, porque le seguía costando creer lo bien que habían conectado con aquel beso, y eso le llevó a preguntarse cómo conectarían en otras cosas y otros lugares... como en el dormitorio. No podía quitarse de la cabeza la idea de ella desnuda con los muslos abiertos mientras él la penetraba. La deseaba con todas sus fuerzas y, aunque quería pensar que sólo se trataba de una atracción física, no estaba seguro de que fuese así. Y si no lo era, ¿de qué se trataba entonces?
No pudo ahondar en el tema porque en aquel momento sonó el teléfono. Lo sacó del cinturón y vio que era su primo Leonardo. Se había casado hacía poco más de un mes, y eso que Pedro creía que era la última persona que llegaría a enamorarse. Pero lo había hecho, y era comprensible. Mariana era una mujer muy valiosa y todos pensaban que era una gran incorporación a la familia Alfonso.
—¿Sí, Leonardo?
—Eh, tío, ¿Dónde estás? ¿Has olvidado la reunión de hoy?
—No, no la he olvidado y estoy a menos de treinta minutos.
—Muy bien. Me han dicho que tu dama vendrá a cenar el viernes por la noche.
Pedro se detuvo a pensar por un instante. Aquel comentario le hubiese molestado viniendo de cualquier otro, pero Leonardo era Leonardo y las dos personas que sabían mejor que nadie que no tenía una «dama» eran sus primos Leonardo y Pablo. Sabiéndolo, imaginó que lo que intentaba su primo era sacarle información.
—No tengo una dama y tú lo sabes.
—¿Ah, sí? En ese caso ¿Desde cuándo te has aficionado al té?
Él se echó a reír sin apartar los ojos de la carretera.
—Ah, veo que nuestra querida Romina ha estado haciendo comentarios.
—¿Quién si no? Puede que Paula se lo contase a las mujeres durante la visita, pero por supuesto, Romina es la que ha decidido que estás loco por la belleza sureña. Y éstas son palabras de Romi, no mías.
—Gracias por aclarármelo —no sólo estaba loco por Paula Chaves.
El pulso se aceleraba con sólo pensar en el beso que se habían dado.
—De nada. Ponme al día, Pepe. ¿Qué hay entre tú y la belleza sureña?
—Admito que me atrae, pero ¿A quién no? En todo caso, no es algo serio.
—¿Estás seguro?
Pedro apretó el volante: ése era el quid de la cuestión. Cuando pensaba en Paula, lo único de lo que estaba seguro era que la deseaba de un modo en que jamás había deseado a ninguna otra mujer. Seguramente se estaba adentrando en terreno peligroso, pero por razones que no lograba entender, no podía admitir que estaba seguro de que fuese así.
—Ya te contaré.
Le incomodó pensar que no había ofrecido una respuesta a Leonardo porque no podía. Y para un hombre que siempre había tenido las cosas claras a la hora de hablar del lugar que una mujer ocupaba en su corazón, imaginaba lo que su primo estaría pensando. Él mismo estaba intentando no pensar lo mismo. Cielos, sólo había pretendido ser un buen vecino y luego se había dado cuenta de lo mucho que disfrutaba en su compañía. Y además estaba la atracción que había surgido entre los dos y que él no había sido capaz de ignorar.
—Nos vemos cuando llegues, Pepe. Conduce con cuidado —dijo Leonardo sin más comentarios sobre Paula.
—Lo haré.
Paula contemplaba las montañas desde la ventana de su dormitorio. La reunión con Juan había sido informativa y un poco abrumadora, pero había captado lo que él le había dicho. En lo alto de la lista estaba Hercules. El caballo estaba nervioso, y todo el mundo sabía cuándo no estaba de buen humor. Según Juan, llevaban tiempo sin montarlo porque pocos hombres se le podían acercar. El único capaz de manejar a Hercules era Pedro. El mismo que ella había decidido evitar en adelante. Reconocía el peligro en cuanto lo veía y en este caso era un peligro que podía además sentir. Físicamente. Si él seguía visitándola, si seguía pasando el tiempo con ella, no importaba cómo, se sentirían tentados de ir aún más lejos. Lo ocurrido demostraba que ella era prácticamente arcilla en sus manos y no quería imaginar qué pasaría si aquello iba a más. Le gustaba, pero al mismo tiempo se sentía amenazada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario