martes, 17 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 2

Y  lo  triste  es  que  no  había  sabido  de  la  existencia  de  su  abuelo  hasta  que  le  notificaron  la  lectura  de  su  testamento.  No  le  habían  avisado  a  tiempo  para  que  asistiese  al  funeral  y  en  parte  todavía  estaba  molesta  con  sus  padres  por  habérselo  ocultado.

No  sabía  que  había  abierto  una  brecha  permanente  entre  padre  e  hijo,  pero  fuera  cual  fuese  la  contienda  entre  ambos,  no  debía  haberla  incluido  a  ella.  Tenía  todo el derecho a conocer a Roberto Chaves y lo había perdido. Antes  de  marcharse  de  Savannah  le  había  recordado  a  sus  padres  que  tenía  veinticinco  años  y  que  era  lo  suficientemente  mayor  como  para  tomar  sus  propias  decisiones.  Y  tanto  el  fondo  fiduciario  que  sus  abuelos  maternos  habían  establecido  como el rancho que acababa de heredar de su abuelo paterno le facilitaban enormemente la tarea. Era la primera vez en su vida que tenía algo realmente suyo. Sería mucho pedir que Miguel y Alejandra Chaves vieran las cosas de ese modo y le habían dejado claro que no era así. No le sorprendería que en ese preciso instante estuviesen  visitando  a  su  abogado  para  buscar  un  modo  de  obligarla  a volver a Savannah.  Pero tenía noticias que  darles:  aquél era su hogar y tenía  intención  de  quedarse.  Si ellos tuvieran voz y voto, ella estaría en Savannah, comprometida con David Pierce.  La  mayoría  de  las  mujeres  considerarían  a  David,  por  su  atractivo  y  su  riqueza,  un  buen  partido.  Y  si  ella  lo  pensaba  dos  veces,  también  podría  verlo  así.  Pero ése era el problema: que tenía que pensarlo dos veces. Habían salido juntos en muchas  ocasiones  pero  nunca  había  surgido  una  conexión  entre  ambos  y  ninguna  chispa de entusiasmo por parte de ella.

Había intentado explicárselo a sus padres con toda la delicadeza del mundo, pero ellos no habían dejado de imponérselo a la menor ocasión, lo que demostraba lo autoritarios que podían llegar a ser. Y   hablando   de   autoridad...   su   tío   Antonio se   había   convertido   en   otro   problema.  Tenía  cincuenta  años,  era  el  hermanastro  de  su  abuelo  y  ella  lo  había  conocido en su primer viaje a Denver para la lectura del testamento. Él pensaba que iba  a  heredar  el  rancho  y  se  había  sentido  muy  decepcionado  al  descubrir  lo  contrario.  También  esperaba  que  ella  lo  vendiese  todo  y,  cuando  había  decidido  no  hacerlo,  se  había  enfadado  y  le  había  dicho  que  su  amabilidad  se  había  terminado,  que no movería un dedo para ayudarla y que deseaba que descubrirse de la peor de las maneras que había cometido un error. Sentada en la hamaca del porche, pensó que no se había equivocado al decidir hacer  su  vida  allí.  Se  había  enamorado  de  la  finca  y  no  le  había  costado  llegar  a  la  conclusión  de  que,  aunque  le  habían  negado la oportunidad de conocer a su abuelo en  vida,  conectaría  con  él  a  su  muerte  al  aceptar  su  regalo.  Una  parte  de  ella  sentía  que, aunque nunca se habían conocido, él había adivinado de algún modo la infancia tan  desgraciada  que  había  tenido  y  le  estaba  ofreciendo  la  oportunidad  de  disfrutar  de una vida adulta más feliz.


Iba  a  volver  a  entrar  en  la  casa  para  seguir  empaquetando  las  cosas  de  su  abuelo cuando vio a lo lejos a alguien que se acercaba a caballo. Conforme el jinete se aproximaba,  lo  reconoció  y  sintió  un  cosquilleo  en  la  boca  del  estómago.  Era  Pedro Alfonso.  Se preguntó por qué vendría a visitarla. Le había comentado su interés por la  finca  y  por  Hercules.  ¿Habría  ido  a  convencerla  de  que  se  había  equivocado  al  mudarse allí, tal y como habían hecho su tío y sus padres? ¿Intentaría insistir en que le vendiese la finca y el caballo? Si ése era el caso, su respuesta iba a ser la misma que había  dado  a  los  demás.  Iba  a  quedarse  y  Hercules  seguiría  siendo  suyo  hasta  que  decidiese lo contrario.

—Hola, Pau.

—Pedro—ella  alzó  la  vista  hacia  los  ojos  marrones  que  la  observaban  y  pudo  jurar que irradiaban calor.  El tono de su voz le provocó un hormigueo en la piel igual que el de aquella otra noche—. ¿A qué se debe esta visita?

—Tengo  entendido  que has decidido probar como ranchera.

 Ella alzó la cabeza, sabiendo lo que vendría después.

—Así es. ¿Algún problema?

—No,  en  absoluto  —dijo  él  con  soltura—.  La  decisión  es  tuya.  Sin  embargo,  estoy seguro de que sabes que no te va a resultar fácil.

 —Sí, soy consciente de ello. ¿Alguna otra cosa que quieras decirme?

—Sí.  Somos  vecinos,  así  que,  si  alguna  vez  necesitas  ayuda,  no  dudes  en  decírmelo.

Ella se sorprendió. ¿Le estaba ofreciendo su ayuda?

 —¿Estás siendo agradable porque sigues queriendo comprar a Hercules? Porque si es así, debes saber que todavía no he tomado una decisión al respecto.

 Él se puso serio y su mirada se volvió ruda.

—La razón por la que estoy siendo agradable es que me tengo por una persona amable. Y en cuanto a Hercules, sí, sigo queriendo comprarlo, pero eso no tiene nada que ver con mi ofrecimiento.

Paula vió  que le había ofendido y  se  arrepintió  de  inmediato.  Normalmente  no  era tan desconfiada con la gente, pero se mostraba susceptible cuando se hablaba de la propiedad del rancho porque tenía a mucha gente en su contra.

—Quizá no debería haberme precipitado en mis conclusiones.

—Sí, quizás.

Todas las células de su cuerpo empezaron a estremecerse bajo la intensa mirada de Pedro. En ese momento supo que su ofrecimiento había sido sincero. No entendía bien cómo podía saberlo, pero así era.

—Reconozco mi error y te pido disculpas —dijo.

—Disculpas aceptadas.

—Gracias  —y  como  quería  recuperar  la  buena  sintonía  que  tenía  con  él,  le  preguntó—: ¿Cómo te va, Pedro?

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