—Es muy hermosa, ¿No? Dimos un paseo y tomamos una taza de café. No pudo quedarse demasiado, estaba de paso. Conducía un deportivo rojo... —dijo, y se interrumpió al darse cuenta de que estaba parloteando como un loro. Se metió el pollo en la boca y masticó; le supo a cartón.
—Sí, es muy hermosa —estuvo de acuerdo el doctor, mirándola fijamente un momento antes de dirigirse a su tía—: No te canses con las visitas, tía.
—Desde luego que no. Además, aunque Paula parece un ratoncito, me defiende como un dragón. ¡Bendita sea! No sé lo que haría sin ella — dijo, añadiendo luego—: Pero seguro que se irá pronto.
—No lo haré hasta que usted no quiera —dijo la aludida—. Y para entonces, se sentirá tan bien, que no me necesitará más —le sonrió a la anciana, añadiendo—: La señora Twitchett ha hecho su postre favorito. ¡Esa sí que es una persona imprescindible en esta casa!
—Lleva años conmigo. Pedro, la señora de Bernardo es una cocinera espléndida, ¿No? ¿Y Bernardo?, ¿Sigue llevándote la casa?
—Es mi mano derecha —dijo el doctor—. En cuanto te encuentres mejor, te llevaré a la ciudad para que pruebes su comida.
Lady Haleford necesitaba su siesta.
—¿Te quedas a merendar? —rogó—. Hazle compañía a Paula. Estoy segura de que tendrán mucho de lo que hablar.
—Lo siento, pero tengo que irme —dijo él, mirando su reloj—. Me despediré ahora.
Cuando Paula volvió a bajar, ya se había ido. Era lógico, se dijo, aunque le hubiese gustado decirle adiós, explicarle... Pero cómo explicaba una que se había enamorado de alguien que estaba comprometido con otra persona. No tenía sentido volverse a ver. Y además, había perdido a un amigo.
—Qué pena que Pedro se marchase tan pronto —comentó más tarde lady Haleford, mucho más descansada después de su siesta. Le lanzó una rápida mirada a Paula—. Trae las cartas, nos ayudarán a pensar en otra cosa.
Varios días después de la visita de Pedro, Paula, que se hallaba en la cocina, recibió una llamada telefónica.
—¿Paula? —dijo su padrastro, que parecía muy alterado—. Oye, tienes que venir a casa inmediatamente. Tu madre está enferma. Ha estado en el hospital y ahora que la han mandado a casa no hay nadie que la cuide.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no me avisaste que estaba enferma?
—Solo era una neumonía. Pensaba que seguiría internada hasta que se recuperase del todo, pero aquí está, en cama la mayoría del tiempo. Bastante tengo yo que hacer sin tener que cuidarla a ella.
—¿No tienes ayuda?
—Hay una mujer que viene a limpiar y cocinar. No me digas que contrate a una enfermera; es tu obligación venir a casa y ocuparte de tu madre. Y no quiero ninguna excusa. Eres su hija, recuerda.
—Iré en cuanto pueda —dijo Paula, y colgó.
La señora Twitchett se dió cuenta de lo pálida que se había puesto.
—¿Pasa algo malo? Mejor dínoslo.
Fue un gran alivio tener alguien a quien contárselo. La señora Twitchett y Nélida la escucharon desahogarse.
—Tienes que ir, ¿Verdad, cielo? —dijo Nélida, mirando a Marc y Félix, echados frente a la cocina de leña—. ¿Te los llevarás contigo?
—Oh, Nélida, no puedo. Él quería sacrificarlos a los dos, por eso me marché de casa —dijo Paula, enjugándose las lágrimas—. Tendré que llevarlos a algún sitio donde me los cuiden.
—No es necesario —dijo la señora Twitchett con cariño—. Se quedarán aquí hasta que soluciones el problema. Lady Haleford los quiere a los dos y Nélida se ocupará de sacar a pasear a Marc. Anda, ve a decirle a la señora lo que sucede.
—Desde luego que tienes que ir a tu casa inmediatamente —dijo Lady Haleford, que tomaba su primera taza de té sentada en la cama—. Y no te preocupes por Marc y Félix. Cuando tu madre se reponga, te esperamos aquí. ¿Querrá que vuelvas con ella para siempre?
—No lo creo —dijo Paula, negando con la cabeza—. Mi padrastro no me quiere, ¿Sabe?
—Entonces vete a hacer la maleta y ocuparte de tu viaje.
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