Cerró los ojos recordando aquellos sermones. Su madre se había pasado la vida buscando un hombre que se ocupase de ella, pero sus elecciones nunca habían sido buenas y había acabado utilizada, herida, y sola. Cuando Paula cumplió los quince y los chicos empezaron a fijarse en su figura, su madre le había explicado sus experiencias con los hombres y las había utilizado como ejemplo de lo que no quería para su hija. Alejandra nunca había tenido suerte en el amor, y había inculcado a Paula la importancia de la respetabilidad y de tomar decisiones prácticas en todo lo que tenía que ver con el sexo opuesto. El amor y los sentimientos frívolos solo podían acarrearle penas, le había asegurado su madre, pero nadie la podía privar de su virtud y dignidad. No, eso lo había hecho ella sola, al aceptar un trabajo menos que respetable para poder pagar las facturas médicas de su madre. Aquel delito en particular se había descubierto el día de su boda al pie del altar y había puesto furiosos e incrédulos a Santiago y su madre. Entonces supo que no solo no era lo bastante buena para Santiago, sino que su pasado podía destruir su reputación y posiblemente su carrera. Tembló ante el recuerdo, sabiendo que la decisión que tomó en el pasado reduciría sus oportunidades de alcanzar el tipo de felicidad que deseaba, sobre todo de encontrar un hombre que la respetase lo bastante como para pedirla en matrimonio. Era todo lo que había deseado siempre, pero el miedo a otro escándalo sería siempre una amenaza y ¿Qué hombre querría a una mujer que ocultaba un secreto semejante? Desde luego, no un hombre honorable y respetable como Pedro. Con las mejillas encendidas por el recuerdo de su avidez hacia él en el estacionamiento, miró hacia el frente, hacia la oscuridad de la noche. Sabía que debía estar avergonzada por su conducta, pero a decir verdad deseaba el beso de Pedro. En ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de rechazarlo o protestar, y no sentía el menor remordimiento por haberle permitido tomarse aquellas libertades. Nunca antes había sentido aquella sensualidad abrumadora, ni siquiera con Santiago, que nunca le inspiró nada más que afecto.
—¿Estás bien?
La profunda voz de Pedro rompió el silencio. Ella se dió cuenta de que estaban estacionados en la acera en frente de la casa de Elisa Vee, con el motor en marcha. Lo miró, él estaba otra vez hosco y distante y el cambio brusco la frustró.
—Es muy amable por tu parte preguntar, si tenemos en cuenta que estoy sin trabajo por la escena que montaste en el bar. Estoy segura de que todo el mundo oirá hablar de lo de esta noche y ambos estaremos en el centro del cotilleo.
—No sería la primera vez que yo fuera el tema de conversación de esta ciudad —murmuró él entre dientes.
—¿Qué quieres decir?
—Mi mujer tenía facilidad para atraer la atención hacia ella y yo estaba siempre en el centro de la especulación.
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