martes, 29 de noviembre de 2022

Mi Vecino: Capítulo 4

Puede que nunca llegara a ser una «Tigresa», pero al menos podría aspirar a ser una «Gatita» en vez de una «Ratoncita». Se me ocurrió que, quizá en Londres, donde nadie me conocía, podría emprender algún tipo de cambio. Tenía que enfrentarme a los hechos. Comportarme como una «Ratoncita» no había servido para animar a David a soltarse de las faldas de su madre y pedirme en matrimonio. A lo mejor mi madre tenía razón. Era posible que una temporada de separación nos hiciera bien a ambos. David dispondría de seis meses para saber cómo era la vida sin que yo estuviera rondando por allí, acercándole un destornillador de punta plana incluso antes de que él lo pidiera. Y yo tendría seis meses para acicalarme un poco y sacar partido a ciertas partes desatendidas de mi carácter para que, cuando volviera a Maybridge, David cayera a mis pies antes de que su madre pudiera darse cuenta.


Cuando el tren se detuvo en la estación de Paddington, metí la revista en el bolso para terminar de leerla en otra ocasión y tiré de la maleta. Me enfrentaba a una nueva vida, con un nuevo trabajo y ropa nueva que tendría que comprar. Estaba en Londres y pensaba sacarle el mayor partido posible a la gran ciudad. No llegué a rugir cuando me uní a la multitud que se dirigía hacia el metro, pero en mi mente ya se estaba forjando la imagen de una «tigresa». Es hora punta y está lloviendo. Paras un taxi al mismo tiempo que un desconocido apuesto, alto y moreno, y él sugiere que lo compartís. ¿Qué harías?


a. Pensar que te ha tocado la lotería, coquetear al máximo hasta llegar a tu destino y abandonar el taxi entregándole tu número de teléfono con una sonrisa que dice claramente: «Llámame».


b. Acordarte de que tu madre no lo aprobaría, pero está lloviendo y él no parece ser un asesino en serie. ¿Qué importa?


c. Lo mandas a la porra, te metes en el taxi, y lo dejas plantado sin contemplaciones.


d. Le dejas que tome el taxi y esperas a que llegue otro.


e. Te vas andando.


Después de haber sobrevivido a las estrecheces del metro, y habiéndome equivocado de dirección sólo dos veces, finalmente emergí a la luz del día. Cuando hablo de «La luz del día», me permito una licencia poética. Realmente tuve que enfrentarme con la desapacible oscuridad del final de una fría y lluviosa tarde de noviembre. Y cuando digo «lluviosa», no me quedo corta. La lluvia fina y helada con que había abandonado Maybridge se había convertido en un auténtico aguacero casi invernal. En el campo, el cielo hubiera estado oscuro, pero en Londres las luces de neón nunca se apagaban y, además, dada la fecha, millones de bombillas se añadían al conjunto formando los más diversos motivos navideños, que se reflejaban sobre el suelo encharcado. Y había gente, miles de personas que sabían a donde iban apretaban el paso bajo la lluvia. Yo estaba delante de la estación del metro, con un callejero en la mano, intentando orientarme mientras los impacientes peatones me daban rápidos e involuntarios empujones para abrirse paso. Sobre el papel, no parecía que el piso de Sofía y Lorena Harrington estuviera demasiado lejos, pero ya me había dado cuenta de que, vistas en un mapa, las distancias podían resultar bastante engañosas. Y los problemas que había tenido en el metro para distinguir entre el norte y el sur me habían minado considerablemente mi fuerza de voluntad. Tal y como estaban las cosas, decidí que era el momento de hacer una pequeña inversión en un taxi y escruté el tráfico de la calzada para intentar detectar la pequeña luz amarilla que indicaba que uno de los taxis negros de Londres estaba libre.

Mi Vecino: Capítulo 3

«¡Pero yo no quiero irme!», grité en silencio para dejar mi orgullo a salvo. ¿Por qué no se daba cuenta de que no tenía ganas de pasármelo estupendamente en ningún sitio si no era junto a él? Todo lo que quería era que me quitara de la cabeza la idea de irme a Londres y propusiera que me trasladara a vivir con él y con su madre viuda hasta que encontráramos una casa que pudiéramos compartir los dos solos… No me molesté en hacer planes en voz alta…, ya sabía la respuesta. La señora Cooper, una insulsa hipocondríaca que nunca había conseguido recobrarse de la huida de su marido con la secretaria, me trataba amistosamente, pero yo tenía la sospecha de que bajo esa expresión edulcorada se escondía un odio profundo por mi persona y, además, una desaprobación completa de mi prolongada relación con David. Tuve la tentación de desnudarme y seducirlo allí mismo, en el garaje, pero el suelo era de cemento, hacia mucho frío y las manos de mi hombre estaban llenas de grasa de la peor especie. Solo una idiota, o una mujer desesperada, se atrevería a desprenderse de su ropa de abrigo en tales circunstancias. Y sí, yo estaba desesperada, pero a pesar de mi inexperiencia, era capaz de imaginar que nadie, en un estado próximo a la congelación, sería capaz de encender una llama de deseo.


—Tengo que confesarte que casi te envidio —dijo David—. Poder ver todos esos museos. ..


¿Museos? ¿Era esa la idea que tenía él de pasarlo estupendamente? Tuve ganas de abrazarlo, pero su mono estaba asqueroso, aunque si hubiera llevado puesto el jersey de la tía Alicia, no me hubiera importado tanto.


—Acaba de ocurrírseme que si vas al Museo de Ciencias — añadió él con cierto brío—, podrías…


¿Al Museo de Ciencias? Podría apetecerme ir a ver las joyas de la corona, pero… ¿Ir al Museo de Ciencias? Había perdido el hilo de la conversación…


—¿Me lo prometes? —pregunto él.


¿Prometer? ¿Prometer qué? Dios santo, debería haberlo escuchado.


—¿Por que no te vienes a pasar un fin de semana conmigo? — contesté, aprovechando la oportunidad—. Podríamos ver el Museo de Ciencias juntos.


Él echó un vistazo a su alrededor, incómodo.


—No creo que pudiera dejar a mi madre tanto tiempo sola, ya sabes que sufre de los nervios.


Era verdad, esa mujer había conseguido destrozar todos los planes que yo había hecho con David durante los últimos cuatro años, apelando a sus repentinas crisis nerviosas. Esa fue también la razón de que el viernes, una vez que hubieron partido mis padres, tuviera que cargar yo sola con la maleta para irme a la estación. David se había tomado la tarde libre para acompañarme, pero su madre había sufrido un pequeño ataque diez minutos antes de la hora acordada para salir. Estuve a punto de fingir yo misma otro ataque de nervios semejante, pero David tenía una expresión tan preocupada que lo dejé irse a casa para esperar al médico mientras yo llamaba a un taxi y me metía en el tren. 


Mientras Maybridge desaparecía tras una cortina de fina lluvia helada propia de cualquier tarde de finales del mes de noviembre, me acomodé con un bocadillo de queso en una mano y la revista femenina GH la otra. Descubre si eres una «Tigresa» o una «Gatita», anunciaba la portada. Yo no necesitaba cumplimentar un cuestionario para saber la respuesta. Tenía casi veintitrés años, una madre que me trataba como si tuviera cinco y un novio que no daba rienda suelta a su libido. Así que tenia que ser una «gatita», ¿no? Pues no. Una vez cumplimentada la tanda de preguntas, descubrí que había sido demasiado optimista. Yo era una «Ratoncita» y me salvaba por los pelos de ser una «Ostra». Eso explicaba por qué me iba a Londres cuando lo que deseaba de veras era permanecer en Maybridge. Eso explicaba por qué mi novio siempre anteponía a su madre. Y también explicaba por qué me iba a pasar el día de Navidad con la tía abuela Alicia, en vez de disfrutar de una tórrida noche de pasión con David. Se me manejaba con facilidad. Era muy poco exigente. Mis expectativas de futuro se arrastraban por los suelos. Fui a morder el bocadillo de queso, pero me contuve, horrorizada: el queso era el plato favorito de la especie ratonil. Tendría que haber elegido un bocadillo de carne asada con mucho picante. Pero como «Ratoncita» que era, me encantaba el queso. Debería llevar unos vaqueros de marca y tacones de aguja, en vez de unos cómodos pantalones de algodón que habían pertenecido a alguno de mis hermanos y unas zapatillas deportivas de saldo. Al fin y al cabo, estaba ahorrando para casarme, ¿No?

Mi Vecino: Capítulo 2

Pero mi madre no perdió el tiempo, recurrió a sus amigas del colegio para encontrarme alojamiento en Londres.


—El cambio de aires te sentará bien —me dijo cuando osé protestar—. Te estás anquilosando en Maybridge; además, tu carrera profesional está estancada, ya no puedes llegar más lejos en esta sucursal. Por no hablar de David, que te trata como si le pertenecieras por derecho propio. Estar separados durante una temporada será bueno para ambos, podréis aclarar sus ideas respecto al futuro.


Yo tenía muy claras mis ideas con respecto al futuro, las tenía tan claras como el día en que había cumplido diez años, pero mi madre me echó una mirada de seria advertencia que no me permitió seguir discutiendo con ella. Una mirada que decía: «Yo sé muy bien qué es lo que te conviene». Quizá pensaba que David daría algún paso adelante en nuestra relación al sentir mi ausencia. Yo tenía casi veintitrés años y aún era virgen… Estaba desesperada por conocer los secretos del amor cuerpo a cuerpo. Aún así, me costó trabajo admitir que mi madre pudiera tener razón en cuanto a lo atrofiada que parecía mi rutinaria vida, dado que ella había vivido casi cuarenta años con el mismo hombre en la misma casa. No es que la criticara, al contrario, eso mismo era lo que deseaba hacer yo: Pasar toda la vida junto a un solo hombre formando una familia. Y David tenía la misma idea, al menos eso decía. El único problema era que él no estaba haciendo absolutamente nada para consolidar nuestra relación de pareja. Al fin y al cabo, era posible que mi escapada a Londres lo hiciera reflexionar. Fui a buscarlo y lo encontré en el garaje de su casa, como de costumbre, limpiando y ensamblando piezas en el viejo Austin de l922. Le comuniqué la noticia y contuve el aliento.


—¿A Londres? —preguntó con esa expresión tan dulce e inocente que le era tan propia y que yo adoraba. Era un hombre muy apuesto: Alto, musculoso y de cabello rubio y ensortijado. Pero nunca había tenido que disputármelo con ninguna otra chica. Él sólo había tenido ojos para mí desde la más tierna infancia—. ¿Qué demonios piensas hacer en Londres?


«¡Oh, no!», pensé yo. Había supuesto que David soltaría todasgrasa y proclamar al mundo algo como; «Tú no te vas a ninguna parte sin mí».


—Voy a escalar puestos en la central del banco —contesté yo irritada—. A darme un paseo, a cambiar de aires, a divertirme un poco —añadí intentando provocarlo.


David frunció el ceño, no porque le disgustara que yo pensara divertirme, sino por algo más grave.


—¿Te vas para siempre?


Durante un instante creí que al fin se aclararían las cosas entre nosotros. Pensé que él acababa de darse cuenta de que si no hacia algo inmediatamente yo podría desaparecer y no volver nunca más. Soñé que soltaba las herramientas, me estrechaba entre sus brazos, etc., etc.


—Sí —contesté, dando por supuesto que si realmente quería hacer carrera, jamás podría volver a una sucursal tan pequeña como la de Maybridge. Era algo que podía haber decidido hacía años, pero la rutina del pueblo me resultaba cómoda. A diferencia de mis hermanos, no corría ni una sola gota de sangre aventurera por mis venas. Sólo había tomado el avión una vez, tan aterrorizada que me había puesto enferma. Jamás repetiría semejante experiencia. Además, me gustaba vivir en casa—. Puede que haya llegado el momento de cambiar de hábitos —añadí, esperando que el hiciera cualquier cosa para disuadirme. Un lamento de pesar podría ser un buen comienzo para empezar a planear un viaje a Bali durante el cual casarnos en una playa bajo la luz de la luna.


Se retiró el flequillo con las manos llenas de grasa y un gesto adorable.


—Supongo que debo felicitarte. Te echaré de menos —yo sonreí, antes de darme cuenta de que me había pasado de lista—, pero así tendré más tiempo para dedicárselo al coche.


¿Qué? Ya pasaba todo su tiempo libre debajo del capó de ese coche.


—Gracias —dije rechinando los dientes.


—Así que a Londres —repitió David, como si se tratara de una lejana y extraña ciudad mitológica en vez de una metrópoli llena de actividad situada a tan solo una hora de tren desde Maybridge—. Estoy seguro de que te lo pasarás estupendamente.


Mi Vecino: Capítulo 1

Tu casa está en llamas y sólo tienes tiempo de llevarte una prenda de vestir ¿Qué elegirías?


a. La explosiva minifalda violeta de cuero que consigue que todos los hombres vuelvan la cabeza para mirarte por la calle.


b. Ese vestido negro carísimo que queda bien en cualquier ocasión.


c. Aquellos pantalones de deporte viejísimos que llevabas puestos el día que conociste al hombre de tu vida.


d. La falda de un conocido diseñador italiano que compraste en unas rebajas. Jamás volverás a tener una oportunidad semejante.


e. El jersey de lana que tricotó tu abuela para regalártelo en tu ultimo cumpleaños.


—¿Estás segura de que no quieres llevarte este jersey, Paula?


La tía Alicia se alegraría mucho si te lo pusieras el día de Navidad. Mi madre levantó la vista al ver que yo no respondía y me pilló hojeando la revista femenina que ella misma me había comprado para que me entretuviera durante el viaje.


—Reserva la revista para el tren, cariño —me dijo, como si fuera una niña de cinco años en vez de toda una mujer de casi veintitrés—, si no te aburrirás.


Resistí heroicamente la tentación de decirle que, aunque era la más pequeña de cinco hermanos y la única que no podía presumir de haber sobresalido con una carrera universitaria fulgurante, me sentía perfectamente capaz de comprarme una revista yo misma. La miré y me dí cuenta de que la pregunta había sido meramente retórica, puesto que ella ya había adivinado cual sería mi respuesta. Descarté el jersey inmediatamente. Ese jersey había estado rondando en torno a mí como si fuera un fantasma desde que mi tía abuela Alicia lo había tricotado. Era esponjoso como una nube y de color azul cielo. Lo detestaba. De hecho, ya había pensado meterlo junto a otras cosas en una caja de cartón para olvidarlo en el desván, con la esperanza de que una sabia polilla lo eligiera para depositar sus huevos.


—Deberías haber comprado una maleta nueva —insistió mi madre por enésima vez—. Me parece que esta cremallera no es muy segura.


—No le pasa nada a la cremallera —protesté—. Me voy en tren a Londres, no voy a volar hasta las antípodas, como ustedes.


Mis padres habían decidido abandonarme y dejarme al cuidado de unas desconocidas mientras ellos daban la vuelta al mundo para visitar al resto de mis triunfadores hermanos, que andaban desperdigados per varios países. Mi padre se acababa de prejubilar y mi madre había decidido que había llegado el momento de divertirse un poco y visitar a mis tres inteligentes y aventureros hermanos en Nueva Zelanda, California y Sudáfrica, respectivamente, y a mi igualmente inteligente, guapa y aventurera hermana, casada en Australia. Se habían pasado los últimos treinta y cinco años de su vida atendiendo la casa familiar y, según ellos, les había llegado el turno de divertirse un poco. Y yo era el único impedimento. A mis veintidós años aún vivía en la casa paterna, aún salía con el hijo de los vecinos, sin atisbar ni la menor sombra de una futura boda. Pero eso no era lo peor. Yo había pensado que se marcharían contentos de dejarme al cargo de la casa. Además, estando sola en casa podría intentar movilizar un poco las cosas con Don, sacarle la cabeza de debajo del capó del viejo Austin que llevaba años reparando, arrancarlo de las fauces de su madre e inyectar un poco de vitalidad física a nuestra relación. Pero el tipo que había reemplazado a mi padre en el trabajo deseaba alquilar una casa por la zona y darse tiempo para estudiar el mercado inmobiliario antes de comprar una vivienda definitiva para su familia. El trato se había cerrado sin consultarme. Apelé a mi madre, pero me contestó que el asunto no tenía nada que ver con ella. Y en ese momento, se produjo una de esas casualidades de la vida que nos hacen pensar en el destino: Mi jefe en el banco, que jugaba al golf con mi padre todos los domingos, me propuso que me trasladara a la central de Londres en comisión de servicio durante seis meses. Me aseguró que era una oportunidad de oro para hacer méritos y empezar a subir en el escalafón de la entidad bancaria, algo que yo había estado rehuyendo durante los dos años anteriores porque la promoción profesional significaba tener que abandonar Maybridge.

Mi Vecino: Sinopsis

Una chica inocente en la gran ciudad.


No llevaba ni un día en Londres y ya había conocido a un hombre peligrosamente guapo, se había enterado de que era su vecino y le había enseñado su ropa interior…. No estaba nada mal para una recién llegada a la ciudad.


Paula era joven, independiente y soltera; desde luego no estaba buscando al hombre perfecto. Pero ¿Qué podía hacer si daba la casualidad de que el tipo más sexy del mundo vivía en la casa de al lado? El problema era que estaba segura de que alguien así jamás se dignaría a mirar siquiera a una mujer como ella…; necesitaba el consejo de sus compañeras de piso. Aunque lo que más necesitaba era algo de atención por parte del atractivo desconocido que estaba destinado a convertirse en su marido…

jueves, 24 de noviembre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 53

 —¿Quién?


—No juegues conmigo, Paula. Iván, por supuesto. Dijiste que ibas a verlo el viernes por la noche.


—Yo no te he dicho eso.


—Sí... Bueno, lo ponía en tu diario.


—¿Has leído mi diario? —repitió ella, atónita.


-Sí, he leído tu maldito diario. Hace un momento. Estaba en el suelo y yo iba a sacar a Frida y...


—¿Qué?


—Que ví lo de: Rescatar al doctor Alfonso. Y para tu información, para mí no fue solo sexo, hicimos el amor, Paula —dijo entonces Pedro con una ternura que ella casi había olvidado—. Hicimos el amor, ¿Verdad?


Ella lo miró a los ojos, intentando contener las lágrimas.


—Yo pensaba que sí.


—Y tenías razón. Pero es que, con Iván siempre rondándote, me pareció que... Que no estaba bien.


—¿Por qué?


—Porque eras de Iván...


—Yo no soy de nadie —lo interrumpió Paula.


—No te me pongas feminista ahora, ya sabes a qué me refiero.


—Sí, lo sé. Y no soy de Iván. Ni siquiera me he acostado con él.


—¿No?


—No. Y nunca lo haré.


Pedro la miró, atónito, incapaz de creer lo que estaba oyendo.


—Pero dijiste... ¿No tenías que darle una respuesta?


Paula soltó una carcajada.


—No te rías. Esto es muy serio.


—Iván tenía entradas para un concierto de rock… Pero como a mí no me apetecía, ha ido con mis amigos. Por cierto, me ha dejado un par de entradas, por si quería ir contigo.


—¿Qué? 


—Lo que has oído. Iván es un estirado, pero también es una persona generosa y...


Pedro la estrechó en sus brazos.


—Paula, mi amor.


—No quiero más peleas. Nunca más.


—Yo tampoco. Te quiero, Paula Chaves—dijo Pedro en voz baja—. Siento mucho no habértelo dicho antes, pero pensé que estabas enamorada de Iván y no quería hacer el ridículo.


—Ese tonto orgullo —sonrió ella, feliz.


—¿Me perdonas?


Paula tomó su cara entre las manos y lo miró a los ojos.


—Sí, doctor Alfonso. Te perdono... Pero tienes que decirme que me quieres tres veces al día, para que no se me olvide.


—Y tú tienes que hacer lo mismo.


—Te quiero. Te quiero. Te quiero —sonrió ella—. Ahora tú.


Pedro buscó sus labios para besarla con todo el amor y la ternura que llevaba dentro.


—Te quiero —murmuró.


—Y yo a tí, tonto.


Después, varias horas después, Paula aceptó casarse con él.


—Te quiero, Paula —sonrió Pedro. 






FIN

Quédate Conmigo: Capítulo 52

Pedro siguió leyendo:  "Pedro me ha besado. No sé si quería hacerlo y no sé si ocurrirá otra vez, pero tengo la impresión de que necesita que lo rescaten de sí mismo. Esa podría ser mi próxima misión: Rescatar al doctor Alfonso". ¿Rescatarlo de sí mismo? ¿Tan patético era? Sí, tuvo que reconocer. Patético y estúpido. Dejar escapar a una mujer como Paula... Pedro siguió leyendo hasta llegar a una de las últimas páginas: "Anoche hicimos el amor. Al menos, yo pensé que habíamos hecho el amor. Pero quizá para él solo ha sido sexo". Había algo tan tierno en aquella declaración que los ojos de Pedro se humedecieron. Una de las frases parecía borrosa, como si sobre ella hubiera caído una lágrima de Paula. Pedro tragó saliva mientras seguía leyendo: "Iván viene mañana a comer porque quiere preguntarme una cosa. Espero que no sea lo que me temo. Amanda y Pegaso han tenido un dramático accidente en la carretera esta mañana. Pensé que habían muerto los dos, pero creo que van a ponerse bien. Oh, Pedro, te amo, pero me vuelves loca. ¿Por qué no me abres tu corazón? Pensé que había algo muy especial entre tú y yo, pero quizá me he equivocado". ¿Te amo?, Pedro tuvo que toser para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Después de eso solo había escrito: "Me rindo. No puedo rescatarlo, es imposible. Este fin de semana me voy a Londres. Estoy harta. Le he dicho a Iván que sí y nos veremos mañana por la noche. Al menos con él no tengo que estar preguntándome cada cinco minutos si le gusto o no le gusto". Pedro hubiera querido ponerse a gritar. Tenía que darle una oportunidad, tenía que hablar con ella antes de que fuera demasiado tarde. ¿Qué significaba ese «Sí» a Iván? ¿Que iba a acostarse con él, que quería vivir con él?  ¿Que iba a casarse con él? Después de tomar a Frida en brazos, salió de la casa a toda prisa.


—Sé bueno, Simba. Y tú también, Frida. Volveré mañana por la mañana pase lo que pase. Les dejo comida y agua para todo el día.


Después de tomar la tarjeta de Iván, que Paula había pegado a la nevera, cerró la puerta con llave y entró en el jeep. Tendría que pasarse por la clínica para buscar la dirección de ella. No debería conducir, pero era una emergencia. Tenía que hablar con Paula antes de que hiciera algo irrevocable. ¿Cómo qué? ¿Acostarse con Iván? La idea de que Iván la tocara le ponía la piel de gallina.


—Es mía —murmuró—. No te atrevas a tocarle un pelo, bastardo.


Pedro conducía a más velocidad de la debida en aquella horrenda carretera, pero tenía prisa. Nunca antes había tenido tanta prisa. Entró en la clínica, le pidió a la recepcionista la dirección de Lucie en Londres y después tomó la autopista como un rayo. Llegó en un tiempo récord, probablemente dejando atrás docenas de multas por exceso de velocidad que el radar de la policía habría captado, pero le daba igual. Paró un momento para mirar el plano y al cabo de diez minutos estaba frente a la casa de Paula. Y allí, aparcado, estaba su coche. Pedro estacionó en el primer sitio que encontró, seguramente en zona prohibida. Mientras se acercaba al portal, iba pensando si ella estaría allí, si estaría con Iván...


—¿Quién es? —escuchó su voz por el telefonillo. 


—Paula, soy Pedro. Abre.


Él subió las escaleras de dos en dos, con el corazón en la garganta.


—¿Pasa algo? —le preguntó Paula, con cara de susto.


Pedro pasó a su lado, abriendo todas las puertas, registrando...


—¿Qué haces?


—¿Dónde está? 

Quédate Conmigo: Capítulo 51

Cuando fue a abrir la nevera, vió la nota en le tras rojas: "Llamar a Iván para darle una respuesta".


Con cuidado, guardó la leche, cerró la puerta e hizo un esfuerzo para controlarse. Iván otra vez. ¿Qué respuesta tenía que darle?


—La verdad es que debería irme a dormir —dijo entonces, con una voz que parecía llegar desde muy lejos.


—¿Qué?


—No puedo quedarme. No me encuentro bien.


Paula lo miró, incrédula.


—¿Te importa si uso el teléfono? —le preguntó.


—Claro que no.


Volvieron a su casa en silencio y, cuando entraron en la cocina, Pedro se inclinó para ponerse las botas.


—¿Dónde vas?


—A pasear un rato con Simba.


—¿Otra vez? —preguntó Paula, sin poder disimular la ironía. Estaba empezando a hartarse de aquella situación—. Hola, Iván. Soy Paula — dijo, antes de que Pedro pudiera escapar—. Y la respuesta es sí.


Pedro cerró de un portazo y salió prácticamente corriendo hacia el río, con Simba detrás. «La respuesta es sí». ¿Qué habría querido decir?, se preguntaba, angustiado. Por favor, que no fuera lo que temía, que no fuera eso... iba rezando mentalmente. 


Paula colgó el teléfono y miró por la ventana. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? Tenía que ser Iván, se dijo. Tenía que ser eso. Volvió a su casa y después de limpiar los platos encendió un rato la televisión. Cuando iba a meterse en la cama, vió a Pedro por la ventana volviendo del paseo, exhausto. Idiota. Nunca se curaría los brazos si seguía portándose como un crío. Cerró las cortinas, tomó su diario y se puso a escribir:  "Me rindo. No puedo rescatarlo, es imposible. Este fin de semana me voy a Londres. Estoy harta. Le he dicho que sí a Iván, así que nos veremos mañana por la noche. Al menos con él no tengo que estar preguntándome cada cinco minutos si le gusto o no le gusto". Tiró el diario al suelo y se quedó mirando a la pared, con los ojos llenos de lágrimas. A la porra Pedro, a la porra todos los hombres. Solo daban problemas. Pero era un hombre que valía por cien y no podía quitárselo de la cabeza. Derrotada, dejó que las lágrimas rodaran por su rostro hasta que se quedó dormida. Por la mañana, guardó un par de cosas en su bolsa de viaje y salió de la casa. Al menos tenía todo el fin de semana para que se le pasara el enfado antes de volver a intentarlo. Si volvía a intentarlo. En aquel momento, no estaba segura de querer hacerlo.


—¡Frida! ¿Cómo has entrado ahí?


La gata lo miraba desde la ventana de la cocina de Paula y Pedro tuvo que ir a su casa para buscar la llave. Debía haberse metido antes de que ella se fuera a Londres, pensó, sintiendo un nudo en el estómago. Paula, en Londres. Con ese Iván. Cuando entró en la casa para rescatar a Minnie, la gata se fue corriendo a la cama. Pedro fue tras ella y un libro tirado en el suelo llamó su atención. Cuando lo tomó, se dio cuenta de que era un diario. El diario de Paula. No pudo evitarlo y miró una de las páginas: "Rescatar al doctor Alfonso", leyó. ¿Rescatarlo a él? ¿De qué?


Quédate Conmigo: Capítulo 50

Podía oír su voz al otro lado de la puerta y, aunque no entendía lo que estaba diciendo, la oía reír, una risa que era como un cuchillo en su corazón. Tragando saliva, miró hacia el río, que nunca sería el mismo después de haber paseado con ella. Aún podía verla, iluminada por los primeros rayos del sol, con el pelo como un halo de rizos oscuros. Paula colgó el teléfono y después de decirle unas palabras cariñosas a Simba, llamó a la puerta.


—¿Alguna noticia de Amanda? —preguntó, entrando en el cuarto de estar sin esperar a ser invitada.


—Está mucho mejor.


—Había pensado ir a verla al hospital. Supongo que tú también querrás venir.


Como si hubiera leído sus pensamientos.


—La verdad es que sí, pero había pensado ir en taxi para no molestarte.


—No me molestas.


Pedro no podía negarse porque habría sido absurdo. Aunque, últimamente, hacía muchas cosas absurdas, pensó.


Llegaron al hospital a las seis y Amanda, aunque dolorida y cansada, se alegró mucho de verlos. Paula le había llevado un ramo de flores y Pedro colgó la tarjeta junto con otras que la joven había recibido. Seguía llevando el collarín y tenía las piernas escayoladas, pero les dijo que lo peor era el aburrimiento.


—¡Y solo han pasado unos días! —exclamó—. No sé qué voy a hacer cuando lleve aquí un mes.


—Ya veras cuando los fisioterapeutas te pongan la mano encima. Entonces, desearás volver a la cama —sonrió Paula.


—De todas formas, es culpa mía. Iba galopando como una loca al borde de la carretera. ¿Saben con qué tropezó Pegaso? 


—Con una pieza de metal escondida entre la hierba —contestó Pedro— . He hablado con los granjeros de alrededor y hemos decidido limpiar el camino entre todos.


—¿Qué saben de mi caballo?


—Lo han operado y parece que está mejor. No saben cómo va a curarse la fractura, pero esperan que salga bien. Es un animal muy fuerte.


Media hora después, Amanda parecía cansada y se despidieron. Cuando estaban a punto de salir de la habitación, la joven tomó la mano de Pedro.


—Gracias por todo. Me han dicho que me salvaron la vida.


Los ojos de Amanda estaban llenos de lágrimas y él se inclinó para darle un beso.


—Nos dedicamos a eso, tonta. Y, por cierto, tenemos que pasarte la factura.


—Cuídate —le dijo Paula.


En el pasillo se encontraron con los padres de Amanda. De nuevo, otra ronda de agradecimientos.


—¿Te apetece cenar en algún sitio? —preguntó Pedro cuando salían del hospital.


Paula lo miró, sorprendida. ¿Querría hacer las paces? ¿Querría hablar de lo que había pasado el viernes por la noche? ¿O simplemente tenía hambre? Daba igual. Ella también estaba hambrienta.


—Vale. Tú eliges.


Fueron a un restaurante indio y descubrieron que los dos sentían pasión por el pollo al curry y el arroz basmati. Paula se preguntó cómo podían tener tantas cosas en común y, sin embargo, ser incapaces de decir lo que realmente pensaban después de haberse entregado el uno al otro como lo habían hecho. Mientras cenaban, hablaron sobre trivialidades intentando no estropear la tregua. Pero cuando llegaron a casa, Paula decidió arriesgarse.


—¿Te apetece un café? 


—No, gracias —contestó él—. Tengo que escribir un par de cartas y tardo siglos en hacerlo. Quizá otra noche.


—Muy bien —dijo Paula, intentando disimular la desilusión.


Media hora después estaba en la cama, con el diario sobre las rodillas, escribiendo: "Ha sido una cena muy agradable, pero izo hemos hablado de lo que deberíamos hablar. ¿Qué nos pasa? Tengo que llamar a Iván mañana para hablar sobre el concierto del sábado. Espero que no se me olvide". 


Pero se le olvidó. Se le olvidó el miércoles y el jueves. Por la noche, puso una nota en la nevera en grandes letras rojas: Llamar a Iván para darle una respuesta. Aun así, se le olvidó. Pedro y ella seguían disfrutando de una tregua y, cuando volvieron a casa por la noche, Paula sintió el impulso de invitarlo a cenar.


—No tengo muchas cosas en la nevera, pero seguro que puedo preparar algo decente.


—Vale. Voy a dar un paseo con Simba y enseguida vuelvo.


Cuando llamó a la puerta, Paula tenía preparado un plato de pasta con huevos y beicon que tenía muy buena pinta. Mientras cenaban, Pedro se preguntó si Iván sería realmente importante para ella o tenía alguna oportunidad. Pero no sabía cómo averiguarlo. Paula se levantó para hacer el café y él la siguió, con los platos en la mano.


—¿Por qué no haces tú el café mientras yo friego los platos?


Se había hecho una coleta y Pedro no pudo evitar inclinarse y darle un beso en la nuca.


—Tengo una idea mejor —dijo, tomándola en sus brazos. La besó con suavidad, casi con timidez, pero le temblaban las piernas al hacerlo.


—Mejor nos olvidamos del café y de los platos, ¿Te parece? —sugirió ella.


—Voy a guardar la leche —sonrió Pedro. 

Quédate Conmigo: Capítulo 49

El ambiente entre ellos siguió tenso durante unos días, pero Paula se negaba a dejarse afectar. Cuanto más lo ignoraba, más atención le prestaba Pedro. Al menos podían hablar del trabajo con naturalidad y eso los mantenía ocupados. El martes por la tarde, fue a buscarla y le preguntó si quería ir con él a visitar a Carlos.


—Le han hecho la angioplastia y acaba de volver del hospital. Supongo que se alegrará de tener compañía.


—Y tú podrás robar un par de tiestos, ¿No? —intentó bromear Paula— . Podrías devolverles los que trajiste el otro día. Están secos.


—Es que no he tenido tiempo de plantarlos. Podrías haberlos regado tú.


—Y también podría pintarte la casa y lijar el suelo, pero no me da la gana hacerlo. ¿Nos vamos?


—Solo si me prometes no decirle a Pamela que se me han muerto los geranios.


—No pensaba chivarme —dijo ella, sacando las llaves de su coche—. ¿Vienes conmigo o vas andando?


—Voy contigo.


Poco después, llegaban frente a la casa, rodeada de un precioso jardín. Habían pasado cinco semanas desde que conoció a aquel encantador matrimonio y, en el mes de mayo, las flores empezaban a florecer por todas partes. Era tan diferente de los aburridos jardines de Londres, tan estirados, tan colocados... Allí todo crecía sin orden, pero con un colorido que alegraba la vista. Pamela abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.


—Carlos está deseando hablar con alguien que no sea yo. Está en el jardín, plantando rosas. ¿Lo pueden creer? Está de maravilla, parece otro hombre. Salgan al jardín mientras yo preparo el té.


Encontraron a Carlos plantando semillas. El hombre se incorporó al verlos, sonriente. 


—Hola. ¿Cómo están?


—Muy bien. Pero el que tiene buen aspecto eres tú.


—La verdad es que me encuentro estupendamente, gracias a esta jovencita. Voy a darte un beso —anunció el hombre—. Muchas gracias por convencerme.


Pedro soltó una carcajada. La primera que Paula había oído en muchos días.


—¿Y a mí qué?


Carlos se encogió de hombros.


—A tí no te beso. Tú eres un médico estupendo, pero fue Paula quien averiguó por qué no quería ponerme el marcapasos. Las mujeres son más perceptivas, ya sabes.


—Pues me alegro mucho de haber podido hacer algo —sonrió ella.


—Ah, aquí está Pamela con el té. Vamos a sentarnos bajo la higuera.


Estuvieron charlando durante mucho rato y Carlos les contó los planes que tenía de volver a trabajar, llevar a su mujer de vacaciones... Parecía otro hombre y Pamela no podía disimular su alegría. Pedro se mantuvo en silencio durante el camino de vuelta. De nuevo volvía a estar ausente, distante. Cuando llegaron a la casa, estaba sonando el teléfono.


—Es para tí. Iván —dijo él, con una expresión de disgusto que a paula no le pasó desapercibida.


¿Sería Iván la razón para su frialdad?, se preguntó. Paula entró en la casa y, como había ocurrido unos días antes, Pedro cerró la puerta del cuarto de estar y encendió la televisión.


—Hola, Iván.


—Hola Paula. ¿Cómo estás?


—Bien. ¿Y tú?


El maldito Iván otra vez, pensó Pedro, mirando por la ventana. Echaba de menos a Pegaso piafando en el establo. Aún no sabían qué posibilidades tenía de sobrevivir, pero Amanda estaba mejorando mucho. Y conociendo a los fisioterapeutas del hospital, estaría corriendo dentro de pocos meses. Le hubiera gustado ir a verla, pero no quería pedirle a Paula que lo llevara en el coche. 

martes, 22 de noviembre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 48

 —Iván, ya hemos hablado de esto un millón de veces. No estamos hechos el uno para el otro.


—¿Y Pedro?


¿Pedro? Pedro era maravilloso, el mejor amante que hubiera podido soñar, el hombre más tierno y... Más complicado que había conocido nunca.


—¿Por qué lo preguntas?


—Porque quiero saber si estás con él o tengo alguna oportunidad. Quiero verte, Paula. Necesito preguntarte una cosa.


Aquello era espantoso... ¿O no? Quizá un poco de competencia haría que Pedro abriera los ojos de una vez.


—Muy bien. Puedes venir a comer mañana. A la una.


—Estupendo. Yo llevaré la comida.


—De acuerdo. Hasta mañana entonces.


Después de colgar, Paula miró la puerta del cuarto de estar y se encogió de hombros. Volvió a su casa y se metió en la cama, escondiendo la cabeza bajo la almohada. Había pensado que estaban llegando a alguna parte, pero Pedro se portaba como si fueran extraños. ¿Cómo podía decir que no deberían haber hecho el amor?, se preguntaba. Había sido la experiencia más hermosa de su vida y estaba segura de que lo había sido solo para ella. Pero el dolor que había visto en los ojos del hombre era debido a algo que ella desconocía. Quizá una mujer en su pasado. Quizá le habían hecho mucho daño y no podía enfrentarse con otra historia de amor. Paula no quería ni pensar que hubiera pensado en aquella otra mujer mientras estaba con ella. ¿Era por eso por lo que no había querido verla por la mañana? Angustiada, se secó las lágrimas con el camisón. Pero le resultaba imposible dormir porque las sábanas olían a él, a su colonia, a su cuerpo. Angustiada, tomó su diario y escribió: "Anoche hicimos el amor. Al menos, yo pensé que habíamos hecho el amor. Pero quizá para él solo ha sido sexo".  Una lágrima cayó sobre el papel, pero Paula decidió seguir escribiendo: "Iván viene mañana a comer porque quiere preguntarme una cosa. Espero que no sea lo que me temo. Amanda y Pegaso han tenido un dramático accidente en la carretera esta mañana. Pensé que habían muerto los dos, pero creo que van a ponerse bien. Oh, Pedro, te amo, pero me vuelves loca. ¿Por qué no me abres tu corazón? Pensé que había algo muy especial entre tú y yo, pero quizá me he equivocado". Paula volvió a dejar el diario sobre la mesilla, apoyó la cabeza sobre la almohada y lloró hasta quedarse dormida.


Iván llegó a la una en punto. Pedro vió el coche por el camino cuando se disponía a rellenar con tierra alguno de los baches. Pero después de ver el deportivo, decidió no hacerlo. Quizá así Iván dejaría de ir a visitar a Paula. O se metería en un bache tan profundo del que nunca podría salir. Eso sería lo mejor. Furioso, tiró al suelo la pala y cerró la ventana. Pero tuvo tiempo de ver a Paula recibir a Iván con un beso en la mejilla. Al menos no era un beso como los que ellos se habían dado dos noches atrás. O quizá Iván era demasiado educado como para hacerlo en público. Cuando aquel estirado abrió el maletero y sacó una ridícula cesta de mimbre, estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Dónde creía que estaba, en una mala película sobre la aristocracia inglesa? Pero, por muy ridículo que le pareciera, quien se iba con Paula era Iván. Y él se quedaba solo. 

Quédate Conmigo: Capítulo 47

 —En el quirófano. Tiene fractura de pelvis, se ha roto el fémur de la pierna derecha y la tibia de la izquierda. Me temo que va a tener que estar en el hospital durante mucho tiempo.


—Pobrecilla.


Pedro miró su reloj, o más bien, donde solía llevar el reloj, y al recordar que se le había roto dejó escapar un suspiro.


—Supongo que no querrás venir conmigo al pueblo. Tengo que comprar un reloj.


—Claro que sí —dijo Paula.


Le dolían los pies con aquellas botas nuevas, pero lo intentaría. Quería estar con él, quería intentar que aquella relación que había empezado la noche anterior siguiera adelante. Era muy importante para ella. No sabía qué le había pasado a Pedro para que hubiera cambiado de actitud repentinamente, pero tenía que averiguarlo. Y si no podían mantener una relación amorosa, al menos quería que volvieran a ser amigos. No podía soportar aquella actitud fría y distante. Pedro se sentía enfermo. Paula era tan cálida, tan cariñosa... Era como si Iván no existiera. ¿Cómo podía ser tan frívola? Él decidió no pensar en ello, pero le resultaba imposible. Absolutamente imposible. Así que se encerró en sí mismo y tuvo que soportar las miradas sorprendidas de ella durante todo el día. Encontró un reloj, muy parecido al que se rompió al caerse de la escalera, pero le puso una cadena ajustable para que no le hiciera daño en la muñeca.


—Todavía la tienes un poco hinchada —dijo ella.


—No me extraña. Si no paro de hacer cosas con la mano... Pero no tengo más remedio, no me gusta depender de nadie.


—Podrías pedirme ayuda a mí —murmuró Paula.


—Lo he hecho demasiadas veces —la cortó Pedro.


Se sentía como un canalla, pero tenía suficientes problemas con sus emociones como para preocuparse por las de ella. No podía dejar de pensar en Iván y, al hacerlo, apretaba inconscientemente los puños.


—¿Por qué te pones así? 


—Vámonos a casa —dijo él, cortante. Al ver la mirada triste en sus ojos verdes, suspiró, frustrado—. ¿Necesitas comprar algo en el pueblo?


—No. Podemos irnos si quieres.


Volvieron en silencio y, cuando llegaron frente a la casa, Paula se excusó diciendo que tenía cosas que hacer. Pedro entró en la cocina, acarició a Simba y encendió el contestador. Nada. Ningún mensaje, ninguna distracción, nada que lo hiciera dejar de pensar en la hermosa noche que había pasado con ella. Sin pensar, dió un puñetazo sobre la mesa y después tuvo que ahogar un grito de dolor. No había nada que lo impidiera competir con Iván... Nada, excepto su orgullo. Pero Iván tenía un coche que valía una millonada y estaba seguro de que no vivía en una casa destartalada en medio de ninguna parte. No podía competir con él por el corazón de una chica como Paula y no pensaba intentarlo siquiera. Tendría que aceptar lo que ocurrió la noche anterior como algo que no debería haber pasado y guardar el recuerdo en su corazón para siempre. Después de encender la chimenea, se preparó algo de comer, abrió una botella de whisky y se sentó frente a la televisión. Pero nada podía hacer que dejara de pensar en ella, ni las noticias, ni las películas ni los aburridos y pueriles concursos. Estaba a punto de meterse en la cama cuando sonó el teléfono. Era, de entre todas las personas que podrían haber llamado, Iván.


—Hola, ¿Puedo hablar con Paula?


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Descalzo, salió de la cocina y llamó a la puerta de Paula. Cuando ella abrió, con ojitos de sueño, hubiera dado cualquier cosa por estrecharla en sus brazos. Pero no lo hizo.


—Iván está al teléfono —dijo, antes de darse la vuelta, sin fijarse en las piedras que se clavaban en sus pies descalzos.


Paula lo siguió y Pedro, que no quería escuchar la conversación, cerró la puerta del cuarto de estar y subió el volumen del televisor.


—¿Iván? ¿Qué ocurre?


—Te echo de menos. 

Quédate Conmigo: Capítulo 46

 —¿Respira?


—Sí. Le he dado un masaje cardiorrespiratorio y está descansando.


En ese momento, Amanda abrió los ojos.


—Pedro, cuida de Pegaso...


—Lo haré.


—Por favor...


—Ya he llamado al veterinario, no te preocupes.


En el hospital me han dicho que van a enviar un helicóptero porque la carretera es muy mala.


—Espero que lleguen cuanto antes —dijo Paula.


—Hay que ponerle suero.


—Lo sé. ¿Puedes sujetarle el cuello mientras lo hago?


Mientras Pedro sujetaba la cabeza de Amanda, Paula abría el maletín.


—Les he dicho que traigan fluidos porque imagino que habrá un colapso circulatorio.


—Tiene la tensión bajísima —murmuró ella, preocupada—. ¿Dónde está ese helicóptero?


—No tengo ni idea. Pero Pegaso se va a asustar cuando lo oiga.


—¿Puedes llevártelo al establo? —preguntó Paula, mientras le ponía a Amanda una vía intravenosa.


—¿Y dejarte sola?


—Esto ya está. Solo falta que venga el maldito helicóptero.


Pedro se acercó a Pegaso y acarició su cuello, intentando calmar al aterrorizado animal. El caballo iba cojeando, con una pata en el aire, y Paula tuvo que apartar la mirada. Cuando el helicóptero apareció sobre sus cabezas, él estaba de nuevo a su lado.


—Gracias a Dios.


—Me he encontrado al veterinario al lado de casa. Él se encargará de Pegaso —le gritó Pedro para hacerse oír por encima del ruido de la hélice.


Paula agachó la cabeza, asustada.  Unos minutos después, Amanda estaba en una camilla con las piernas entablilladas y un collarín sujetando su cuello. Cuando el helicóptero desapareció, Pedro y Paula se quedaron mirando al cielo, conmocionados.


—Tengo que llamar a su madre. Tendrá que hablar con el veterinario y tomar una decisión sobre Pegaso.


—¿Con qué se ha tropezado? —preguntó Paula.


Empezaron a mirar alrededor y poco después descubrieron medio escondida entre la hierba una enorme pieza de metal oxidado, posiblemente los restos de una máquina de alguna de las granjas. Seguramente llevaba allí años. Había sido mala suerte que Pegaso se tropezara con ella. Podría haberles costado la vida a los dos. Paula se estremeció. Y pensar que ella había sentido envidia al verlos... Cuando volvieron a la casa, encontraron al veterinario en el establo acariciando a Pegaso.


—¿Cómo está? —preguntó Pedro.


—Se ha roto la pata y no es una fractura limpia. Lo normal en estos casos es sacrificar al animal, pero no puedo hacerlo. Tengo que hablar con Amanda.


—Supongo que ella querrá salvar la vida de Pegaso a toda costa.


—Voy a llamar a la clínica para que traigan un remolque, pero tendrán que poner algún tipo de sujeción. El pobre animal no puede viajar en ese estado.


El veterinario entró con ellos en la casa y Pedro llamó a los padres de Amanda para contarles lo que había pasado. Después de insistir en que su hija iba a ponerse bien, les habló sobre Pegaso y, como había supuesto, ellos le rogaron que hiciera lo posible por salvar la vida del animal. Una hora después, llegaba un remolque de la clínica veterinaria para llevarse al caballo.


—Voy a llamar al hospital —murmuró Pedro.


Unos minutos después, colgaba el teléfono y se sentaba frente a Paula, que estaba tomando una taza de té.


—¿Cómo está Amanda? 

Quédate Conmigo: Capítulo 45

Era un sitio precioso, tranquilo, lleno de paz. Pedro estaba parado a unos metros de ella, observando el agua. Cuando volvió la cabeza, Paula se dijo a sí misma que había imaginado el dolor que veía en sus ojos. ¿Era un gruñón, un hombre insociable? ¿O tendría miedo de algo?, se preguntó. Paula se acercó a él y, aquella vez, Pedro la esperó.


—Esto es precioso.


—Suelo venir aquí todos los días. En invierno es más difícil porque se hace de noche enseguida. A veces parte del río se congela y los pájaros patinan buscando comida. Y, por supuesto, Simba se dedica a perseguirlos. Paula sonrió. Cuando Pedro le devolvió la sonrisa, levantó una mano para acariciar su cara.


—Esta mañana no me has dado un beso —murmuró, poniéndose de puntillas.


—Paula... —murmuró él, enredando los brazos alrededor de su cintura. La besó con tal ternura, con tan temblorosa excitación, que los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


Pero cuando levantó la cabeza, vió de nuevo dolor en sus ojos.


—¿Qué te pasa?


—No deberíamos haber hecho el amor —dijo Pedro, con voz ronca. A Paula se le doblaron las rodillas. ¿Por qué?, —le hubiera gustado preguntar, pero no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta. Para que él no se diera cuenta, se dio la vuelta y tomó el camino de vuelta a casa. No pensaba dejar que la viera llorar.


Poco después, escuchó el sonido de unos cascos y vió a Amanda montando a Pegaso por el camino. Paula sintió una punzada de envidia. Sentir el viento en la cara, sentirse tan libre... Debía ser maravilloso. Apartando una lágrima con la mano, volvió su atención al camino para no torcerse un tobillo. Y entonces escuchó un golpe, seguido de un espantoso grito. Cuando se volvió, vió al caballo intentando levantarse, vacilante.


—Dios mío... Amanda.


Paula volvió la cabeza para llamar a Pedro, pero él ya estaba corriendo, con Simba detrás.  Estaba arrodillado al lado de Amanda cuando Paula llegó a su lado, sin aliento.


—No respira y no tiene pulso. Creo que se ha roto el cuello, pero no puedo hacer nada con esta estúpida escayola...


Paula pasó las manos bajo la nuca de Amanda, pero no había ninguna vértebra fuera de su sitio.


—Puede que se haya quedado sin respiración momentáneamente. Corre a buscar mi maletín y llama a una ambulancia. Tú puedes ir más rápido y yo puedo intentar hacer algo mientras...


Pedro desapareció antes de que hubiera terminado la frase y Paula pasó los dedos por la espina dorsal de Amanda. Si había alguna irregularidad, no era detectable a simple vista. ¿Entonces...?


—Vamos, Amanda, no me hagas esto —murmuró, poniendo el oído sobre su corazón. Había un minúsculo latido, pero no respiraba. Usando las técnicas de reanimación, Paula le dió un masaje cardiorrespiratorio y unos segundos después, gracias al cielo, reaccionó.


Paula dejó escapar un suspiro.


—Me duele mucho —susurró Amanda.


—No te muevas. ¿Dónde te duele?


—En todas partes. Las piernas, la espalda... La pelvis.


Paula asintió. Las piernas de Amanda estaban colocadas en un ángulo extraño, de modo que debía habérselas partido.


—Te pondrás bien —le dijo, rezando para que la ambulancia llegara cuanto antes. No tenía ni idea de cuáles podrían ser las lesiones internas y había que ponerle suero lo antes posible.


—Pegaso... —murmuró Amanda—. ¿Está...?


—Está bien, no te preocupes —dijo Paula. El caballo estaba de pie, pero tenía una pata levantada y parecía conmocionado—. ¿Qué ha pasado?


—No sé. Ha tropezado... ¿Está bien?


—Yo no sé mucho de caballos, pero está levantando. No te muevas, Amanda.


La joven cerró los ojos y Paula se sintió completamente sola y angustiada. En ese momento, apareció Pedro con el maletín en una mano y un montón de toallas en la otra. 

jueves, 17 de noviembre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 44

Paula se despertó muy contenta. Nunca había hecho el amor de una forma tan hermosa, tan tierna, tan sensual. Se sentía como una persona nueva, completa. Y todo gracias a Pedro. Cuando se dió la vuelta para darle un beso, vió que él no estaba en la cama.


—¿Pedro?


No hubo respuesta. La casa estaba en silencio. Vacía. Paula se puso el albornoz y fue a buscarlo al cuarto de estar. No estaba allí, ni tampoco en el cuarto de baño. Cuando tocó la tetera, notó que estaba fría. ¿Cuándo se había marchado? ¿En medio de la noche? Cuando miró hacia su casa, no lo vió por la ventana. Volvió a la cama y tocó el lado en el que Pedro había dormido. Estaba frío. Quizá había ido a sacar a Simba, pensó. Después de ducharse rápidamente, se vistió y fue a buscarlo. La puerta estaba abierta, como siempre, y lo encontró en la cocina, tomando una taza de café con expresión seria.


—Hola.


Pedro levantó la cabeza. Sus ojos eran inescrutables. La noche anterior había podido leer en ellos como si fueran un libro abierto, pero no aquella mañana. Aquella mañana eran distantes, remotos.


—Hola.


—¿Pasa algo? —preguntó Paula, incómoda.


Él se encogió de hombros.


—No se me da bien lo del día siguiente.


—Ya me he dado cuenta. ¿Te importa si tomo un café?


—Haz lo que quieras. Siempre lo haces.


Paula lo miró, con tristeza. La intimidad de la noche anterior, la ternura, las palabras cariñosas... todo había desaparecido de golpe.


—¿Has desayunado? —preguntó, intentando aparentar que no pasaba nada. 


—Aún no.


—¿Quieres una tostada?


—Si la haces tú...


No iba a ponérselo fácil, eso era seguro, pero Paula no pensaba rendirse. Metió el pan en el tostador y se sentó frente a él para que no pudiera evitar su mirada. Pero él lo hizo a pesar de todo. Se quedó mirando su taza de café como si su vida dependiera de ello y, cuando Lucie alargó la mano para tocarlo, Pedro se apartó.


—¿Qué pasa? ¿Estás enfadado conmigo?


—No me hagas caso. Yo soy así —contestó él.


—Eso explica por qué sigues soltero a los treinta y tres años —intentó sonreír Paula.


Desayunaron en silencio y Pedro se levantó nada más terminar.


—Voy a sacar a Simba.


—¿Puedo ir contigo?


—Como quieras. Pero voy a bajar al río, así que ponte unas botas.


—Vale. Vuelvo enseguida.


Paula corrió hacia su casa, sacó las botas nuevas del armario y se puso una cazadora de pana. Encontró a Pedro esperándola en el camino, con la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta y Simba dando vueltas como loco, dispuesto a empezar su paseo. Él empezó a caminar sin esperarla y ella tuvo, que correr para llegar a su lado, nerviosa y sorprendida por su actitud. El hombre que le había hecho el amor por la noche había desaparecido y allí estaba el insoportable Pedro, el obstinado y antipático Pedro otra vez. Tuvo que ir casi corriendo detrás de él todo el camino. Parecía estar haciéndolo a propósito para fastidiarla. Cuando llegaron al río, Paula decidió dejar de correr. Se tomaría su tiempo, disfrutando de las flores y la luz del sol reflejada en el agua. Tarde o temprano, él tendría que volver por allí. 

Quédate Conmigo: Capítulo 43

 —La doctora Paula Chaves va a cantarnos la canción de Whitney Houston, I will always love you, de la película El guardaespaldas — anunció el padrino—. ¡Un aplauso para la doctora Chaves!


Los invitados aplaudieron y Paula empezó a cantar. Pedro se quedó transfigurado. Era maravillosa. Cantaba con una voz muy suave que le ponía la piel de gallina. Y no dejaba de mirarlo. Lo miraba con tanta intensidad que se le formó un nudo en la garganta. Era imposible que estuviera cantando para él, se dijo. Pero podía hacerse ilusiones. Cantaba de maravilla, parecía una profesional. Todo el mundo se había quedado en silencio escuchando aquellas notas puras, llenas de sentimiento. Cuando terminó, aguantando la última nota hasta que Pedro creyó que iba a quedarse sin oxígeno, hizo una reverencia y el público empezó a aplaudir, emocionado. Cuando volvía a la mesa, todo el mundo la felicitaba.


—Ya estoy aquí. ¿Eso es agua?


—Sí.


—¿Me das un poco?


—Claro —sonrió Pedro.


—¡Ay, qué sed! Hacía siglos que no cantaba.


—Cantas muy bien.


—Gracias —sonrió Paula.


Él hubiera querido abrazarla. Bueno, hubiera querido hacer algo más, pero un abrazo era tan buena forma de empezar como cualquier otra.


—¿Te sabías la canción? —preguntó, intentando concentrarse en algo que no fuera el abrazo. O su cuerpo. O su boca.


—Cantaba en un club nocturno para pagarme la universidad. Lo único malo era el humo y los sátiros.


—¿Ah, sí?


Él se sentía como un sátiro en aquel momento, pero decidió pensar en otra cosa. 


—Me apetece una copa —dijo Pedro entonces.


Pedro pensó que iba a tener que cruzar el salón en el estado en que se encontraba, un estado en el que no era fácil caminar, pero el padrino lo salvó apareciendo con dos copas en la mano para agradecer su interpretación. Habían vuelto a poner música y todo el mundo estaba en la pista moviendo el esqueleto. Pedro aceptó el whisky. No tenía que conducir y le iba a hacer falta algún anestésico si quería pegar ojo aquella noche.


—¿Nos vamos? —sugirió media hora después.


Paula, un poco alegre, le puso un dedo en los labios.


—¿Es hora de irse a la cama, abuelito? —preguntó, sonriendo.


No lo sabía ella bien.


Se despidieron de todo el mundo y veinte minutos después estaban frente a la casa. Él tendría que irse por un lado y Paula por otro y, de repente, no quería que terminase la noche.


—¿Te apetece un café? —preguntó entonces Paula.


Él miró al cielo para dar las gracias.


—Me encantaría.


Mientras Paula encendía la cafetera, Pedro se quedó apoyado en la pared, mirándola.


—¿Lo has pasado bien? —le preguntó ella, con una mano en la cadera, en una de esas poses que lo volvían loco.


—Sí, lo he pasado bien. Tú has estado maravillosa. Cantas fenomenal.


—Gracias.


Estaban mirándose a los ojos y Pedro supo que se moriría si no la besaba en ese momento. Llevaba tres semanas sin besarla. Y eso era demasiado tiempo. Levantó los brazos y Paula fue hacia él sin decir nada, levantando la cara para ofrecerle sus labios. Pedro los tomó con un rugido que salió de lo más hondo de su corazón. Ella le pasó los brazos por el cuello, enredando los dedos en su pelo mientras se besaban, apretándose contra él de tal forma que él creía que iba a perder la cabeza. Cuando Paula empezó a desabrocharle la camisa, se apartó, asustado. 


—¿Qué haces? —preguntó, con voz estrangulada.


—¿Necesitas que te lo explique? —rió ella. Su voz era suave, ronca e increíblemente sexy.


—No necesito que me lo expliques. Yo soy el instructor.


—Es verdad —murmuró Paula, besándolo en el cuello—. ¿Qué tal lo hago?


—Bien —susurró Pedro, levantando su barbilla con la escayola—. No juegues conmigo, Paula.


Los ojos verdes se volvieron muy serios.


—No estoy jugando. Quiero hacer el amor contigo.


Pedro dejó escapar un suspiro. Paula quería hacer el amor con él y... ¿Había pensado él en eso? ¿Estaba preparado? Era como si hubiera ganado la lotería, pero no encontrara el décimo.


—No podemos. No tengo... Nada, ya sabes.


—Pero yo sí —sonrió ella, con una sonrisa que era un pecado.


Pedro sintió que se le doblaban las rodillas y, cuando Paula alargó la mano, la tomó para seguirla al dormitorio. Ella era increíble. Dulce, atrevida, frágil y segura de sí misma a la vez. Era mil mujeres y él las deseaba a todas. La deseaba y no podía pensar en nada más. Solo después, con Paula sobre su pecho, exhausto, su corazón latiendo acelerado, Pedro recordó que ella era de otro hombre. Iván. 

Quédate Conmigo: Capítulo 42

Él la fulminó con la mirada. Qué hombre.


—Eso es precisamente lo que me temo.


—Tienes que animarte un poco. ¿Quién sabe? A lo mejor al final de la noche tienen que sacarte de la pista de baile.


—Seguro. Cuando las ranas críen pelo.


—Tengo que vestirme. ¿Quieres que te ponga el guante?


—Sí, por favor.


Paula lo observó quitarse la camisa antes de ayudarlo a ponerse una especie de guante de plástico que cubría toda la escayola. Era la única forma de ducharse sin problemas. Lo malo era que tenía que ver todos los días aquel torso tan masculino. Y no podía tocarlo. Después de ponérselo, salió corriendo hacia su casa. Tenía menos de una hora para ducharse, lavarse el pelo y ponerse guapa. La fiesta tenía lugar en el salón de baile del pueblo y no había que ponerse un traje de diseño, pero sí algo bonito y elegante. Miró en su armario y encontró unos pantalones negros y una camisola de lentejuelas que le quedaba estupendamente. Después de ducharse, se maquilló un poco y se puso unos pendientes dorados. No lo suficientemente elegante para los carísimos restaurantes a los que Iván la llevaba, pero sí para una fiesta en un pueblo. Y pensaba pasarlo de maravilla. No sabía lo que le estaba haciendo con aquella camisola de lentejuelas. Pero ella estaba en su elemento. Charlaba con todo el mundo y se reía con todos sin excepción, desde el padre de la novia hasta los niños que tiraban cacahuetes a los invitados. Pedro levantó los ojos al cielo y volvió a la conversación con Marcos y su mujer.


—Qué chica tan simpática —dijo Silvia.


—Sí, ya.


—Tú también eres muy simpático cuando quieres —lo regañó su amiga.


—Lo siento. Es que me hace sentir viejo. 


—¿Viejo? Espera a cumplir los cincuenta, guapo. ¿Te ha dicho Marcos que vamos a ser abuelos?


—¿En serio? Enhorabuena, no sabía nada.


—Estoy contenta, pero la verdad es que pensé que esperarían un poco más. Son tan jóvenes los dos.


—¿Quieres decir esperar como esperaron ustedes? —rió Pedro.


—Ya sabes lo que quiero decir.


—Sí. Pero si uno espera mucho acaba siendo demasiado organizado, demasiado controlado, demasiado fastidioso. Y entonces te das cuenta de que la vida pasa y no te has enterado.


—Desde luego, esta fiesta está pasando sin que tú te enteres —sonrió Silvia—. Vamos a bailar.


—¿Qué?


—No te consiento que digas que no.


Silvia lo sacó a la pista y, mientras bailaban, Pedro notó los ojos de Paula clavados en su espalda. Unos minutos después, apareció a su lado, sonriendo como siempre.


—¿Me lo prestas?


Silvia sonrió, encantada.


—Todo tuyo.


Pedro apretó su espalda con la mano escayolada y con la izquierda tomó la de Paula y se la puso sobre el corazón. Podía sentir sus pechos aplastados contra su mano. Era estupendo. Demasiado estupendo. Pero era una buena razón para abrazarla y no pensaba desaprovechar la oportunidad. Y entonces el padrino tomó el micrófono para anunciar que el karaoke estaba en marcha y los novios iban a cantar una canción.


—Yo me voy —murmuró Pedro.


Paula lo acompañó a la mesa, riendo.


—No seas tan aburrido.


Pedro decidió seguir su consejo y tuvo que reírse al ver a algunos de los invitados intentando imitar a los cantantes de moda. Entonces, para su horror y consternación, Constanza empezó a llamar a Paula para que subiera al escenario. Y ella no lo dudó un momento. 

Quédate Conmigo: Capítulo 41

En ese momento, sonó el teléfono.


—Doctora Chaves.


—La señora Brown está teniendo contracciones —le dijo Verónica—. ¿Podrían ir a su casa?


La mujer que esperaba trillizos. Paula le pasó el teléfono a Pedro para que hablase con ella.


—Muy bien. No se mueva, vamos para allá —dijo después de hacerle un par de preguntas.


—No he terminado con la consulta.


—Pásale los pacientes a Marcos. Si no me equivoco, Ángela Brown está a punto de perder los niños.


—Voy por mi maletín.


Llegaron diez minutos después. Ángela había empezado a sangrar. Manchaba poco, pero tenía la tensión muy baja y había un gran riesgo de que perdiera a los niños.


—Hay que llevarla al hospital —dijo Pedro.


—¿Y los niños? —preguntó la mujer, preocupada.


—En este momento, quien me preocupa es usted. Paula, ¿Puedes llamar al hospital?


Mientras ella lo hacía, Pedro escuchaba el latido de los niños a través de un estetoscopio fetal.


—¿No van a examinarme? —preguntó Ángela, angustiada.


—Es mejor que no. Existe el riesgo de que el útero se contraiga. Hasta que llegue la ambulancia, quiero que esté lo más tranquila posible. 


La ambulancia pareció tardar siglos en llegar, pero cuando la pusieron en la camilla, Pedro y Paula se quedaron un poco más tranquilos. En el hospital, sabrían cómo tratar el problema. Un parto de trillizos era algo que debía monitorizar un equipo de ginecólogos expertos.


—Espero que no pierda a los niños —dijo Paula—. Antes estaba preocupada por tenerlos y ahora por perderlos.


—Los tenga o no, lo va a pasar mal. Si no los tiene, será un disgusto enorme y si los tiene, con un marido que no quiere saber nada... — murmuró Pedro, consternado.


Paula se alegraba de no tener que tomar ese tipo de decisión. La naturaleza tendría que seguir su curso, ayudada... O a veces, estorbada por una intervención médica. Cuando volvieron a la clínica, Marcos había terminado de ver a los pacientes y todo el personal estaba brindando con champán.


—¡Una fiesta! —exclamó Paula.


—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Pedro.


—¡Lo he conseguido por fin! —sonrió Constanza, una de las recepcionistas, mostrándoles un anillo de compromiso.


—Enhorabuena. Te ha costado, ¿Eh?


—Desde luego. Y como no me fío de él, nos casamos el viernes. Ya sé que la mayoría no podéis venir a la boda, pero podríais venir a la fiesta por la noche.


—Ah, estupendo —sonrió Marcos—. Espero que tú también vengas, Pedro. La mano escayolada no te impedirá tomar una copa.


—Claro que no.


—Paula, tú también tienes que venir —dijo Constanza. 


—Por supuesto.


Sería interesante ver a Pedro en una fiesta. Quizá hasta lo pasaría bien.


—De verdad no quiero ir —estaba diciendo Pedro.


—Tienes que venir. Venga, a Constanza le hará ilusión.


Él suspiró, derrotado.


—Ya lo sé. Bueno, iré, pero no me apetece.


—Vamos a pasarlo bien —sonrió Paula.

martes, 15 de noviembre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 40

Paula descubrió que le resultaba más fácil trabajar con Pedro después de que la hubiera elogiado. Aunque él seguía tomando notas, criticando algunas cosas y, en general, fastidiándola. Sin embargo, tenía que reconocer que sus comentarios eran profesionales y, aunque a veces la molestasen, justos. Quince días después de la sesión de arte dramático, Valentina Webb fue a la consulta para una revisión. Había salido del hospital hacía unos días y su madre quería que le echaran un vistazo antes de irse de vacaciones. Además de tener buen aspecto, se había cortado el pelo para no comérselo por la noche.


—¿Tienes apetito?


—Mucho —rió la joven—. Como de todo. Creo que es la primera vez que tengo espacio en el estómago para comer. En el hospital me dijeron que la bola de pelo llevaba formándose toda mi vida. Me la enseñaron y era enorme. Ahora tengo una cinturita de avispa, como dice mi madre. Y además van a poner la bola de pelo en el museo del hospital, así que seré famosa.


Paula sonrió.


—Qué bien. Estás muy guapa con el pelo corto.


—Estoy intentando acostumbrarme porque no quiero volver a tener una bola de pelo en el estómago. ¡Qué asco!


—¿Has ido al psicólogo para intentar averiguar por qué lo hacías?


La joven hizo una mueca.


—No vale de nada.


—Sé que, al principio, da un poco de corte hablar sobre lo que te pasa, sobre tus sentimientos y esas cosas. Pero si al final descubres cuál era el problema, merece la pena, ¿No crees?


—No sé. Es que siempre quiere hablar de cuando murió mi hermana y a mí no me gusta hablar de eso.


—Ya entiendo —dijo Paula, comprensiva.


La señora Webb, que estaba muy calladita en la silla, miró a Paula. 


—Fue entonces cuando empezó a comerse el pelo. No sé, yo creo que ir al psicólogo es bueno para hablar de las cosas que le duelen a uno.


—Claro que sí. Y la verdad es que Valentina está estupenda, así que no veo por qué no van a irse de vacaciones. ¿Dónde han pensado ir?


—A Francia. Vamos casi todos los años.


—Pues espero que lo pasen muy bien —sonrió Paula antes de despedirlas.


—Anota eso —le dijo Pedro.


—¿Lo de la hermana?


—Sí. Es posible que Valentina la encontrase muerta o algo así. Quizá se sienta culpable. En cualquier caso, podría ser relevante.


—Tiene buen aspecto, ¿Verdad? Una resaca... ¡Ja!.


Pedro sonrió.


—¿A quién tenemos ahora?


—Al señor Gregory. Ha terminado el tratamiento contra el virus... A ver cómo está.


Afortunadamente, estaba mucho mejor. Había dejado de dolerle el estómago y podía comer sin problemas.


—¿Está haciendo dieta? El doctor Alfonso me dijo que quería perder algunos kilos.


—Sí, bueno, la había dejado, pero supongo que puedo volver a empezar otra vez. Pero es que las ensaladas...


—No tiene por qué comer solo ensaladas —le recordó Paula—. Puede comer de todo, pero con la menor grasa posible. Lo importante es comer de forma regular y con moderación.


—Lo intentaré. La verdad es que me vendría bien perder unos cuantos kilos.


—Ya que está aquí, podríamos pesarlo. Quítese la chaqueta y los zapatos, por favor.


Cuando el señor Gregory salió de la consulta, Pedro hizo una mueca.


—Podía haberlo pesado la enfermera.


—Pero ya que estaba aquí... 


—Quien debería haber estado es el próximo paciente. Ya vamos con retraso, como todos los días.


—¿Seguro que no tienes nada que hacer, como por ejemplo llevar otra consulta?


—¿Con la mano escayolada? ¿Y si tengo que examinar a alguien?


—Puedes pedirle ayuda a una enfermera.


—No quiero pedirle ayuda a una enfermera. Estoy bien aquí.


Pero ella no. Aunque no era del todo cierto, la verdad. A pesar de sus críticas, le gustaba estar con él.


Quédate Conmigo: Capítulo 39

 —Sí. Pero claro, depende de cuántas coma. Si como muchas, entonces, voy al baño. Y si como demasiadas...


—Ya veo —lo interrumpió Paula—. ¿Come peras, manzanas y otras frutas? ¿Cereales?


—Pues mire, durante la guerra...


—Durante la guerra comía muchos cereales, ¿No? —lo cortó ella de nuevo—. Bueno, creo que debemos concentramos en qué tipo de dieta debe seguir para ir al baño de forma regular.


—Eso eso, regular, eso es lo que quiero —asintió Pedro, aparentemente emocionado.


—Muy bien. Tendré que examinarlo —dijo entonces Paula. Eso lo pilló completamente por sorpresa—. Por favor, quítese el pantalón y túmbese en la camilla —añadió, señalando el sofá.


—¿Tengo que hacerlo?


Paula se puso las manos en las caderas y lo miró con aquella sonrisa descarada y sexy que lo volvía loco.


—¿Cómo voy a hacer un diagnóstico si no examino a mi paciente?


—Ya. Bueno, haremos como que me he quitado los pantalones —dijo Pedro entonces, tumbándose en el sofá.


—Muy bien. Voy a desabrocharle el pantalón.


Antes de que pudiera impedirlo, Paula le había desabrochado el pantalón y empezó a examinarlo, acercándose peligrosamente a algo a lo que no debería acercarse.


—Tenga cuidado.


—Una cicatriz muy bonita. ¿Apendicitis o hernia?


—Apendicitis —contestó Pedro, con voz estrangulada.


—¿Ha tenido problemas después de la operación?


—Pues... Algunas veces. Como he dicho, a veces voy...


—Ya, ya. Me acuerdo —sonrió ella, apretando su abdomen con fuerza. Pedro contuvo un alarido—. ¿Le hago daño?


—Sí.


—¿Y si aprieto aquí, más abajo?


Pedro sujetó su mano justo a tiempo. 


—Me parece que ya hemos terminado —dijo, intentando abrocharse el pantalón.


—Deja que te ayude —sonrió Paula. 


Y entonces, aquellos deditos empezaron a rozarle la entrepierna otra vez. Pedro contuvo el aliento, pero ella terminó enseguida, dejándole la camisa por fuera del pantalón. ¿Lo habría notado?, se preguntó, cruzando las piernas. Últimamente, pasaba mucho tiempo en esa posición. Quizá lo de la interpretación no había sido buena idea, pensó. Paula lo estaba pasando estupendamente. Cambiaron de papel, interpretando ella a la paciente, y trataron sobre temas serios y temas triviales. Al final, aprendió técnicas que solo se aprendían con la práctica. Y, sobre todo, aprendió muchas cosas sobre Pedro Alfonso. Por ejemplo, que tenía un sentido del humor tan perverso como el suyo, que le importaban mucho sus pacientes y que era un médico muy exacto y consistente en sus diagnósticos. También aprendió que podía excitarlo con solo pasar los dedos por su estómago y que a él le daba miedo seguir por allí. Por fin, a la hora de comer, Pedro se dejó caer sobre una silla.


—¿Qué tal?


—Bien. Creo que me ha servido de mucho, de verdad. ¿Qué tal lo he hecho?


—¿Cuando te ponías seria? Bien. Muy bien. El resto llega con la experiencia, pero creo que tienes lo que hace falta para ser un buen médico. Si fueras mi médico de cabecera, yo estaría tranquilo.


—Gracias, doctor Alfonso —sonrió ella, verdaderamente encantada.


—De nada. ¿Te apetece que vayamos a comer al pueblo?


—Estupendo. Yo conduzco.


Pedro sonrió.


—Muy bien. Así podré tomar un par de cervezas.


Y ella también tomaría una, pensó Paula, contenta. 

Quédate Conmigo: Capítulo 38

Paula suspiró, aliviada.


—¿Y qué sugieres? ¿Que me pelee con ellos?


—No, que interpretes un papel.


—¿Cómo?


—Que hagas tu papel —repitió Pedro.


De todo lo que había aprendido en la universidad, lo que menos le gustaba era hacer su papel. No mucha gente lo sabía, pero los médicos recibían clases de interpretación para tratar con todo tipo de pacientes. A Paula se le daba bien, pero no podía tomárselo en serio y siempre se le ocurría añadir algo que lo estropeaba todo. Su profesor de arte dramático la regañaba y los tutores se llevaban las manos a la cabeza. Y Pedro quería que hiciera ejercicios con él.


—No puedo hacerlo —dijo, con firmeza.


—Claro que puedes. Tienes que intentarlo. Al principio, da un poco de vergüenza, pero luego uno se acostumbra.


¿Vergüenza? De eso nada. Probablemente lo dejaría tan boquiabierto que escribiría un mal informe sobre sus prácticas. Pero había una expresión implacable en el rostro masculino y Paula tenía la impresión de que lo decía muy en serio.


—¿Cuándo? —suspiró por fin.


—Ahora.


—¿Ahora mismo?


—¿Tienes algo que hacer?


—No, pero... Es tu fin de semana libre —dijo Paula, buscando cualquier excusa.


—Y puedo hacer tantas cosas... —suspiró Pedro, levantando el brazo escayolado.


«Podrías hacerme el amor», pensó ella entonces. Por un momento, creyó que lo había dicho en voz alta y se puso como un tomate. Aparentemente no lo había hecho porque él tomó la taza de café sin decir nada.


—No voy a morderte. 


—Vale, lo que tú quieras —dijo Paula.


Hasta podrían reírse. Y si no se pasaba mucho, él descubriría que era una gran actriz. Pedro llamó a la puerta y ella abrió, sonriendo.


—Hola —lo saludó alegremente—. Soy la doctora Chaves, siéntese. ¿Qué le duele?


«Ya te gustaría saberlo», pensó Pedro.


—Tengo un problema intestinal, doctora Chaves.


—¿Qué clase de problema?


—Pues... Ya sabe. O voy al baño cada cinco minutos o no voy.


Paula sonrió.


—¿Desde cuándo tiene ese problema? ¿Desde pequeño o le ocurre solo recientemente?


—Pues... Lo tengo de vez en cuando. Bueno, no, lo he tenido siempre. Aunque, ahora que lo pienso, solo me pasa desde hace unas semanas.


—¿Y cuál es exactamente el problema?


—Como le he dicho, o voy al baño o no voy.


—¿Ha cambiado recientemente de dieta?


—No. Dejé de comer verduras cuando murió Katie.


—Ah, ya veo. Su mujer ha fallecido.


—Mi mujer, no. Mi perra.


Paula intentaba no reírse y Pedro tenía que admitir que a él también le costaba trabajo.


—Entonces, ¿No come verduras?


—Solo como comida congelada. Las verduras me dan asco. ¿A usted le gustan las verduras, doctora?


—Pues sí, mucho. ¿Come algo de fruta?


—Me gusta el melocotón en almíbar. Y las fresas, pero normalmente me dan problemas.


—¿Quiere decir que lo hacen ir al baño?

Quédate Conmigo: Capítulo 37

Paula gimió suavemente cuando volvió a tomar su boca, aquella vez casi con desesperación. La deseaba, deseaba tocarla y enterrarse en ella. Deseaba cosas que no debía desear. Ella era de Iván. Con un gemido ronco de agonía, Pedro consiguió apartarse.


—Paula, yo...


Paula le puso un dedo sobre los labios.


—No digas nada.


—Tengo que irme.


—Hasta mañana.


Paula se puso de puntillas y le dió un beso en la cara, con sus pechos aplastándose contra el torso masculino. Pedro abrió la puerta y salió, tan ciego que casi aplastó a Frida con la bota.


—Maldita sea —murmuró.


Paula rió, una risa ronca y suave que lo torturaba.


—Se mete aquí por la noche. Sube por la ventana y se mete en mi cama.


Qué suerte, pensó Pedro.


—Hasta mañana.


Simba lo recibió moviendo la cola y él lo acarició, distraído. No podría dormir aquella noche, pero necesitaba descansar. Corrección: Necesitaba a Paula, pero no iba a tenerla. Ni aquella noche, ni nunca.



Paula se metió en la cama sintiendo un hormigueo en los labios. Pobre Iván. Tenía razón. Pedro no tuvo nada que ver antes de que se fuera de Londres... Pero sí tenía que ver en aquel momento. Especialmente, después de aquel beso. Iván la había besado también, pero en la cara, porque eso era lo único que ella le permitía. Sin embargo, a Pedro se lo habría permitido todo. Todo. Tomó su diario y anotó: "Estoy, haciendo progresos. Ha vuelto a besarme. Él sigue pareciendo lamentarlo, pero yo no. Ojalá se hubiera quedado esta noche". Después, dejó el diario sobre la mesilla y apagó la luz. Intentaba dormirse, pero recordaba el beso una y otra vez. Y eso le hacía sentir un anhelo desconocido. Un anhelo y un nudo en la garganta porque, en algún momento durante aquel beso, se había dado cuenta de que estaba enamorada de él. ¿Cómo podía haberse enamorado de alguien tan gruñón, tan hostil? Porque Pedro no era así en realidad. Porque el auténtico Pedro era encantador, dulce y adorable. Sí, ya, y estaba buscando una mujer para compartir su vida, se dijo entonces, irónica. Todo lo contrario, lo que quería era estar solo. Era un hombre solitario y, aunque la deseaba, y eso era obvio, lamentaba hacerlo. ¿Por qué? Tendría que preguntarle ella misma. Si se atrevía.



Pedro llamó a su puerta a las diez y media, cuando estaba limpiando los platos del desayuno. Paula abrió la puerta con una sonrisa que seguramente decía demasiado. Nunca se le había dado bien disimular sus sentimientos.


—Hola. ¿Quieres un café?


—¿Café?


Estaba guapísimo aquella mañana. Se había puesto los vaqueros que llevaba el día del accidente, de modo que ya podía desabrocharse los botones de la bragueta, pensó. Un pensamiento muy poco adecuado.


—¿Sí o no?


—Sí —contestó él por fin—. He estado pensando en tus prácticas.


«Oh, no», pensó Paula. «Va a decirme que no podemos seguir porque la atracción que sentimos es un problema y yo voy a tener que volver a Londres».


—¿Porqué?


—Los pacientes que has tenido hasta ahora, excepto Valentina y su bola de pelo, son demasiado complacientes. Necesitas entrenarte con pacientes más problemáticos.

jueves, 10 de noviembre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 36

 —¿Todo lo demás? ¿Te refieres a mi problema mental?


Paula soltó una carcajada.


—Al fin y al cabo, te diste un golpe en la cabeza.


—Estás loca —sonrió Pedro, observándola. Tenía el pelo mojado y los labios entreabiertos. Estaba deseando volver a besarla.


—Aquí hace mucho frío y yo he dejado la estufa puesta en casa. Podríamos tomar un café. Además, Fergus me ha traído bombones.


Pedro no pensaba probar esos bombones porque se atragantaría. Pero tomar un café con Paula en una habitación calentita era una tentación irresistible.


—¿A qué estamos esperando? —preguntó, poniéndose de pie.


Paula encendió la cafetera y le mostró una botella muy interesante.


—¿Te apetece un whisky?


—¿Vicios secretos?


Ella sonrió.


—A mi padre le gusta. Solía ir a verme de vez en cuando a Londres y un día dejó esta botella en el apartamento. ¿Te apetece?


—Gracias —sonrió Pedro.


No era de Iván, así que podía aceptar. Se estaba muy bien allí, sin pelearse con ella por una vez, compartiendo un café y una copa de whisky. Era agradable. Muy agradable. Cuando Paula puso música, Pedro sintió una absurda sensación de pena porque nunca podrían tener nada más que eso. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué era incapaz de vivir con nadie?, se preguntó, suspirando. Cada vez que lo intentaba, terminaba amargado. Era demasiado intolerante, ese era el problema... O quizá nunca había encontrado a nadie que fuera tan especial como para hacerlo cambiar. Paula podría ser especial, pensó. Pero se peleaban constantemente y, sin saber cómo, conseguían irritarse el uno al otro. Aunque empezaba a pensar que su fastidio era debido a la frustración sexual. Además, ella tenía novio. Iván.


—¿Quieres un bombón? —le preguntó entonces Paula, ofreciéndole una caja que debía haberle costado una fortuna al estirado de su novio. 


Pedro se resistió, pero ella no. Y entonces tuvo que soportarla chupando y mordisqueando el chocolate. Porque no podía sencillamente metérselos en la boca, no. Tenía que mordisquearlos y meter la lengua dentro de los que tenían licor y... Volverlo loco por completo. Intentó cerrar los ojos, pero no servía de nada. Imaginaba aquella boca moviéndose sobre su cuerpo, mordisqueándolo, chupándolo, atormentándolo... Cuando abrió los ojos, la encontró mirándolo con curiosidad.


—¿Qué?


—¿Te duele algo?


Pedro ahogó una maldición.


—Digamos que me he encontrado más cómodo en otras ocasiones — contestó, cruzando las piernas para disimular su ofuscación.


Cuando Paula se levantó para cambiar el CD, observó su culito perfecto, tan redondito, tan respingón y... Pedro se tomó el whisky de un trago y dejó el vaso sobre la mesa, de golpe.


—Tengo que irme.


—¿De verdad?


A Pedro se le ocurrió entonces pensar que ella parecía triste. Quizá echaba de menos a Iván. No sabía por qué se había marchado tan temprano... Aunque, en realidad, tampoco había parecido muy contenta de verlo.


—De verdad.


Sintiera lo que sintiera por ese Iván, él no quería ser sustituto de nadie. Cuando se volvió para darle las gracias por el whisky, se chocó con ella y levantó los brazos en un gesto torpe para sostenerla. Pero en lugar de sujetarla lo que hizo fue atraerla hacia sí. Y, sin darse cuenta, inclinó la cabeza para buscar sus labios. Sabía a chocolate y a café, y se rindió ante el beso con un casi imperceptible gemido que lo volvió loco. Ella estaba de espaldas al dormitorio y Pedro podía ver la cama... La soltó para marcharse, pero sus brazos parecían tener otras ideas y, de repente, estaban sobre su trasero, apretándola contra él. 

Quédate Conmigo: Capítulo 35

Iván se marchaba... Probablemente a comprar una botella de champán y velas para pasar una noche romántica con Paula, pensó Pedro. El lujoso coche se alejaba por el camino muy lentamente debido a los baches, pero volvería, estaba seguro. En coche o a pie, quejándose de la incomodidad de la vida en el campo. Disgustado, se volvió hacia la ventana que daba a la casita. Allí estaba ella, sentada en una silla. Poco después se levantó y fue a la cocina, seguramente para preparar la cena antes de que ese Iván volviera con el champán. Pedro sintió algo que no entendía y no quería analizar, pero que le encogía el corazón. Maldito Iván con su lujoso coche y su pinta de estirado. No sabía lo que había ido a buscar, pero no quería quedarse por allí y presenciar la escena. Llamó a Simba y fueron a pasear hasta el río. Se quedó allí hasta que hacía demasiado frío y estaba demasiado oscuro para cualquiera con dos dedos de frente. Cuando tomó el camino de vuelta, prácticamente tenía que ir mirando al suelo para no tropezar. El coche de Iván no estaba en la puerta. Seguramente habrían ido a alguna parte. O quizá se había metido en un bache y no podía salir, pensó con una sonrisa perversa. ¡Aquella mujer despertaba en él los peores sentimientos! Entró en la cocina, se calentó un poco de beicon, cortó unos tomates y se comió un bocadillo, preguntándose qué estarían cenando Iván y Paula. ¿Salmón ahumado? ¿Langosta? Desde luego, no habrían comido un bocadillo de beicon. En ese momento, alguien llamó a la puerta y, cuando abrió, se encontró con Paula.


—Pensé que habías salido con tu amigo.


—Iván se ha ido.


A Pedro le pareció que lo decía con tristeza. Quizá habían tenido una discusión. Quizá él estaba casado, quizá... Paula miró el bocadillo que tenía en la mano.


—¿Es un bocadillo de beicon?


Pedro la invitó a pasar, absurdamente contento de que ese Iván se hubiera perdido de vista.


—¿Quieres uno?


—Mataría por uno.


—No hace falta. Siéntate ahí.


—Yo te ayudo.


Terminaron chocándose, rozándose y, en general, haciendo que las hormonas de Pedro se subieran por las paredes. Paula olía de maravilla. No estaba seguro qué era, quizá el champú. Aún tenía el pelo mojado, de modo que acababa de ducharse. La idea hizo que le temblara la mano mientras ponía el beicon sobre el plato.


—Toma. A mí se me da fatal cortar el tomate. Antes lo he cortado a hachazos.


—Solo quiero beicon —sonrió ella, cerrando el bocadillo.


Después de dar el primer mordisco, cerró los ojos, en éxtasis, y Pedro tuvo que ahogar un gemido de frustración. ¿Qué le pasaba con aquella mujer?


—¿Está bueno?


—Bonísimo —dijo Paula con la boca llena—. Estoy muerta de hambre.


—¿Y por qué no has cenado?


Ella se encogió de hombros.


—No me apetecía nada de lo que hay en mi nevera.


—Así que has decidido venir a robar en la mía, ¿No? —bromeó Pedro, haciendo un esfuerzo para no preguntar por qué no había cenado con Iván.


—La verdad es que había venido para ver cómo estabas. Como se hizo de noche y no habías vuelto, estaba preocupada.


—Fui a dar un paseo al río —dijo él, disimulando que lo conmovía su preocupación—. No te preocupes por mí, no soy un niño.


—Lo sé, pero con los brazos escayolados y todo lo demás... 

Quédate Conmigo: Capítulo 34

Paula sonrió.


—Lo que me extraña es que no te hayas puesto a dar martillazos con los pies.


—Debo confesar que lo intenté el fin de semana pasado, pero me dolía tanto que tuve que dejarlo.


Y eso lo frustraba enormemente, porque Pedro no era de los que abandonan a la primera. Y tampoco lo era Iván, pensó Paula con el corazón encogido al ver su coche en la puerta.


—¿Tienes visita? —preguntó Pedro.


—Eso parece.


—¡Paula, cariño! Ese perro lleva media hora ladrando, así que me he quedado dentro del coche, por si acaso.


—Deberías haberme llamado —dijo ella, ofreciéndole la mejilla.


Por el rabillo del ojo, vió a Pedro saliendo del coche con una expresión que no le apetecía analizar.


—Pedro, te presento a Iván Daly, un amigo de Londres. Iván, este es Pedro Alfonso, mi médico instructor.


—No puedo darle la mano —masculló Pedro, sin mirarlo—. Bueno, luego nos vemos.


—Qué tipo tan raro —murmuró Iván—. Muy antipático, ¿No?


—No, bueno... Es que como tiene los brazos rotos...


—Así que esta es tu casita.


—Sí —contestó Paula, abriendo la puerta—. Está hecha un desastre. ¿Te apetece un café?


—¿No tienes nada más fuerte?


—No. Además, tienes que conducir.


—¿Ah, sí? ¿Y dónde voy?


—A tu hotel —contestó ella.


—Pensé que me invitarías a quedarme —murmuró Iván, inclinando la cabeza para besarla. Pero Paula se escurrió con gran habilidad.


—Es mejor que no, Iván. Te lo dije en Londres y no ha cambiado nada. 


—Pero te echo de menos.


—Ya lo sé, pero... Yo no te echo de menos, Iván. Lo siento, pero es así.


Él la miró, atónito.


—¿Paula?


—Vamos, Iván, por favor. No es la primera vez que te lo digo. Lo que pasa es que no quieres escucharme. Somos amigos, nada más. No hay nada entre nosotros... Nada en absoluto.


—Ah.


Iván parecía encontrar la moqueta absolutamente fascinante y ella se sintió culpable.


—Lo siento.


—La verdad es que estaba deseando pasar contigo el fin de semana — murmuró él.


—Porque no me escuchas. Te lo he dicho muchas veces. Venga, vamos a tomar un café antes de que te marches.


—No quiero, gracias —dijo Iván entonces, con los ojos sospechosamente húmedos—. Es ese Pedro, ¿Verdad?


Paula suspiró.


—No, no es Pedro. El no tiene nada que ver.


—Puede que antes no, pero ahora sí —dijo entonces Iván con inusual percepción—. Espero que encuentres lo que estás buscando, de verdad. Te lo mereces, eres una chica estupenda.


La puerta se cerró tras él y Paula se dejó caer sobre una silla. Pobre Iván. No era culpa suya. Quizá la culpa era de ella, que buscaba algo diferente, menos seguro, menos predecible. Cuando miró por la ventana, vió a Pedro observando el coche de Iván y se preguntó qué estaría pensando. Cuando la miró, su corazón dio un vuelco. Quizá aquel fin de semana tendría oportunidad de acercarse un poco más a él. Después de todo, no podía rescatarlo a distancia. Un estremecimiento la recorrió mientras se levantaba para preparar un café, planeando su próximo movimiento. 

Quédate Conmigo: Capítulo 33

 —¡Menuda bola! Nunca había visto nada parecido —dijo Paula cuando entraban en el coche.


—Ni yo. Creo que es por la presión que sufren los adolescentes. Acuérdate de Romina Reid, angustiada porque su padre se enfadaría si no sacaba sobresaliente en los exámenes. Pero puede que esta niña tenga un historial psiquiátrico.


—¿Tú crees?


—Deja que vea el informe —murmuró Pedro. Unos segundos después, golpeaba los papeles con la mano—. Aquí está. Lleva haciéndolo desde los cinco años... Estuvo en el hospital y el médico le sugirió que viera al psiquiatra. Pobre cría.


—¿Crees que saldrá de esta?


—Espero que sí. Ha debido perder sangre durante los vómitos y la rigidez de la hinchazón no augura nada bueno. Pero si no hay riesgo de hemorragia, podrán solucionarlo. Si no había riesgo de hemorragia.


Las siguientes visitas fueron de pura rutina, una niña con anginas, una anciana que se había caído, un recién nacido con diarrea que tenía síntomas de deshidratación... Nada grave, afortunadamente. Cuando volvieron a la clínica, repasaron la lista de pacientes, charlaron un rato sobre las normas de la clínica en cuanto al trato con los drogodependientes y, mientras Lucie empezaba a pasar consulta, Pedro fue a llamar al hospital para ver qué sabían de Valentina Webb. Unos minutos después, asomó la cabeza por la puerta.


—Valentina está bien. Le han sacado una bola de pelo del estómago y le han hecho una transfusión, pero está bien.


—Menos mal —sonrió Paula.


—¿Cuántos pacientes te quedan?


—Tres.


—Voy a tomar un café. ¿Quieres uno?


—Prefiero tomarlo más tarde.


Media hora más tarde, estaban de camino a casa.


—¿Algún plan para el fin de semana? —preguntó Pedro.


Paula sintió un escalofrío. Iván le dijo que quería ir a verla, pero no había llamado en toda la semana. Quizá había entendido la pista cuando salió prácticamente corriendo del restaurante.


—No. ¿Y tú?


Él se encogió de hombros.


—Yo no puedo hacer mucho.


—¿Qué harías si estuvieras bien?


—Arreglar mi casa. En caso de que no te hayas dado cuenta, está hecha un desastre. Aún me quedan por arreglar suelos, techos, cañerías... Lo único habitable es la cocina y los dormitorios; me queda mucho por hacer.


—¿Y por qué compraste una casa con tantos problemas?


—Porque me gustan los retos, supongo.


—¿Y por qué no vives en la casita pequeña? Aunque también podrías alquilarla.


—Por el momento, se la alquilo a los interinos, como tú.


—Pero yo pago muy poco. Si la alquilaras al precio normal, sacarías mucho más.


—Sí, pero entonces tendría que soportar a familias enteras dándome la paliza todo el día. Y, por el momento, lo único que me apetece es arreglar mi casa de una vez por todas. 

martes, 8 de noviembre de 2022

Quédate Conmigo: Capítulo 32

 —Pedro, llevo muchos años conduciendo. ¿Quieres dejarme en paz de una vez? No he tenido nunca un accidente...


—Pues es un milagro.


—Y no necesito que nadie me diga cómo tengo que hacer las cosas. Así que, o te callas o te bajas del coche ahora mismo.


Él volvió la cara, con una expresión que podría haber derretido el acero.


—Lo siento —dijo por fin.


¿Lo siento? ¿Se estaba disculpando? ¡Aleluya!


—Gracias —dijo ella—. Ahora, dime dónde quieres que vaya... Además de al infierno.


Pedro no pudo evitar una sonrisa.


—Perdona. Es que siempre conduzco yo y me encuentro incómodo.


La única vez que tuve un accidente, no conducía yo y me cuesta trabajo ir en el asiento del pasajero.


—Porque te gusta controlarlo todo. Pero si te sirve de consuelo, me saqué el carné a la primera.


—¿En serio?


—En serio —suspiró ella. Al menos, el ambiente dentro del coche se había caldeado un poco—. ¿Dónde vamos, jefe?


Pedro le dió instrucciones precisas sin abrir la boca más de lo necesario y poco después llegaban a casa de la chica que no paraba de vomitar.


—Hola, soy la doctora Chaves.


—Cuánto me alegro de que haya venido. Valentina está fatal, la pobre.


La mujer los llevó hasta un dormitorio donde una joven de unos quince años estaba en la cama, pálida, ojerosa y con aspecto de tener algo mucho peor que una resaca.


—Hola, Valentina. Soy la doctora Chaves y estoy haciendo prácticas con el doctor Alfonso —la saludó Paula.


—Hola —dijo la niña, casi sin voz.


—¿Por qué no me dices qué te pasa?


—Me duele mucho el estómago y, si intento comer algo, vomito.


—¿Tienes diarrea o estreñimiento? 


—No —contestó la chica.


Paula apartó la sábana y comprobó que tenía el abdomen muy hinchado. No había cambio de tonalidad en la piel, pero sí un bulto en medio del estómago que podría ser una seria obstrucción intestinal.


—Cuando vomitas... ¿Sale un poco de sangre?


—Un poquito.


—¿Roja o marrón?


—No sé. Creo que marrón.


Paula miró a Pedro por encima del hombro.


—¿Podrías examinarla?


—A ver si puedo —murmuró él. Después de examinar el abdomen hinchado con los dedos de la mano izquierda, Paula lo vió fruncir el ceño.


—Tiene una obstrucción.


Ella miró el pelo de la niña y comprobó que era muy fino y parecía comido en las puntas.


—Valentina... ¿Sueles morderte el pelo?


—Solía hacerlo de pequeña —dijo su madre—. Pero ya no lo hace, ¿Verdad, hija?


—¡Ya no lo hago, de verdad!


—Puede que lo hagas mientras duermes —sugirió Pedro—. A veces pasa cuando uno está nervioso. ¿Tienes exámenes?


Valentina asintió.


—¿Creen que tengo una bola de pelos en el estómago?


—Es posible —dijo Paula—. Tiene que ir al hospital para que la examinen, señora Webb.


La mujer estaba sentada a los pies de la cama, boquiabierta.


—¿Una bola de pelo?


—Es muy raro, pero ocurre. Lo importante es que vaya al hospital lo antes posible —asintió Pedro.


—¿Debería llevarla a urgencias?


—Podemos llamar a una ambulancia ahora mismo, si le parece. Si va usted sola, tendría que esperar y no creo que Valentina pueda soportarlo. 


—No pasa nada, cariño —dijo la señora Webb.


Valentina se incorporó en la cama con la mano en la boca y la pobre mujer sacó un barreño que tenía a los pies de la cama.


—Será mejor llamar ahora mismo —dijo Pedro en voz baja—. Esa bola es muy dura y no tiene buen aspecto. Si no nos damos prisa, podría causar una perforación de estómago.


Paula asintió.


—Llama tú a la ambulancia. Tú los conoces mejor que yo.


—Señora Webb, ¿Puedo usar el teléfono?


—Sí, claro. Está en la cocina.


Paula se quedó en la habitación tomando notas sobre el historial médico de la niña y, cuando llegó la ambulancia, la señora Webb ya había guardado las cosas de Valentina en una bolsa de viaje.