El doctor Alfonso, aunque inmerso en su trabajo, descubrió con sorpresa que pensaba en Paula con frecuencia. Unas dos semanas después de que ella se marchase de casa, decidió ir a visitarla, creyendo que para entonces su madre habría regresado con su esposo y los tres estarían felices y contentos. Aquel era el motivo de ir a verla, se dijo el doctor: Asegurarse de que estuviese bien para olvidarla luego con la conciencia tranquila. Llegó a media tarde y al estacionar notó actividad en la parte de atrás de la casa, así que allí se dirigió. La mayoría del huerto había desaparecido y en su lugar había una gran plataforma de hormigón, allí donde se habían alzado los árboles. Solo la vista seguía siendo hermosa. Golpeó la puerta de la cocina.
—He venido a ver a Paula —dijo alargando la mano cuando la señora Graham abrió la puerta—. Soy el doctor Alfonso.
—¿La conoció cuando recibíamos huéspedes? —preguntó la madre de Paula, dándole la mano con inquietud—. Se ha ido —dijo y abrió la puerta—. Pase. Mi esposo vendrá luego. ¿Quiere una taza de té?
—Sí, gracias —dijo él, mirando a su alrededor—. Había un perro...
—Se lo ha llevado. Y también el gato. A mi marido no le gustan los animales. Y la tonta de mi hija no quería que los sacrificaran. Además, nos ha dejado en la estacada: Mi marido se quiere dedicar a producir verduras y contaba con su ayuda. Estamos construyendo un invernadero grande.
—Sí, donde estaba el huerto de manzanos —apuntó el doctor, aceptando el té que le alcanzaba la señora Graham. Cuando esta se sentó, tomó asiento frente a ella.
—Y Paula, ¿Dónde ha ido? —le preguntó con tanta naturalidad que la mujer respondió inmediatamente.
—A Yorkshire, nada más y nada menos. Y Dios sabe cómo habrá llegado allí. La tía de mi primer marido vive cerca de York, en un pueblecito llamado Bolton Percy, desde donde nos llamó Paula. Ah, aquí está mi esposo.
Los dos hombres se estrecharon la mano, hablaron un poco y luego el doctor Alfonso se levantó para marcharse. Estaba claro que aquel hombre dominante no haría nada por animar la relación de su esposa con Paula, pues no hizo ningún esfuerzo por ocultar lo poco que la apreciaba. Mientras conducía hacia su casa, el doctor pensó que la joven había hecho bien en marcharse. Le parecía un poco drástico irse hasta Yorkshire, pero si tenía familia allí, seguro que ellos le habían organizado el viaje. Ya no tenía por qué preocuparse, estaba claro que Paula había resuelto su futuro. Parecía bastante sensata. Bernardo le dijo que había llamado la señora Potter-Stokes.
—Preguntaba si usted la llevaría a la exposición de mañana por la noche que ya le ha mencionado.
¿Por qué no?, pensó el doctor Alfonso. No tenía por qué preocuparse más por Paula.
La exposición resultó ser muy vanguardista, con obras que parecían dibujos hechos por niños. El doctor Fforde escuchó los triviales comentarios de Sofía Potter-Stokes, pero su mente estaba en otro lugar. Era hora de que se tomase unas vacaciones, decidió. Atendería los casos más urgentes y se marcharía de Londres unos días. Le gustaba conducir y ya habría menos tráfico en las carreteras que durante el verano. Así que cuando Sofía sugirió que quizá le gustara pasar el fin de semana en la finca de sus padres, él declinó la invitación con firmeza.
—No puedo, gracias. Me iré de Londres por unos días.
—Pobre, trabajas demasiado. Necesitas una esposa que se ocupe de que no te excedas —dijo Sofía sonriente, e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho, ya que Pedro replicó con un comentario cortés, pero con total indiferencia en su fría mirada azul. Tenía que tener cuidado, reflexionó Sofía, si quería convertirlo en su esposo.
El doctor Alfonso abandonó Londres una semana más tarde, con tres días por delante para llegar a York, encontrar el pueblo donde vivía Paula y asegurarse de que esta era feliz con su tía abuela y tenía planes para el futuro. No analizó demasiado el porqué de su preocupación. Tras desayunar temprano, partió con Tiger sentado en el asiento junto a él, erguido y atento al tráfico. Se detuvo una vez a repostar y otra a comer algo, y como había mirado el mapa antes de partir, salió de la autopista y avanzó por carreteras comarcales hasta ser pronto recompensado con la visión de la calle principal de Bolton Percy. Detuvo el coche frente a las tiendas y entró. Todos los clientes se dieron la vuelta para mirarlo.
—¿Se ha perdido? —preguntó una señora—. Pregunte, que no tengo prisa.
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