Puede que nunca llegara a ser una «Tigresa», pero al menos podría aspirar a ser una «Gatita» en vez de una «Ratoncita». Se me ocurrió que, quizá en Londres, donde nadie me conocía, podría emprender algún tipo de cambio. Tenía que enfrentarme a los hechos. Comportarme como una «Ratoncita» no había servido para animar a David a soltarse de las faldas de su madre y pedirme en matrimonio. A lo mejor mi madre tenía razón. Era posible que una temporada de separación nos hiciera bien a ambos. David dispondría de seis meses para saber cómo era la vida sin que yo estuviera rondando por allí, acercándole un destornillador de punta plana incluso antes de que él lo pidiera. Y yo tendría seis meses para acicalarme un poco y sacar partido a ciertas partes desatendidas de mi carácter para que, cuando volviera a Maybridge, David cayera a mis pies antes de que su madre pudiera darse cuenta.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Paddington, metí la revista en el bolso para terminar de leerla en otra ocasión y tiré de la maleta. Me enfrentaba a una nueva vida, con un nuevo trabajo y ropa nueva que tendría que comprar. Estaba en Londres y pensaba sacarle el mayor partido posible a la gran ciudad. No llegué a rugir cuando me uní a la multitud que se dirigía hacia el metro, pero en mi mente ya se estaba forjando la imagen de una «tigresa». Es hora punta y está lloviendo. Paras un taxi al mismo tiempo que un desconocido apuesto, alto y moreno, y él sugiere que lo compartís. ¿Qué harías?
a. Pensar que te ha tocado la lotería, coquetear al máximo hasta llegar a tu destino y abandonar el taxi entregándole tu número de teléfono con una sonrisa que dice claramente: «Llámame».
b. Acordarte de que tu madre no lo aprobaría, pero está lloviendo y él no parece ser un asesino en serie. ¿Qué importa?
c. Lo mandas a la porra, te metes en el taxi, y lo dejas plantado sin contemplaciones.
d. Le dejas que tome el taxi y esperas a que llegue otro.
e. Te vas andando.
Después de haber sobrevivido a las estrecheces del metro, y habiéndome equivocado de dirección sólo dos veces, finalmente emergí a la luz del día. Cuando hablo de «La luz del día», me permito una licencia poética. Realmente tuve que enfrentarme con la desapacible oscuridad del final de una fría y lluviosa tarde de noviembre. Y cuando digo «lluviosa», no me quedo corta. La lluvia fina y helada con que había abandonado Maybridge se había convertido en un auténtico aguacero casi invernal. En el campo, el cielo hubiera estado oscuro, pero en Londres las luces de neón nunca se apagaban y, además, dada la fecha, millones de bombillas se añadían al conjunto formando los más diversos motivos navideños, que se reflejaban sobre el suelo encharcado. Y había gente, miles de personas que sabían a donde iban apretaban el paso bajo la lluvia. Yo estaba delante de la estación del metro, con un callejero en la mano, intentando orientarme mientras los impacientes peatones me daban rápidos e involuntarios empujones para abrirse paso. Sobre el papel, no parecía que el piso de Sofía y Lorena Harrington estuviera demasiado lejos, pero ya me había dado cuenta de que, vistas en un mapa, las distancias podían resultar bastante engañosas. Y los problemas que había tenido en el metro para distinguir entre el norte y el sur me habían minado considerablemente mi fuerza de voluntad. Tal y como estaban las cosas, decidí que era el momento de hacer una pequeña inversión en un taxi y escruté el tráfico de la calzada para intentar detectar la pequeña luz amarilla que indicaba que uno de los taxis negros de Londres estaba libre.