—Soy yo, Paula, tía Teresa. Estoy en la estación de autobuses de York —dijo, con voz trémula de súbito pánico. ¿Y si le colgaba?
La señorita Chaves no hizo nada de eso. Cuando la viuda de su sobrino le había comunicado que se había vuelto a casar, no lo había aprobado en absoluto. Aunque hacía unos años que no veía a Paula, se preocupaba por ella. ¿La habrían tenido en cuenta?
—Siéntate en un banco. Estaré allí dentro de media hora, Paula —le dijo con voz firme y serena.
—Me he traído a Félix y a Marc.
—Son todos bienvenidos —dijo la tía Teresa, y colgó.
La media hora de espera le pareció a Paula un siglo, pero se olvidó de ello cuando vió a la tía Teresa caminando rápidamente hacia ella. Llevaba un abrigo y una falda que no había cambiado de estilo en las últimas décadas y, coronando sus blancos cabellos, un sombrero sencillo. La acompañaba un hombre joven de baja estatura y rostro curtido por el sol.
—Me alegro mucho de que hayas venido a visitarme, cariño —le dijo la tía, dándole un rápido beso—. Ahora iremos a casa y me lo contarás todo. Éste es Antonio, mi mano derecha. Pondrá tu equipaje en el coche y nos llevará a casa.
Paula no supo qué decir que no le llevase horas de explicaciones, así que le estrechó la mano a Antonio, levantó la cesta de Félix y, tomando a Marc de la correa, se dirigió obedientemente a la calle para sentarse en la parte trasera del coche, en tanto que la tía Teresa lo hacía junto a Antonio.
Ya era de noche y casi no había tráfico. No se veía nada desde la ventanilla, pero Paula recordaba Bolton Percy, el pueblo medieval donde vivía su tía, a unos veinticinco kilómetros de York. Hacía diez años que había estado allí por última vez, cuando tenía dieciséis y hacía unos meses que su padre había muerto. Cuando llegaron, el pueblo estaba a oscuras pero la casa de su tía, un poco apartada de las demás, los recibió con sus ventanas iluminadas.
—Bienvenida a tu casa, niña —le dijo la tía Teresa—. Quédate todo el tiempo que quieras.
Las dos horas siguientes pasaron para Paula como en una nebulosa. Bebió el té que le dieron y dormitó en una silla de la cocina mientras su tía y Antonio se ocupaban de los animales. Al despertarse, se encontró a Félix sentado en su regazo y a Marc apoyado contra su pierna.
—Quédate tranquila ahí —le dijo la tía Teresa—. Tu habitación está lista, pero tienes que comer algo primero.
—Tía Teresa...
—Más tarde, niña. Primero cena y vete a dormir. Mañana ya se verá. ¿Quieres que le avisemos a tu madre de que estás aquí?
—No, no. Permíteme que te explique...
—Mañana —dijo la tía Teresa y le puso un plato sopero de aromático estofado en las manos—. Ahora, come.
Al rato la condujeron a una pequeña habitación abuhardillada. No recordaba haberse desvestido, pero pronto se encontró metida en la cama, con Félix y Marc a sus pies. Todos juntos, pensó satisfecha. Era como haber escapado de una pesadilla. Cuando se despertó, se quedó desorientada un momento, pero pronto recordó y se sentó de golpe en la cama. Los animales también se despertaron. A la luz del amanecer, el viaje del día anterior era algo increíblemente temerario. Tendría que darle explicaciones a la tía Teresa. Cuanto antes, mejor. Se levantó, fue sin hacer ruido al cuarto de baño, se puso algo de ropa y luego los tres bajaron. La casa no era grande, aunque sí sólida, y su pequeño jardín tenía un muro de piedra. Paula abrió la recia puerta y sacó a Félix y Marc a hacer sus necesidades. Era una mañana hermosa, aunque el aire era frío, y cuando los tres volvían a entrar, se encontraron a la tía Teresa en la cocina.
—¿Has dormido bien? —le preguntó a su sobrina con cariño—. A ver, niña: Hay gachas de avena en el fuego. Supongo que estos dos podrán comer eso. Antonio les traerá su pienso en cuanto venga. Y tú y yo nos tomaremos una taza de té mientras hago nuestro desayuno.
—Tengo que explicarte...
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