—No es necesario. ¿Por qué no vas a preparar algo de beber mientras yo me ocupo de esto? —propuso ella.
De camino al mueble bar, Pedro comprobó algo en su teléfono. Paula sospechó que estaba revisando su correo electrónico y no le gustó. No quería que él pensara en el trabajo cuando estaba con ella… Entonces, se preguntó si su comportamiento amable y atento sería una farsa. ¿Estaría jugando con ella para asegurarse de que lo ayudara en las negociaciones? Llevó los platos a la cocina. Cuando salió al patio, se encontró con que Pedro se había puesto los pantalones y estaba abotonándose la camisa.
—Lo siento, pero ha surgido algo y tengo que irme.
—De acuerdo —repuso ella, asintiendo.
—Bueno, entonces, nos veremos dentro de un par de días para comenzar las reuniones con los propietarios de las tiendas del centro comercial —indicó él, tras observarla unos instantes.
—Claro.
Paula se sintió disgustada, aunque no quería estarlo. Sin embargo, le molestaba haber pasado la velada con él, haberlo seducido y haberle contado los secretos de su pasado, para que él saliera corriendo a la primera oportunidad.
—Me gustaría poder quedarme —aseguró él.
—No importa —replicó ella, pensando que, si de veras Pedro quisiera quedarse, se quedaría.
—Sí lo es. Mira, te diré lo que haremos. ¿Vas a dormir aquí o en el hotel?
—En el hotel, ¿Por qué?
—Para quedar a tomar algo. ¿Te parece bien a las once?
—¿Por qué?
—No quiero que pienses que soy la clase de hombre que sale corriendo.
—No sé qué clase de hombre eres —admitió ella, encogida.
—Sí lo sabes. Te lo recordaré cuando nos veamos dentro de un rato.
Pedro la besó en los labios y salió por la puerta principal de la casa. No tenía una emergencia, pero había sentido la necesidad de salir de allí. No estaba buscando esposa. No pensaba casarse nunca… y no tenía intención de cambiar de idea.
Al volante de su coche, llegó casi por inercia a Luna Azul. Se preguntó qué hacía allí. Federico ya no lo necesitaba para que le ayudara con la empresa, al menos, no como lo había necesitado al principio. Podía irse de Miami, a cualquier parte. Incluso a Nueva York. Pero sabía que no loharía. Aquel lugar era su hogar.
Alguien llamó en la ventanilla del coche y, cuando levantó la cabeza, vió allí a su hermano Diego. Apagó el motor y salió.
—¿Qué estás haciendo?
—Pensando.
—Supongo que por eso estabas solo. Necesitas estar concentrado, ¿No?
—Ajá.
—No pareces tú. ¿Qué te pasa?
Pedro meneó la cabeza. No iba a contarle a su hermano pequeño que una mujer era la causante de su confusión. Diego se reiría de él.
—¿Echas de menos el béisbol?
Diego se encogió de hombros.
—Algunas veces, pero no tanto. Sé que no podré volver a jugar.
—¿Y qué me dices de ese entrenador de Texas que ganó la liga con cuarenta años?
—Era un pitcher, Pepe. Yo no lo soy. Además, me gusta esta vida. No quiero pasarme el día viajando —repuso Diego—. Encima, si me fuera, me echarías mucho de menos.
Pedro sonrió.
—Claro que sí. Nunca creí que fuéramos a terminar trabajando juntos.
—Ni yo, pero estoy seguro de que Fede lo sabía.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Pedro.
—Yo… tengo una cita.
—¿Con Nadia? Pensé que estaban prometidos. ¿Todavía tienes citas?
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